¿Un sueño?, extraño, sorpresivo y secreto en el porvenir, casi como «una lúcida noche fundamental».
Por Adrián Desiderato*
(para La Tecl@ Eñe)
Todo fue muy raro, como en un sueño, y nos sorprendió. Primero, el timbrazo en el portero eléctrico y la mención de «correo», porque ya no llegan cartas, salvo las estúpidas de los bancos inventando tarjetas, y no menos misterioso fue bajar sin encontrar a nadie. Ni allí ni a lo largo de la cuadra, a derecha o izquierda, pues nos asomamos buscando al cartero. Había un sobre, eso sí, color madera, pegado al costado de la puerta de vidrio, sujeto por arriba y abajo con cinta de embalaje, de la opaca, marrón, como si nada fuese transparente en el mundo. A nuestro nombre estaba, dejado por quien había tocado timbre, quién si no, y desapareció. No somos de esas personas curiosas e impacientes que se desesperan por saber qué les llegó en una encomienda o en un sobre, como una novia que tuvimos, o se comen las uñas ante un interlocutor que los intriga amenazando contar algo y se demora en ampulosidades y rodeos, tipo aquel charlatán que en un sainete de los años cuarenta, desgraciadamente perdido en un incendio, prometía al auditorio desde el volante de un descapotado súper sport, en su español riojano (de La Rioja, Logroño, vecindades de las montañas de Cantabria): «Seguidme, no os voy a defraudar». Carlos Saúl no sé cuánto, el cocoliche. Por eso, lo del sobre, lo tomamos con calma. La vida es un grotesco. ¿Dos ejemplos de hoy? La chica esa con apellido de limones que saltó, gracias a otras virtudes que saltaban, de la limonada a la política o el panelista que, cuando se sulfura, en lugar de hablar, ladra y la cabeza se le infla más de lo que la tiene. La dramaturgia recoge todo eso y lo devuelve en forma de sainete, entremés, farsa, ópera bufa, teatro del absurdo y hasta de la crueldad. En una sala de Congreso, por caso, fueron suceso «Pregúntenle a Diputo» y «La momia de gabinete», y otras lo fueron en la pantalla chica, como «Gran Cuñado» o «Pequeño Sobrino», mientras que en escenarios de revista hizo furor «Perros ensobrados y pichichas en Sobrades (la ciudad turca del placer)», todos y todas en slips y tangas y, ya sin el adminículo, en el clímax, con bozal y atados a cuchas o camas o sobre laxos almohadones, en escenas de política explícita. Lo novedoso en la tevé fue que, a un costado al pie de la pantalla, el lenguaje de señas estuvo a cargo de perros o perras, no de personas. La culminación victoriosa, se diría, del espectáculo que el falso japonés Fukuyama montó en su puesta de «El fin de la historia». Pero bueno, de retorno, tras despegar el sobre y volver al departamento, hicimos lo que estábamos por hacer cuando sonó el timbrazo, es decir, cargarle yerba al mate para una segunda tanda de cebadas, y después, tranquilos, arrellanados en el sillón plegable, con termo y calabaza a mano en una mesita, disponernos a leer lo que portaba el sobre. Era de suponer que sería algo para leer; de ser un objeto, hubiera venido en caja. Y supusimos bien, lo que no suponíamos, pues no nos lo esperábamos, era lo que decía. El tipo se presentaba: «Mi nombre es Pínzel Áterfer». No se precisa ser un sabueso para deducir que era un seudónimo porque… quién puede llamarse así. O el tipo es nulo de inteligencia o demasiado inteligente, que es lo que pensamos, ya que nos sirve en bandeja su ambigüedad, para que la degustemos. Vean mi trampa, sería. Uno leyó una que otra novela policial o de espionaje y nunca encontró un delincuente o un agente secreto que pretenda esconderse tras un nombre estrafalario, al contrario, lo ideal son nombres vulgares, como González, Smith, Wang, Cohen y otros. También hay apellidos de moda y apellidos de mierda, como «Microbio» o «Marmota». Y hablando de la «M», hubo un caso famoso, pero por deformación o error, que involucró