Estar al pairo. Apunte sobre una alegoría oceánica – Por Diego Tatián

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Estar al pairo. Apunte sobre una alegoría oceánica – Por Diego Tatián

A partir del relato de Joseph Conrad “La línea de sombra”, el filósofo Diego Tatián traza una alegoría sobre la importancia de la política y de los conflictos políticos, para que las sociedades no sucumban a una descomposición por inmovilismo o a una violencia puramente destructiva.

Por Diego Tatián*

(para La Tecl@ Eñe)

Un aun joven marinero decide renunciar a la vida marina. Para desgracia de su capitán, toma la resolución de producir un acto radical en su existencia, que parece insensato a los ojos de todo el mundo: abandonar un modo de vida sin saber por qué ni para hacer qué. Lo cierto es que decide quedarse en el puerto donde su barco había atracado unos días antes de seguir rumbo.

Así, con ese acto radical de juventud (que es pensada por Conrad de ese modo: como disposición a ejecutar actos radicales que no se arredran ante sus efectos, por puro deseo), comienza La línea de sombra, un relato que el autor de origen polaco escribió cómodamente en Kent, cuando las aventuras marinas habían quedado ya muy atrás.

Pero sucede que, una vez desembarcado, el joven marinero de la novela se encuentra imprevista y casualmente con el ofrecimiento de ser capitán en otro barco, lo que altera su decisión de volver a Europa para llevar una vida terrestre. Una súbita fascinación por el mando inesperado lo atrae otra vez al mar.

A lo largo del relato la expresión “línea de sombra” aparece en solo dos ocasiones, sin demasiada explicitación. Es la línea que separa la juventud de la vejez y que remite a la experiencia de ese tránsito: “como si toda mi vida anterior a ese día memorable, como si la juventud despreocupada, hubieran quedado al otro lado de la sombra”. La ruta larga que conduce al objeto del deseo pierde definitivamente la juventud. Al otro lado de la sombra quedarán el acto radical, la alegría de vivir, el deseo de mundos nuevos…

No es la única vez que Conrad busca desentrañar ese tránsito. También lo hace en Juventud, un relato breve de la misma época que La línea de sombra sobre el que Guillermo Ricca escribió páginas iluminadoras en su Manual para naufragios. Allí Marlow, ya viejo, bebe whisky con amigos mientras narra un viaje de iniciación -o más bien de conclusión: de iniciación a la vejez; de conclusión de la juventud-: “todos sabemos a la perfección que hay viajes que parecen haber sido destinados a enseñarnos en qué consiste la vida”. La navegación evocada por Marlow con ayuda del whisky acaba en naufragio, luego de un periplo atormentado: “En nuestro mundo no había ni cielo, ni estrellas, ni sol, ni universo, nada aparte de un mar enfurecido y unas olas colosales… encerrados en el infierno de los marineros. Pásame la botella por favor”.

El tránsito de la juventud a la vejez por la experiencia de un viaje, que se vale de una tempestad salvaje en Juventud -“infierno de los marineros” recreado también en Tifón-, recurre en La línea de sombra a una circunstancia climática opuesta, no menos destructiva que huracanes, tifones y ciclones. En este caso, el barco queda capturado por un fenómeno al que los marineros temen tanto como a las tormentas, si no más: la calma chicha o bonanza -es decir la absoluta inmovilidad del cielo y del mar; la completa ausencia de vientos que impide poner la embarcación en movimiento. La salud física y mental de los tripulantes comienza a deteriorarse o a perderse por completo; uno de ellos adjudica el sortilegio que impide avanzar a una maldición del capitán anterior, que había muerto no hacía mucho en alta mar y había sido arrojado por la borda.

El mayor peligro se abate sobre esa comunidad taciturna, desesperada y cada vez más enloquecida: que nada suceda. Metáfora de una vida condenada a estar al pairo: las velas desplegadas y las escotas sueltas, pero inútilmente. Metáfora de una vida condenada a que nada suceda y expuesta a una inmovilidad irreversible por ninguna tarea de a bordo: la calma chicha es la experiencia que encierra la línea de sombra, como en otras de sus historias marinas lo es la tempestad. O el “horror” que depara el corazón de las tinieblas a quienes se aventuren en él.

Años más tarde, el tremendo relato conradiano será la principal inspiración de un breve cuento que escribió Italo Calvino -quien no por casualidad concluyó sus estudios universitarios con una tesis sobre Conrad. Calvino fue siempre un gran lector de libros de aventuras, a los que consideraba una fuente inagotable e imprescindible para pensar los sentidos de la vida humana:  “Creo que hemos sido muchos los que nos hemos acercado a Conrad impulsados por un reincidente amor a los escritores de aventuras, pero no sólo de aventuras: a aquellos a quienes la aventura les sirve para decir cosas nuevas de los hombres, y a quienes las vicisitudes y los países extraordinarios les sirven para dar más evidencia a su relación con el mundo” -escribió en Por qué leer los clásicos.

El cuento oceánico antes referido se llama “La gran bonaccia delle Antille”, que Aurora Bernárdez tradujo al castellano como “La gran bonanza de las Antillas”. Un grupo de niños le pide a un tío ya viejo y a punto de dormirse que les cuente otra vez esa antigua historia -sucedida en el siglo XVI- de dos embarcaciones enfrentadas desde hacía años siempre al borde de sucumbir por la quietud, sin poder moverse y sin entrar tampoco en combate debido a una calma extrema e interminable del mar antillano en el que navegaban. La historia no tiene final. Como explica el propio Calvino en una nota que acompaña al relato, se trataba de una irónica alegoría política sobre el inmovilismo de la izquierda italiana y en particular del Partido Comunista en el que entonces militaba -y con el que rompería un año más tarde.

Si lejos de una pura “erótica del arte” contra la interpretación -que recomendaba el clásico ensayo de Susan Sontag- se quisiera hoy encontrar, o adjudicar, un contenido político a la calma chicha de la narración conradiana y considerar la estricta aventura que relata como una alegoría, no sería similar al que recreaba Calvino durante la Guerra Fría. Cuando una prolongada ausencia de viento y de movimiento no llega a la destrucción (“¿quién no ha oído hablar -se pregunta alucinado el joven capitán de La línea de sombra– de esos navíos que flotan a la deriva con una tripulación de cadáveres que en algún momento son descubiertos por la tripulación empavorecida de otro barco?”), es seguro que habrá incubado el peligro opuesto, algo que los viejos marineros sabían muy bien: una gran calma oceánica presagia siempre una tormenta furiosa.

Quizá en evitar ambas cosas radica la importancia de la política y de los conflictos políticos -de los conflictos en tanto son políticos. De no ser así, inexorablemente se desencadenarán cuando ya han dejado de serlo. Como la tormenta que nace de la calma chicha en los viejos relatos de mar.

Córdoba, 29 de diciembre de 2022.

*El autor es investigador del Conicet y docente de la UNSAM.

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