En este artículo Sabrina Morán realiza un recorrido histórico por los derroteros de la república y la democracia en Argentina para arribar a una pregunta central en tiempos de la experiencia liberal-libertaria en el país: por qué el clamor por la libertad, que ha sido siempre el sentido de la política, pareciera minar hoy los cimientos de nuestra vida en común.
Por Sabrina Morán*
(para La Tecl@ Eñe)
La Argentina es un país, a priori, difícil de comprender, conocido en el mundo por su excepcionalidad política. Cuna de uno de los más célebres movimientos políticos de masas -el peronismo-, alberga hoy el primer experimento liberal-libertario de la historia mundial[1], seguido de cerca por la mirada expectante de todas las repúblicas democráticas occidentales ¿Por qué, a cuarenta años de vigencia del orden político democrático y republicano, la Argentina se encuentra hoy en esta situación de radical excepcionalidad? Podríamos decir sencillamente que no se trata de una excepción, sino más bien de la regla: que las democracias liberales están en crisis casi desde el mismo momento en que se consolidaron como la única forma política legítima posible en el mundo unipolar; que los límites entre el autoritarismo y la democracia se han franqueado en el mundo ya hace tiempo; y que las ruinas del neoliberalismo, como señala Wendy Brown[2], portan consigo un proceso de desdemocratización de nuestras sociedades que resignan la igualdad política al tiempo que blanden furiosamente la bandera de la libertad. Pero ¿qué libertad? La excepcionalidad de la experiencia argentina contemporánea quizás resida en este último elemento: en el vitoreo de una libertad que, tal como es enunciada por el presidente Javier Milei y sus seguidores, pretende desanclarse de toda inscripción social y/o política. Pero ¿es posible ser libre en soledad de un modo que no sea, en el mejor de los casos, eminentemente abstracto? ¿es posible sostener en vida a una república si no arraigan en ella las vidas de los ciudadanos que la componen? ¿puede, en definitiva, haber libertad sin igualdad y fraternidad?
La pandemia ha sido claramente un parteaguas y un factor de aceleración de la crisis de la república en Argentina en particular y, más en general, del desgaste de la legitimidad de las repúblicas democráticas occidentales. Fue en el contexto de aislamiento y distanciamiento social, especialmente prolongado en nuestro país, que comenzaron a alzarse las voces que, a partir del cuestionamiento del accionar gubernamental en ese contexto específico, profundizaron el debate, abierto ya durante los gobiernos kirchneristas, respecto de la pertinencia, la necesariedad y la legitimidad del Estado y sus históricos roles. La puesta en cuestión del papel del Estado y de la clase política tenía un potencial que no supimos ver en ese momento: portaba consigo la suma de un conjunto de descontentos con las promesas incumplidas de la democracia y la república plebeya en Argentina, que encontraron un punto límite en el “encierro” pandémico. Era el germen del crecimiento ruidoso y exponencial de un movimiento anarcocapitalistaque, ante la mirada azorada de muchos, llegaría al gobierno haciendo temblar las coordenadas mínimas del pacto democrático que este país supo darse tras la más terrible y sangrienta de sus dictaduras militares.
Todavía sin salir del estupor, este breve ensayo quisiera contribuir a la comprensión de este acontecimiento político inscribiéndolo en un proceso de más largo aliento. Proponemos, para ello, un pequeño viaje por los derroteros de la república y la democracia en Argentina, con la intención de aportar algunas claves para responder a la pregunta acerca de porqué hoy el grito que concluye cada alocución presidencial – ¡Viva la libertad, carajo! – expresa acaso la mayor crisis política, económica y social que haya atravesado nuestro país desde el retorno de la democracia. Nos preguntamos por qué el clamor por la libertad, que ha sido siempre el sentido de la política, pareciera minar hoy los cimientos de nuestra vida en común[3].
Los caminos de la república en la Argentina
La Argentina es un país que nació republicano y, a la vez, plebeyo. Es un país en el cual la república fue siempre un proyecto, el sueño eterno de las elites y, al mismo tiempo, la forma política que tomó, casi con naturalidad, el ordenamiento constitucional que supieron darnos nuestros juristas e intelectuales tras las gestas independistas. Las guerras por la independencia involucraron activamente a los escasos pobladores y pobladoras de nuestras tierras en el temprano siglo XIX. Por eso, la república ha sido en Argentina, también, inexorable y eminentemente democrática -aunque muchos hallen, en esa exacta convergencia entre república y democracia, las explicaciones de la imposibilidad de la primera-.
