Estela Grassi afirma que el problema de la política se manifiesta en el estado de la lucha social por el reconocimiento o la distinción, puesto de manifiesto en las disputas por el uso del espacio urbano. Un estado de cosas que la política democrática no puede ya procesar, sino bajo acciones que se salen de cauce, al haberse reemplazado los argumentos y las propuestas por las denuncias en una versión actualizada del “algo habrán hecho”. Un estado de la política que se expuso con la mayor crudeza en el atentado a la vida de la vicepresidenta.
Por Estela Grassi*
(para La Tecl@ Eñe)
Estaba intentando dar alguna coherencia a las ideas que enuncio en el título, cuando ocurrió el atentado a Cristina Fernández frente a su domicilio mientras saludaba a sus seguidores que, ya casi como parte del paisaje de Recoleta, la esperan cada día desde que el fiscal Luciani pidiera para ella una larga condena. Atentado en parte previsible en los tiempos que corren, aquí y en el mundo, porque los discursos de odio se han exacerbado y no hace falta una declaración de guerra para que cualquier extraviado se disponga a asesinar a quien considere una enemiga. Más bien, llama la atención la candidez de los manifestantes y cierto descuido de la propia Cristina y de la dirigencia política. Más aún, sea que esa movida frente a su casa se tomara con simpatía, críticamente o con indiferencia, la posibilidad de un asesinato (que estuvo a un tris de consumarse), no estaba en las consideraciones corrientes. A pesar de la conflictividad local, de las amenazas explícitas o veladas, de los discursos altisonantes y de los insultos habituales de algunos comunicadores, el temor a un magnicidio estaba, por lo menos, tapado por esos otros sentimientos expuestos en o ante las manifestaciones de acompañamiento a la líder, amenazada o enjuiciada (según el/la opinante) por Luciani y los jueces poco adeptos a las reglas procedimentales del derecho. No hay mucho más que agregar, por ahora, sobre lo ocurrido, salvo destacar la duda que siembra la supuesta impericia de los investigadores de la Policía Federal que borraron el teléfono del atacante. Bienvenida la Argentina a la toma de conciencia de que es parte del mundo de las derechas extremas que ponen el arma en la mano de cualquier exaltado dispuesto a tener sus cinco minutos de fama apretando el gatillo. Eso sí, López Murphy, Espert, Tetaz, Bullrich, Etchecopar, Lanata, ignotas o ignotos legisladores que pide pena de muerte, entre tantos etcéteras, no pueden hacerse las o los distraídos. Milei es más auténtico: declaró siempre ser parte de esa derecha trasnacional, no tiene nada para lamentar. Los demás, se dicen republicanos y en nombre de la República, apoyan la libre portación de armas (Bullrich, López Murphy, Etchecopar) y hacen alianza con Milei. Probablemente, el castigo de la justicia recaiga sobre el energúmeno que empuñó la pistola y, quizás, algunos cómplices. Quienes lo armaron en su cabeza no tendrán ningún juicio, son inocentes (¿lo son?). Así lo creen los periodistas de La Nación+ (Pablo Rossi, Eduardo Feinmann, entre otros), para quienes el atentado no es más que producto de la locura de un lobo solitario, “que los peronistas pretenden homologar con el proceso judicial que se le sigue a Cristina”. Queda fuera de sus considerandos las consecuencias de sus propias palabras.
Hecha esta digresión necesaria, retomo el tema enunciado en el título.
La “causa Vialidad”, la sobreactuación del fiscal Luciani y las manifestaciones de apoyo a Cristina Fernández ocurridas desde los últimos días de agosto, dieron lugar a innumerables interpretaciones políticas y sobre la política en la Argentina. Imposible discernir entre ellas las más ajustadas a los hechos y sus sentidos porque, en últimas, no hay verdad aprehensible como tal, menos, en materia de interpretación política y de los respectivos comportamientos. Pero, entre esos acontecimientos y esa selva de opiniones, hay enmarañadas dos cuestiones que pasan desapercibidas o marginalmente aludidas. Una se refiere, precisamente, al estado de la política en tanto práctica o modo de procesar los conflictos sociales y la diversidad de interpretaciones; y la otra, a las relaciones de clases y al estado de la lucha social por la distinción y por el reconocimiento.