a un filósofo y una ciudad, Mileto, cuna de Tales, uno de los padres del pensamiento occidental, cuyo verdadero lugar de nacimiento no fue Mileto, sino Taleto, un villorrio un poco más al norte, ya desaparecido –a buscarlo, arqueólogos–, donde lo parió su madre, una taletana de aquéllas, pero la posteridad, como suele hacer, confundió todo y así pasó a la historia como Tales de Mileto en vez de Tales de Taleto; si, por lo menos, hubiera pasado como Miles de Mileto, se verificaría una concordancia. «Miles» lleva a «Millones», con «M» buena, como la de «Mamá» o «Mermelada», y acá podemos empezar a rastrear la clave del título que Pínzel Áterfer puso a su nota: «Yo entrevisté a Cristina Kirchner sin pedirle permiso a la Justicia o Carlos Heller para la transición presidencial en las elecciones de 2027». ¡Sorpresa! ¡Estupor! Por lo inesperado de correr por fuera de los nombres en circulación habitual por el peronismo para otra etapa de «capitalismo bueno», como la llamaría algún diputado de balde o un fabricante de baldes de apellido Valdés, que no escapa a su sino. Nombres que otrora tuvieron el rostro de un motonauta intrépido, de un abogado sexualmente excitado o de un experimentado masoterapista que ora lo puede volver a tener, como lo tuvo, más lejano en el tiempo, un «tío» bonachón que usaba la zurda para escribir a la derecha, espejado en el rostro de Jano de su líder, que siempre buscaba el equilibrio de la línea central de la nariz para dividir en dos su boca, como en el flor de chupón que se dio con Balbín cuando los chinos no eran lo que son y Beatriz Sarlo sí era lo que después dejó de ser y nosotros, justamente, estamos siguiendo las andanzas del veterano detective Etchenique en la última novela de Juan Sasturain, titulada, casualmente, Tinta china. Esa «M» buena, decíamos, nos remite de inmediato a otra «M»… no, calma, radicales (los que queden) no a la de Montoneros, Güemes ya hizo lo suyo… sino a la de Evita: «Volveré y seré millones». Millones que se tocan con miles y miles con Mileto y Mileto con Tales y Tales con Los Toldos, donde nació esa chica María Eva, que murió a los 33, como Cristo, uno que se volvió millones antes. Aunque el más grande hallazgo de la literatura policial no se halla en las novelas de los maestros del género ni en sus discípulos, sino en un inspector anónimo del más extraordinario poema policial que se haya escrito jamás, si alguno se escribió además de éste, obra del cubano Luis Rogelio Nogueras, que describe un «crimen pasional», lo que hoy sería un «femicidio», no una vez que se cometió ni en el momento de cometerse, sino en el instante previo a que se cometa, suspendiéndolo en el aire de modo magistral y demostrando que, si la realidad es la realidad, el arte es la quintaesencia de esa realidad y «el ser humano está en la Tierra sólo para crear obras de arte», al decir de Tarkovski. El poema sufrió distintas correcciones porque el arte, pese a su sacralidad, es construcción, no rapto, y tuvo un par de títulos: el original y perfecto «El último caso del inspector» y el «Detection Club» con que lo publicó una revista literaria argentina que dirigía Abelardo Castillo. No lo lean, óiganlo:
«El lugar del crimen / no es aún el lugar del crimen; / es sólo un cuarto donde dos sombras / se murmuran, se besan. / El asesino / no es aún el asesino; / es apenas un hombre que sube lentamente / las escaleras de su casa, / después de un largo viaje. / La víctima / no es aún la víctima; / es solamente una mujer desnuda sobre un lecho, / en otros brazos. / El testigo de excepción / no es aún el testigo de excepción; / es nada más que un hombre osado, / que goza de la mujer del prójimo sobre las / sábanas del prójimo. / El arma del crimen / no es aún el arma del crimen; / es únicamente una lámpara de bronce, apagada, / tranquila sobre una mesa de caoba».