“Seamos libres, que lo demás no importa nada” es una célebre frase pronunciada por el prócer argentino José de San Martín durante las hazañas revolucionarias que condujeron a la ruptura del vínculo colonial entre España y las Provincias Unidas del Río de la Plata, y a la posterior fundación de la República Argentina en el siglo XIX. La libertad era en aquel entonces parte de la semántica conceptual de esa república que aparecía como proyecto y se vinculaba a las ideas de patria, nación, independencia, soberanía. Si en términos republicanos sólo es posible pensar un individuo libre en un Estado libre, la libertad era concebida en la república naciente primero como independencia, como soberanía política, como autodeterminación de los pueblos; y recién luego en su sentido moderno, como no interferencia. Recordemos, a partir de las célebre distinciones de Benjamin Constant e Isaiah Berlin[4], que si la libertad de los antiguos, homóloga —pero no equivalente— a la libertad positiva, reside en la participación de los ciudadanos en el ejercicio del poder y está vinculada histórica y teóricamente a la noción de autonomía, la libertad de los modernos, también entendida como negativa, comprende el espacio dejado por la restricción de la intervención del poder estatal para el movimiento individual y los goces privados.
Como señalara el historiador argentino Natalio Botana en su célebre La tradición republicana, “siempre la república ha sido un pasajero relevante en el viaje de las palabras que forman el lenguaje público de las sociedades”[5]. En el Río de la Plata dicho periplo fue vehiculizado, en buena medida, por las ideas de Alberdi y Sarmiento, quienes hicieron propio el desafío de interpretar y adaptar al escenario revolucionario local una tradición que, más allá o más acá de su herencia antigua, había despuntado de la mano de las grandes revoluciones que dieran luz a la contemporaneidad. Fueron ellos quienes escribieron la versión vernácula de un concepto político que articulaba en torno suyo el impacto de las declaraciones de derechos y la formación de estados territoriales cuyos gobiernos políticos fundaban su legitimidad en el gobierno representativo. Fue a ellos a quienes les tocó pensar cómo plasmar el ideario republicano en un texto constitucional y en un proyecto social que direccione la conformación de un Estado, pero también de una nación, en el Río de la Plata, de espaldas a la monarquía española y con los ojos puestos en las nacientes repúblicas francesa y norteamericana.
La concreción de esa forma republicana, y la veloz vinculación de la república y la democracia a partir de la pronta sanción del sufragio universal en 1821[6], hicieron de la democratización un horizonte que signaría tempranamente el desarrollo social e institucional de la república argentina de manera tan inacabada como ininterrumpida. Sin embargo, durante el periodo posrevolucionario de proyección del ordenamiento político estatal, la república y la democracia aparecieron como dos formas opuestas de implementar el principio de la soberanía popular. El republicanismo ha permanecido a partir de entonces como una clave de lectura de la realidad política de nuestro país vinculada, a grandes rasgos, a una forma particular de la institucionalidad democrática y al gobierno de la ley. La democracia, por su parte, tuvo un derrotero sinuoso. En el ideario de los políticos e intelectuales que pergeñaron los primeros rasgos del orden político y social de la Argentina, la república restringida —o “posible”— aparecía como la opción viable dada la falta de madurez de sus pobladores. La democracia plena podría instaurarse una vez que la virtud cívica se hubiera desarrollado y extendido por el territorio nacional, de la mano del desarrollo económico y productivo. No obstante, al calor del agravamiento de la denominada “cuestión social”, el Centenario de la revolución puso de manifiesto tanto la inminencia de la irrupción de la democracia de masas como el elitismo de las clases dirigentes argentinas que, reticentes a comprender y asimilar este proceso histórico, abrieron paso al primer populismo histórico nacional[7]. La clausura de esta experiencia con el primer golpe de Estado en 1930 dio inicio a un ciclo de intermitencia democrática y pretorianismo, cuyo fin llegaría ya cercano el fin de siglo, con la transición a la democracia iniciada en 1983.
Durante ese largo y poco democrático siglo XX, la república siguió siendo un proyecto en la Argentina: perdida en 1930 con aquel primer golpe, la ilusión no sólo de un Estado de derecho pleno y unas instituciones representativas robustas, sino también la de un pueblo a la altura de las circunstancias, siguió acompañando a quienes blandían la bandera republicana como si la misma no hubiera sido izada jamás aquí, en el fin del mundo. Para muchos otros, no obstante, el peronismo y sus banderas de justicia social, independencia económica y soberanía política había sido en los años cuarenta y cincuenta la experiencia política que había hecho posible la concreción histórica del encuentro entre republicanismo y democracia. Después del golpe de Estado de 1955, que acabara con aquella experiencia política al interrumpir el segundo mandato presidencial de Perón y proscribir no sólo al partido político, sino incluso el uso de su simbología y la mención del nombre del líder, la división del campo político argentino quedaría signado, acaso para siempre, por esas interpretaciones opuestas respecto del peronismo y su lugar en la historia de la república argentina.