El problema de la política (o de la política como problema a analizar), es de un estado alarmante que se viene consumando hace ya largos años, desde que los conflictos sociales y las diferentes interpretaciones y puntos de vista acerca de los problemas sociales, económicos y demás, y sus soluciones, que son propios de la vida democrática, dejaron de ser tratados y de algún modo procesados o conducidos, en debates, opiniones, actos, elecciones, proposiciones diversas, etc., para ser convertidos en motivos de acusaciones, denuncias, causas y procesos judiciales que se mantienen amenazantes a lo largo de los años y que se reflotan periódicamente, según las necesidades de los contrincantes. Dejaron, así, de ser importantes las ideas, las propuestas y los programas políticos y cobraron centralidad las causas judiciales. En ese contexto, los ciudadanes de a pie dejaron de opinar y razonar políticamente y de atender a las ideas y propuestas, para oscilar entre el desencanto o el juicio apresurado ante la sospecha de que “algo habrán hecho” si están encausados. Y la causa judicial en sí misma se ha vuelto en condena social. El terrorismo de Estado había instalado la malicia durante la dictadura, cuando se detenía, torturaba y desaparecía a militantes y opositores en general. Presos o desaparecidos, “por algo será”. En democracia, periodistas predispuestos al insulto, a la vulgaridad y a la difusión de noticias falsas, y actores/actrices de la política (¡tremendo, principalmente actrices!) con pocos escrúpulos, se especializaron como denunciantes, hallando en esa práctica espectacular un modo de mantenerse vigentes en la audiencia de la ciudadanía convertida, así, en un público de la teatralidad de las denuncias cruzadas y la publicidad de las causas judiciales. Aparte de denostar a “los planes” sin nada de información acerca de las políticas sociales, ¿cuáles son las propuestas en materia de desarrollo económico, de políticas laborales, de promoción o protección de las economías regionales y de la economía popular y cooperativa, de mejoramiento de la educación y de acceso a los bienes culturales para los jóvenes y niños de todos los sectores?; ¿qué políticas de desarrollo, de vivienda, de bienestar, de cuidados ocupan el primer plano en los debates políticos que emiten los programas periodísticos de mayor audiencia por parte de quienes se erigen en guardianes de la República en abstracto? No son ese tipo de reflexiones las que mantienen vigentes a estos personajes, sino su condición de denunciantes, sus innumerables presentaciones ante “la justicia”. Así, se tornó tan dominante el espectáculo judicial que, al final, nadie se escandalizó (las y los ciudadanos de a pie, digo) con el absurdo poceado de la Patagonia o la versión de los dólares guardados en el Vaticano. Igual que se aceptó que, con el método de los represores, sacaran de la casa al ex vicepresidente en pijama y en chancletas, como si fuera un fugitivo porque “algo habrá hecho” y está bien que “todos los políticos vayan en cana”.
Pero la historia tiene sus meandros y hasta puede salir el tiro por la culata. La sobreactuación de Luciani puede ser eso, desde el punto de vista de los procesos políticos. De pasar de la discusión de si el presidente Fernández llega o no a 2023 y la previsible derrota del Frente de Todos, del ajuste de Sergio Massa y los desaguisados previos a los que no dejó de contribuir también Cristina Fernández, el fiscal republicano logró lo que no estaba en el cálculo de nadie: volver a la ex presidenta al centro de la escena, objeto de la devoción de quienes, más que representados, se vieron reconocidos en su existencia anónima, por ella. “Cristina me dio todo”, le responden algunos manifestantes a los periodistas que preguntan por qué están allí. “La amo”, dicen otras. Expresan eso, ser reconocidos, aunque en el mismo movimiento, la institución (el Estado) se disuelve en el sujeto (en ella, una sujeta).
Luciani, con su alegato, logró también reunir (¿por cuánto tiempo?) a quienes hasta ayer no más, se hacían zancadillas. Y por un instante, a los pragmáticos del ajuste con quienes amenazan con romper el bloque oficialista y conducen las manifestaciones de los más pobres de toda pobreza, a la Plaza de Mayo, al Congreso o cortan las calles y avenidas que dan al conurbano sur, también en busca de ser vistos; de ser reconocidos en su existencia de miseria. Manifestaciones que incordian a quienes deben trasladarse cada día para ir a trabajar, llevar a sus niños, cuidar a sus enfermos, etc. Es decir, otros tantos que no están en el fondo del pozo, pero para los que cada día puede ser una lucha para no caer.