Pero paremos de hablar de bueyes perdidos y literatura, que es, precisamente, donde se encuentran los bueyes perdidos y no los idiotas de las redes sociales, y preguntémonos cómo este Pínzel Áterfer vino a enterarse de que un humilde jubilado había sido no digamos periodista, sino simple escriba en uno que otro medio durante su periplo laboral. Lo ignoramos, permanece en la nebulosa, lo que no permanece en ella es que el tal Áterfer vino a valerse de nosotros para canalizar sus fines, ignorando, seguramente, que uno fue un periodista del montón y no de los trascendentes, como Émile Zola, José Martí, John Reed, Homero Alsina Thevenet, Gabriel García Márquez, Oriana Fallaci, Ryszard Kapuściński o, entre los autóctonos, Mariano Moreno, Sarmiento, Juana Manso, Fray Mocho, Rodolfo Walsh, Héctor Ricardo García, Rogelio García Lupo, o los más recientes Jorge Asís, Vicente Muleiro, Blanca Rébori… Nada que ver con la mediocridad reinante, de los que Pínzel tira nombres: ese Fiambrínn, que se la pasa arreglándose el pelito; el tal Manjele, que cada dos o tres palabras alterna con un tic; hay otro que anda por las nubes y comparte apellido, Lajas o Lages, con uno que habla pelotudeces, hablamos de Antonio, el aviador, no Agustín, el cómico; también el chico Vitriólico, que Charlie o Johnny le dicen, por rubiecito, quizá, con cara de marine; o el que tiene apellido de Trabuco o algo así y se peina como el diputado que dijo «cárcel o caca » o «bosta o bala «, una de esas metáforas, el que en público dijo de una chica que su madre era «puta» y se rio, le causó gracia… Hay una parva, dice Áterfer, también mujeres, por la igualdad de géneros, como esa entrada en años a la que bañan en maquillaje para que parezca una muchacha; que la defienda otro o se defienda sola. Pero bueno, tampoco nos importa demasiado lo que este Áterfer tire sobre periodismo en general, imagínense que diga que hasta fuimos «ensobrados», cuando el «ensobramiento» no existía o sí, pero sin fama, pues no estaba a la vista. «Pregúnteme esto. O preguntame. ¿Cuánto cuesta?» Uno fue un «ensobrado», no es vergüenza confesarlo, todas las noches, tras volver de una redacción y picar algo, se metía «en el sobre», porque había que madrugar, tres laburos entonces, dos fijos y uno como colaborador, para sobrevivir, magros salarios. El otro «sobre» que nunca nos faltaba era el de los archivos, esencial en la profesión para después no andar diciendo disparates ni preguntando boludeces. Marrones eran, ampulosos, y, aun así, no daban abasto con tanto recorte. Distintos en tamaño y formato al que nos pegaron en la puerta, «porque los actos son nuestro símbolo», diría Borges mirando a Tadeo Isidoro Cruz a punto de ayudar a Martín Fierro. Pínzel Áterfer vino a canalizar por intermedio de nosotros lo que, suponemos, no puede canalizar por él, al no ser del ambiente. Eso que nos dejó puede ser un tesoro o puede ser basura; a nosotros nos parece un tesoro. Por intuición, nomás. Es que hacerle una entrevista a Cristina, en las circunstancias imperantes y «sin someterse a los filtros de la Justicia», como se le llama a esta cosa, no es moco de pavo. Hay un halo de misterio, no obstante, porque, en su transcripción de la entrevista, faltan los guiones de diálogo y, a cada una de las preguntas que le hace, Áterfer dice que Cristina la contesta con gestos, de aprobación o negación, sin que Áterfer nos los especifique. ¿Es su magia? ¿Una magia? A la par, hay algo inédito y es que el secreto, el gran secreto de esta nota, es que las respuestas ya están en las preguntas, a las que el gesto ambiguo de Cristina no responde y, sin embargo, quedan rotundamente respondidas. Nosotros no tomamos partido. Que lo tome Perfil, a la