Fue recién en la denominada transición democrática de los años ochenta, que clausuró en nuestro país el siglo de los golpes de Estado y la más atroz de las dictaduras cívico-militares argentinas, que el campo político alcanzó un acuerdo, aunque efímero, respecto de qué república democrática se quería para la Argentina. La república aparecía como sinónimo del Estado de derecho, de la estructura institucional que permitiría apuntalar el régimen político democrático. Al mismo tiempo, la democracia, gran protagonista de los debates políticos e intelectuales de la época, aparecía no sólo como el procedimiento electoral al que prontamente quedaría reducida, sino también como un horizonte de expectativas abierto. “Con la democracia se come, se educa, y se cura” dijo el entonces presidente Raúl Alfonsín en su primer discurso de apertura de sesiones del Congreso en marzo de 1984, y no estaba describiendo una dinámica sino afirmando una decisión, un posicionamiento político, la necesidad de darnos una democracia no sólo procedimental sino también sustantiva. Sin embargo, el proyecto republicano transicional mostraría rápidamente sus límites, en un país y una región signadas por la crisis de la deuda externa, en la que fue conocida como la “década perdida” en toda América Latina[8].
La democracia en su laberinto
El año pasado se celebraron cuarenta años de continuidad democrática en la Argentina que, sumado al contexto electoral, fueron ocasión de cierta rehabilitación del debate que protagonizara la transición democrática: aquel en torno a la teoría de la democracia y a su horizonte de expectativas. Si, como señala Cecilia Lesgart, la democracia se presentó inicialmente en la transición como una democracia sin adjetivos, como una democracia universal, con el correr del tiempo (y no demasiado) se reveló representativa y liberal[9]. Era una democracia representativa y liberal, republicana, la que el gobierno del radical Raúl Alfonsín proponía construir, y no era poca cosa: tras años de pretorianismo y de menoscabo de las garantías constitucionales, la democracia aparecía como sinónimo del orden constitucional, del Estado de derecho, de las libertades individuales largamente suspendidas durante la última dictadura militar, pero no solo.
La democracia aparecía casi como el sinónimo de esa república verdadera que los argentinos tanto habían anhelado, y libertad era el concepto, el ideal que articulaba el horizonte de expectativas e intelección de esa democracia en construcción. Esta proponía fundarse sobre unas bases nuevas, que retomando los valores de la república perdida en 1930 (tras el primer golpe de Estado) diera lugar a una nueva cultura política democrática en la que el autoritarismo y sus actores quedaran por fuera (las Fuerzas Armadas, las corporaciones, pero también, el peronismo). La libertad era un elemento central para esa refundación, entendida tanto en términos de participación en el espacio público como de protección respecto de un Estado que había ejercido sistemáticamente el terrorismo durante la dictadura militar. La libertad se posicionaba, así, frente o contra el Estado con relativa desconfianza, pero sus adalides comprendían bien (no como los de ahora) que la libertad ciudadana se fortalece si se fortalece el Estado de derecho, y no al revés.
En su libro Democracia: las ideas de una época, Eduardo Rinesi[10] recorre las distintas etapas de la democracia Argentina a lo largo de estos cuarenta años: una democracia que aparece como utopía en la década de los ochenta, como rutina en los noventa (supeditada al discurso económico y economicista del gobierno neoliberal de Carlos Saúl Menem), y como espasmo en el estallido del 2001, cuando los movimientos sociales se posicionaron como los grandes protagonistas de la etapa democrática que se abría con el siglo XXI. Una democracia que se nos presentó, finalmente, como un proceso de democratización, en esos primeros quince años de este siglo en los que nuestra democracia se sustantivizó y profundizó de la mano de los movimientos sociales y los movimientos de derechos humanos. Pero también de los sindicatos y las pequeñas y medianas industrias, y de un gobierno que, inscripto en el giro a la izquierda de los gobiernos latinoamericanos en la llamada “ola rosa” del siglo XXI, llevó adelante la institucionalización de un amplio conjunto de derechos individuales y colectivos que se vieron plasmados legislativamente, no sin suscitar resquemores y resistencias. Sobre dichas resistencias se apuntaló el entramado de una oposición política al kirchnerismo que retomó las banderas del republicanismo primero, y las de la libertad después, para afirmar la necesidad de un cambio en la Argentina, poniendo en cuestión la legitimidad de esos gobiernos y la identidad política que fortalecían y reivindicaban -el peronismo-. Acaso la antinomia republicanismo vs. populismo sea aquella que sintetice mejor la disputa por la puesta en sentido de aquella época, signada por una renovada politización y polarización política.