Lo dicho es lo más visible de los logros de Luciani. Pero en la movida inesperada de los seguidores de Cristina Fernández (con la dramática culminación del intento de homicidio), está enmarañada la otra cuestión: la de la clase, la de la distinción social. Porque la vice presidenta vive en Recoleta, ese barrio exclusivo de CABA, desde donde partían las señoras que caceroleaban protestando no se sabe bien por qué cuando ella era presidenta o, más recientemente, contra el aislamiento sanitario. Y ahí fueron los manifestantes, haciendo el camino inverso, desmintiendo con su movilización el alegato del fiscal y para acompañar a su líder. Y eso sí que es inconcebible. A esos vecinos sí que no se les puede alterar la tranquilidad del barrio. Siempre estuvieron tranquilos, allí los servicios urbanos funcionan bien, las plazas están cuidadas y los problemas de Buenos Aires se miran por TV.
Ahí fueron militantes, dirigentes políticos, ciudadanos de a pie, algunos adultos mayores que reconocían la posibilidad de haberse jubilado; y padres y madres con hijos e hijas. Convocados y autoconvocadas. Clasemedieros y populares, pero no los pobres de toda pobreza ni masas incontrolables que ameriten los carros hidrantes de la policía de la ciudad. De todas maneras, inconcebible para un barrio exclusivo y excluyente, de clase alta, distinguida y elegante, como los comercios de la zona. Y que encierra una “isla” aún más elegante, donde hasta María Eugenia Vidal desentona, como se lo enrostró Esmeralda Mitre. Recoleta, en tanto lugar físico en la ciudad, es materialidad de la clase social. Y a la vez, signo de la distinción y una contraseña de pertenencia. Igual su contracara: Jorge Macri se pregunta “¿Dónde vive Cristina? En el barrio más cheto de la Ciudad de Buenos Aires, no vive en La Matanza con su gente”. Ese sería su lugar “natural” y el de “su gente”. La Matanza es popular, de gente de trabajo, de “cabezas”.
Por eso el vallado de la zona, en este caso, puede leerse como un gesto de estupor, primero, y de preservación de la distinción. Un gesto que dice aquí no, con nosotros no… (“son ellos o nosotros” twittió López Murphy).
Más allá de este acontecimiento puntual y de la necesidad eventual de protección de instituciones o edificios públicos, los vallados como recurso permanente de la política (recuérdese el estado de la Plaza de Mayo y del Congreso de la Nación durante los cuatro años del gobierno de Cambiemos) son, simbólica y materialmente, una delimitación de las pertenencias que se pretenden legítimas. Funcionan, también, como otro modo de producción de la sociedad por el Estado. Por ejemplo, las vallas no detienen a los tractores “del campo” (del campo sin campesinos), aunque también hacen ruido y estropean la ciudad y obstruyen el tránsito, apropiados también de la identidad nacional, según van embanderados con la celeste y blanca.
En tanto, los pobres de toda pobreza que, mayormente, no se ven en Juncal y Montevideo, reclaman frente al Ministerio de Desarrollo Social, lugar de representación de “otros” que no son “la gente”, forzando apenas la interpretación del proyecto del legislador porteño García Moritán, y ubicado en medio de la Avenida 9 de Julio, un espacio urbano de uso común (de circulación) que, material y simbólicamente, se torna un lugar en disputa. La propuesta del legislador porteño es demolerlo y trasladar sus dependencias a algún barrio vulnerable, para que las manifestaciones no obstruyan el derecho a circular. Aclara que así se hizo con “el Ministerio de Desarrollo Social de la Ciudad, dado que su objetivo es la integración social”. Llevar las oficinas para pobres a donde están los pobres completaría, para esa clase, una verdadera segregación, un apartheid social que haría innecesarios los vallados que simbolizaban la exclusión, diferente de las vallas de Recoleta, dispuestas para mantener la distinción.
Estos acontecimientos exponen, en resumen, el estado de la lucha social por el reconocimiento y/o la distinción, puesto de manifiesto en las disputas por el uso del espacio urbano. Un estado de cosas que la política democrática no puede ya procesar, sino bajo acciones que se salen de cauce, al haberse reemplazado los argumentos y las propuestas, por las denuncias que alimentaron el descreimiento y su aceptación acrítica, previa al debido proceso, en una versión actualizada del “algo habrán hecho”. Un estado de la política que se expuso con la mayor crudeza en el atentado a la vida de la vice presidenta.
Buenos Aires, 12 de septiembre de 2022.
*Profesora Consulta de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA). Investigadora del Instituto Gino Germani.