que, por un contacto indirecto, aunque seguro, haremos llegar esta entrevista. Para qué meternos nosotros en camisa de once varas, ya bastante con nuestra propia vida. Y que Áterfer nos agradezca internamente, ya que los medios no suelen agradecer. Todo parece un sueño y nosotros, los soñadores. No tenemos nada que perder. Qué podría perder un jubilado más de lo que ya pierde, en este país al revés y reino de los ex: un experiodista, un extrabajador, una exesposa, un exmarido, una expareja, un exradical, una exjueza, un exclase media, una expresidenta que zafó de la muerte y debería pensar en la posteridad y no en la coyuntura y, sobre todo, un exabrupto que se cree presidente. Cómo Áterfer consiguió esta «entrevista», cómo logró filtrarse sin el permiso judicial, cómo le franquearon la puerta, quién le abrió, cómo armó las preguntas para que ya sean en sí respuestas… No nos incumbe. Lo concreto es que está, acá la tenemos, más allá de la verba envolvedora o escondedora o acomodaticia de Cristina y hasta por encima de ella misma. ¿Protagonista de la historia, como Evita, eje fundamental, o sólo dato aleatorio, detritus, como Isabelita, estribación, sobrante?
El nombre de Carlos Heller salta por todas partes en la entrevista como el más lúcido exponente de todo ese espacio o amontonamiento o «movimiento» –el impecable eufemismo de su líder–, más quienes se acoplen desde fuera, para encabezar la transición en 2027 bajo la consigna de Evita: «revolucionario o nada». La nada misma, el peronismo, otro radicalismo, sin un golpe de timón. Heller, un ex-Partido Comunista, un es-Partido Solidario, «ex» y «es» a los que cuesta rasparles su pátina socialdemócrata, progresista, «correcta», esa mano de cal «buena» en la fachada siempre tramposa del capitalismo. La pátina está ahí, en detalles, como la publicidad del banco cooperativo que supo crear Heller y el usufructo que se hace, para ganar clientes, del concepto «credinautas», aprovechándose del tubo de oxígeno provisorio que trajeron el Eternauta y Oesterheld. Pero bueno, es un pecado menor en un desafío mayor. Lo que no sería menor es que, como Constantino halló en el cielo la señal que dio resuello al Imperio, Cristina halle en Evita la señal para ser, no sólo parecer, porque parece que no alcanza con la mujer del César nombrando en la Via Appia de vez en cuando a Gramsci. Revolucionario o nada. Si en Evita fue inconsciente, hoy es consciente, como cuando Cooke le dijo a Perón: «Venite a Cuba», y Perón le respondió: «Estoy bien aquí, con Franco». Eso que presentían en 1974 los expulsados de la Plaza, cuando aún había margen para que retozase la derecha dentro de un movimiento que se sentía invencible y hace rato que lo dejó de ser, pese a esporádicas victorias. «Justicia Social, Soberanía Política, Independencia Económica» sólo serán posibles en una sociedad de otro orden. Dado lo que es el mundo, puede cumplirse o no. De no, se retrocederá a la barbarie. De sí, se ignora si a corto o largo plazo. Sólo queda avanzar, o tratar de avanzar, así sea a pequeños pasos, si nada estalla antes. No aquí, en el orbe. Construir para las presidenciales de 2027 esa alternativa posible, a través de alguien que pueda representar el camino. Áterfer cuenta todo esto en párrafos, sin líneas de diálogo, por lo que nunca queda claro qué está en sus preguntas y qué, en la gestualidad de Cristina. Fue intencional, sin duda. ¿Tendrá un video escondido con la imagen y el audio? Es la pregunta que nos carcome. Quizá hayan concordado en algo, quizá en todo, quizá en nada. De lo que no hay «quizá» es del descascaramiento peronista, de su decadencia irrefrenable, por no decir de su demolición. Sólo la consigna de Evita posibilitará que