La administración nacional aprende en la urgencia del momento político actual, que cualquiera puede empuñar el timón cuando el mar está en calma, y que lo que convierte a un político en un hombre es lo que hace cuando llega la tormenta, que es lo que transforma el embeleso en rechazo.
Por Rafael Bielsa*
(para La Tecl@ Eñe)
Las constituciones liberales clásicas, como la argentina (1853-60) y la estadounidense (1787-89), establecen una clara separación de poderes, reconocen derechos individuales y limitan el poder del Estado. En tal contexto, el liderazgo ejecutivo es vigoroso para garantizar el orden y la estabilidad —defendía Alberdi—en sociedades fragmentadas o en formación. Una presidencia fuerte se caracteriza por tener capacidad de decisión rápida, por centralizar funciones clave -como las relaciones exteriores y la administración-, por concentrar en el voto popular su legitimidad institucional, y por ser responsable políticamente ante el Congreso y la ciudadanía. Todo ello exige un liderazgo articulado.
En 1978, James MacGregor Burns popularizó el término “liderazgo transformacional”, por oposición al “transaccional” (la recompensa está subordinada al cumplimiento de la orden). Luego, Bernard Bass desarrolló más el concepto, incorporando elementos organizacionales como la motivación, la visión compartida y el desarrollo personal de los seguidores. Conceptualmente, inspira a los simpatizantes a ir más allá de sus intereses individuales y a enfocarse en un bien colectivo. Un presidente o un líder ejecutivo, si comunica con claridad y propósito, puede ser vigoroso sin caer en el autoritarismo, siempre que escuche a sus equipos y asesores, y actúe con coherencia, motivando no desde el miedo, sino desde el propósito.
De modo tal que, en nuestro país y de acuerdo con la constitución argentina, un líder debe tener ciertas aptitudes para desarrollar tareas con determinados procedimientos. Estoy dentro de las naves que quemó Hernán Cortés, y también en el cajón cuyo último clavo está por ser remachado. No hay posibilidad alguna de que atribuya a esta administración la presencia de alguien “muy inteligente, muy hábil y tremendamente pragmático”. Eso —en su momento y para algunos de los que hoy gobiernan— fueron Alberto Fernández y Sergio Massa.
La administración nacional aprende de sopetón que cualquiera puede empuñar el timón cuando el mar está en calma, y que lo que convierte a un político en un hombre es lo que hace cuando llega la tormenta, que es lo que transforma el embeleso en rechazo. “El precio de la grandeza es la responsabilidad” dijo Winston Churchill. El líder es un repartidor de esperanza, no el acreedor de su propia auto destrucción.
No son dones del liderazgo quemar etapas, extenuar aliados, entrar vendado en zona de riesgo, y copiar los hábitos del adversario. ¿Quemar etapas? Es lo que sucede cuando quien gobierna traiciona promesas y premisas, y no habla con franqueza. ¿Extenuar aliados? Pasa cuando las decisiones no se adoptan para favorecer vínculos, sino para pagar favores recibidos. ¿Entrar vendado en zona de riesgo? Estalla, si en lugar de administrar shocks dramáticos, se es el que los genera. ¿Parecerse al adversario? Consiste en copiar a los ladrones cambiando su nombre, como si se tratara de terminar con la antropofagia comiéndose al caníbal. No es lo mismo catapultarse al estrellato, que estrellarse lanzado por una catapulta.
El partido político que gobierna es proclive a las citas. Lo importante no es si Cicerón y Sun Tzu dijeron lo que les atribuyen, sino que los nombres sean conocidos, sean influencers del mundo fandom, actores del multiverso del hype, o narradores del conocimiento lore. Churchill no se salvó, y resultó abducido: “El éxito no es definitivo, el fracaso no es fatal. Lo que cuenta es el coraje para continuar”, le ensartaron. La “International Churchill Society” afirma que esa frase nunca fue pronunciada por el inglés, y figura en su lista de citas falsamente atribuidas.
Pero si se estudia un poco, se advierte que alguno de los oradores vernáculos tiene cosas de Winston Churchill. El guionista y productor Anthony McCarten lo describió como: “… orador titánico, borracho, ingenioso, patriota, imperialista, visionario, diseñador de tanques, metepatas, espadachín, fanfarrón, aristócrata, prisionero, héroe de guerra, criminal de guerra, conquistador, hazmerreír, albañil, propietario de caballos de carrera, soldado, pintor, político, periodista, (y) ganador del premio Nobel de Literatura”. En nuestro conjunto escénico, hay alguno que es como él, según McCarten: metepatas, fanfarrón y hazmerreir.
Los que trabajan para el Estado aman ser los que destruyen el Estado desde adentro; alta metedura de patas. En una fanfarronada con esteroides, el ramo sostuvo que “el que tiene que estar sólido es el hombre, que la mujer se case con un tipo 10 años más grande”. Antes había dicho, para terminar con la baja en la natalidad, que había que “recuperar los valores tradicionales: que la mujer se quede en la casa y el hombre trabaje”. El paleo libertarismo de empanada, fastidia a sus adversarios porque les “están afanando los choreos”, un hazmerreir juninense. Como está a la vista y el oído, un verdadero manojo de argumentos con contigüidad y con continuidad.
Curioso liderazgo indígena. Un poder que no se rodea de laureados sino de prestanombres; que no hace reuniones de gabinetes sino catarsis; que no siembra seguridad en sus colaboradores, sino que los desgasta a fuerza de errores. Un poder que no construye conciliábulos, sino que arma usinas; que no se compromete, sino que se sobregira; que no recurre a su inteligencia para cambiar el mundo, sino que el mundo —reducido— al que quiere pertenecer, cambia su inteligencia. Sin un despegue es difícil ajustar una elevación.
Se ha dicho de William Pitt (Lord Chatham), quien fue el impulsor de la doctrina armada de Inglaterra durante la Guerra de los Siete Años (1756–1763), que sus compatriotas sabían en tal grado lo mucho que le debían, que no querían oír hablar de sus defectos. “Lo mismo podría afirmarse de Winston Churchill”, dijo su médico personal Lord Moran: los ingleses estaban convencidos, unánimemente, de que él articulaba aquello que ellos habrían deseado expresar, si hubieran tenido las palabras.
Toda constitución, ya sea presidencialista como la nuestra o monárquica como la inglesa, escrita o consuetudinaria, presupone la existencia de un liderazgo visible, articulado y coherente. Cuando tres marchan juntos, dice un proverbio manchú, tiene que haber uno que mande. Y uno galés, señala que el que quiera ser líder, debe saber ser puente. Cuando falta el liderazgo, las ideas se desperdigan, los esfuerzos se licúan y el genio se despilfarra. Aquellos que fundan lo saben.
Sábado, 20 de septiembre de 2025.
*Abogado y escritor.
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1 Comment
Así es, Compañero Bielsa. No es lo mismo “ser un país soberano de las potencias” que “un país que les soba el ano a las potencias”.