Expulsado de la Unión Soviética, León Trotsky se exilió durante cuatro años en una isla del Mar de Mármara, cercana a Estambul. Su casa de residencia existe aún, solo tocada desde entonces por la lenta obra del tiempo. Y en ella, tal vez algunos libros que el viejo revolucionario dejó allí mismo cuando dejó la isla.
Por Diego Tatián*
(para La Tecl@ Eñe)
Büyükada (Prinkipo) es la isla más grande de un pequeño archipiélago en el Mar de Mármara, frente a la costa de Estambul. La embarcación se toma en Kadiköy o Bostanci y tarda poco más de media hora en llegar a Büyükada, hoy convertida en un destino turístico para miles de personas que saturan sus calles, sobre todo los fines de semana. Pero cuando tras ser expulsado de territorio soviético en el invierno de 1929 Trotsky se exilió en ella, estaba habitada en su mayoría por griegos y armenios que se dedicaban sobre todo a la pesca. Concedido el asilo por el gobierno kemalista, vivió allí entre febrero de 1929 y julio de 1934 junto a su mujer Natalia y su hijo Lev, además de cuatro guardaespaldas (su vida corría peligro cada día no solo por la persecución stalinista -que logró su propósito unos años más tarde en México-, sino también por miembros del diezmado ejército de rusos blancos exiliados en Estambul).
Como testimonio de esa estancia en Büyükada queda una casa hoy completamente en ruinas (había pertenecido a una familia griega desde 1885 y nunca más fue habitada después de Trotsky), donde el fundador del Ejército Rojo y su familia vivieron los últimos dos años de su exilio turco. También un precioso artículo que escribió unos días antes de dejar la isla, publicado por The Modern Monthly en marzo de 1934. Es un texto breve que lleva por título “Adiós a Prinkipo”. No habla en él de su trabajo intelectual, ni sobre cuestiones de política mundial, sino de la amistad con dos pescadores con quienes apenas podía intercambiar palabra (se entendían, dice, en un lenguaje compuesto por términos griegos, franceses, turcos y rusos, “pocas veces utilizados según su significado correcto”).
Uno de ellos, a quien llama su “maestro”, es analfabeto, pero “lee el hermoso libro del Mar de Mármara como un artista. Su padre y su abuelo y su bisabuelo y el abuelo de su bisabuelo fueron pescadores. Su padre todavía sale a pescar. La especialidad del viejo es la langosta. En el verano no las atrapa con redes como hacen los demás pescadores, sino que las caza. Es un espectáculo de lo más apasionante. El viejo descubre la guarida de la langosta bajo una roca a ocho metros de profundidad, o más aún. Con un palo muy largo da vuelta la piedra y la langosta huye. El viejo da la orden al remero, persigue la langosta, la alcanza y, con otro palo que tiene en la punta una bolsita, la atrapa y la saca”.
Casi todo el texto es un relato de una revelación de los secretos del mar por su amigo Charolambos: “Por amabilidad y por instinto de disciplina social, Charolambos elogia mi habilidad [para la pesca con red]. Pero me basta comparar su trabajo con el mío, y el orgullo se desvanece. Charolambos ve la red cuando para mí se ha vuelto invisible y sabe dónde está cuando no la ve”. Muchas veces -escribe Trotsky- al recoger la red hay tan solo un pececillo; otras veces la red vibra con los coletazos de los peces atrapados. ¿Cómo se explica la diferencia? “Deniz, responde el pescador encogiéndose de hombros. Deniz significa mar, y la palabra suena muy parecida a destino”.
El mayor peligro para una buena pesca -le enseña su amigo- son los delfines, pues se llevan todo lo que la red atrapa. Cuando aparecen, es necesario disparar al aire para ahuyentarlos, aunque no se van muy lejos, así es que resulta necesario darse por vencido y cambiar de sitio. Pero “cuando por fin el pez se hacía ver en el agua, Charolambos me susurraba ‘buyuk, M’sieu’ (grandote, Señor). A lo que yo respondía ‘Buyuk, Charolambos’. Acercábamos la presa al bote y la sacábamos mediante una red. Felices, comíamos una naranja cada uno y, en un lenguaje que nadie más entiende y nosotros sólo a medias, compartíamos los avatares de la aventura”. Su otro amigo es el viejo Kochu, también pescador, especialista en la pesca de rouget. “Conoce a los peces y a veces se diría que los peces lo conocen a él… sabe lo que es el mar porque es viejo. Su padre pescaba hasta el año pasado junto con otro viejo que antes había sido peluquero. Salían en un bote decrépito y echaban las redes langosteras; ellos mismos, carcomidos hasta los huesos por la sal, se parecían a un par de ancianas langostas”.
* * *
Una mañana de otoño, mi amigo Cemal Bâli Akal y yo fuimos a Büyükada. No fue fácil llegar a la casa de alguien que se llamaba Trotsky; ninguna indicación orienta a quien la busca y casi nadie la conoce. Finalmente pudimos dar con ella. No tiene entrada y solo es posible verla desde afuera, entre las matas del cerco vivo que la ocultan. En 2009, el fotógrafo norirlandés James Hughes, no sin riesgo de accidente habida cuenta la inminencia de derrumbe en las pareces de la residencia, logró acceder a los pisos superiores y tomar algunas imágenes con las que después hizo un libro. Solo quedan en su interior algunos muebles desvencijados y una estantería repleta de libros, que quizá todavía estén allí. Setenta y cinco años después de la partida de los Trotsky a París una fotografía da cuenta de ellos, aunque en su texto el viejo revolucionario escribió que no quedaba nada en los estantes que alojaron sus libros: “[Cuando vuelvan los peces en agosto] Charolambos saldrá a pescar sin mí. Ahí está ahora, en la planta baja, clavando baúles de libros de cuya utilidad obviamente no está del todo convencido… Los anaqueles de la biblioteca están ahora vacíos. Solo en el arco superior de la ventana sigue la vida como siempre. Allí, justo arriba de los anuarios estadísticos, las palomas han construido un nido y han dado a luz una cría”.
El Mar de Mármara es silencioso y tranquilo, parece que siempre está igual y ninguna agitación conturba sus aguas. Sin embargo, los pescadores saben cómo mirar para encontrar lo que buscan donde parece que no hay nada; hacen su trabajo con paciencia activa, sin nunca maldecir los infortunios cuando se producen. Atento a la intensidad de la vida en ese otro mar que es la historia, en las mañanas el viejo revolucionario se dejaba enseñar esa paciencia por gente sencilla como Charolambos o Kochu (también cuándo darse por vencido y cambiar de sitio, o cuándo volver porque el tiempo es propicio), y solo en las tardes trabajaba con sus libros -que tal vez todavía están allí, arrumbados desde 1934, restos mudos de un mundo extinto.
Córdoba, 20 de octubre de 2024.
*El autor es investigador del Conicet y docente de la UNSAM.