perviva. Y volvemos a los apuntes de Áterfer, los finales, cuando nos propina su último golpe de efecto, al asegurarnos que él «jamás fue peronista, pero dentro de dos años, por qué no, tal vez lo sea», y suelta suposiciones improbables, frases deshilachadas, pronósticos bizarros, que Cristina debe ser revolucionaria y dejar de ser burguesa, camine con la tobillera electrónica por su departamento de San José al 1100 para estirar las piernas o se recuerde caminando por las calles con los tobillos libres y su cartera Louis Vuitton. No aguardar a que «los ricos la vuelvan a buscar». No pensar que «ya vamos a volver». Cris, ¿buscarte para qué? ¿Volver a qué, Cris? El único que le daba sentido a algún «volver» era Perón cuando amagaba hacerlo desde Puerta de Hierro, Madrid, España, y después habría que ver hacia dónde disparaba cuando estuviera en Argentina, Buenos Aires, Gaspar Campos. Porque buscar no es volver ni volver es buscar. Así, en abstracto. «volver» es Alberto Fernández con expresión feroz, de revolucionario inexorable, tocándole el hombro por detrás a Vicentín y, al tornarse éste, espetarle: «Vicen, mancha»», y «buscar» es terminar en una novela de Roa Bastos, pero pésima, «Yo, el Vocero», o sea, Marlon Adorni protagonizando «Ese tranvía llamado tuíter» y reposteado por el español Ténesi de la Huerta del Choto. Lo que nos extrañó, y mucho, fue eso de llamarle «Cris». ¿Qué expresa ese grado de confianza? ¿De dónde? ¿Pínzel Áterfer quién es? ¿Y qué piensa, usted, vecina de Constitución o el conurbano (en su parte paqueta), que, con tanta inseguridad suelta en la calle, encima tiene que convivir con «la chorra» y el fantasma de aquella otra a la que hasta las paredes le gritaban «¡Viva el cáncer!»? Un puente se tiende entre ambas, ¿similar al tendido entre aquel Perón en que creyó la Resistencia y luego la «juventud maravillosa» y resultó que no era ninguno de los dos, o quizá promisorio éste, el supuesto, entre aquella Evita y esta Cristina? Se verá porque, si un puente no se cruza, ¿para qué sirve? Imagínense, de una orilla el capitalismo, de la otra el socialismo y, en medio, el Puente del Mientras Tanto. Inaugúrenlo o dinamítenlo, de una vez, peronistas, porque hartan. El afiche que Pínzel Áterfer propone, en un tosco dibujo, tiene, de un lado, escrito en vertical, CAPITALISMO, y del otro, escrito igual, SOCIALISMO, mientras arriba, sobre una línea horizontal, figura ¿OCTUBRE? (mes de la votación) y abajo, en paralelo, 2027, en tanto, todo el rectángulo central, erguido, no acostado, está ocupado por la foto y una leyenda que la cruza: HELLER, LA TRANSICIÓN. Ínsito, el sueño de una segunda transición, en 2031, la de Cristina, más setentona ella y no con la cartera Louis Vuitton, sino con una como la que llevaba Norma Plá, calco de aquella otra que llevaba la chica de Los Toldos que quería ser actriz y fue, más que una actriz, la protagonista de la historia. Pe… pero tranquilos, «chicos», treintañeros, cuarentones, cincuentones, grandulones al pedo, manga de millonarios, terratenientes, chupasangres, usureros del mercado, bazofia menemista, inmundicia macrista, mierda libertara, no se alteren, fue un sueño. Sólo un sueño. Es nada más que un sueño. El que pidan, acaso, de regalo en sus cartitas a los Reyes Magos para esa noche mágica de 2027, los niños y las niñas que nacieron sin conocer el mundo que hubieran debido conocer. Esa noche «secreta en el porvenir», al decir de Borges, «una lúcida noche fundamental». Como el verso final en un poema de Mario Benedetti que cualquiera confundiría con Utopías, pero no es ése, es otro, el que concluye: «… y desde allí los años y quién sabe».
Viernes 26 de julio de 2025.
*El escritor en su torre de marfil.