Con los claroscuros que tuvo este periodo y sus herencias, los años del kirchnerismo fueron los años en que se rehabilitó en la Argentina el debate en torno al republicanismo. En un contexto que dio lugar a la reemergencia del histórico republicanismo liberal elitista, se alzaron a la vez un conjunto de voces que identificaron en la experiencia kirchnerista un republicanismo popular. Desde este punto de vista, durante ese período fue posible pensar una democracia en cuyo horizonte se ubicara una libertad no sólo liberal, sino también republicana, y junto a ella, los conceptos de igualdad y justicia social. Como afirma de manera contundente Mercedes Barros[11], es desde entonces que la lucha contra la impunidad de los crímenes de la última dictadura militar y la lucha por la justicia social marchan necesariamente de la mano. Y esa actualización, esa profundización del pacto democrático fundado en 1983 es uno de los principales, sino el gran legado de los gobiernos kirchneristas, que el gobierno liberal libertario recientemente constituido, cuestiona abiertamente. No sólo cuando el presidente Javier Milei afirma que es un topo que viene a destruir al Estado desde adentro, sino también cuando los diputados de su bloque legislativo visitan en la cárcel a genocidas condenados por perpetrar crímenes de lesa humanidad, llamándolos “presos políticos”.
Sin embargo, esta rehabilitación de la denominada “teoría de los dos demonios” y el discurso negacionista respecto de los crímenes de lesa humanidad perpetrados durante la última dictadura militar no es nuevo, sino que empezó hace tiempo. A pesar del amplio horizonte de expectativas que trajo consigo desde la transición, la democracia que supimos construir se reveló, más temprano que tarde, desdemocratizable. La autonomía de la política, tan ponderada teóricamente, mostró sus límites como elemento transformador de la realidad. Al calor de la batalla cultural se reabrió la discusión, nunca realmente cerrada, en torno al proyecto republicano y democrático para la Argentina. Sobre el diagnóstico contrapuesto respecto de qué se entiende por república y por democracia se desarrolló una creciente y profunda polarización política entre dos modelos de país, uno aglutinado en torno al peronismo y otro en torno al antiperonismo (luego significado también como kirchnerismo y antikirchnerismo), que aunque en principio parecían apoyarse sobre un consenso común respecto de la necesidad de apuntalar la democracia y dejar atrás el autoritarismo, parecieran a la vez tener su condición de posibilidad en la eliminación del otro. Ante esta encerrona ya histórica de la política nacional, sintetizada en la oposición entre republicanismo y populismo, emergió en la pospandemia una alternativa que ponía en valor la tercera de las tradiciones que converge, junto al republicanismo y la tradición democrática, en toda democracia política: el liberalismo.
Durante la pandemia del Covid-19, el concepto de libertad recobró su histórica centralidad en el debate público a raíz de las restricciones impuestas a la movilidad espacial como medida de prevención y contención del contagio del virus. La libertad aparecía, por un lado, como la posibilidad de quedarse en casa y cuidar de los seres queridos. Pero también se reivindicó el derecho ilimitado a circular, comerciar y ocupar el espacio público. Varias movilizaciones se desplegaron contra el aislamiento y el distanciamiento social decretados por el gobierno argentino. Se utilizaron los términos “infectadura” y «comunismo» para advertir la amenaza que suponía la concentración de poder en la autoridad estatal, se denunció la ilegitimidad del conocimiento científico como fundamento de la toma de decisiones de política pública, y se instigó la desobediencia civil desde los partidos políticos de la oposición, denunciando que la democracia estaba bajo amenaza en la Argentina.
Este trastocamiento general de los sentidos de nuestros conceptos políticos y sus usos, que culmina en la llegada de la alianza electoral La Libertad Avanza al gobierno nacional, enciende las alarmas: ¿se ha convertido la libertad en patrimonio de la derecha radicalizada también en Argentina?
Los herederos de Alberdi
La libertad es el concepto, la consigna, el grito, que da sentido a la política, al menos, desde la Modernidad. Atraviesa como un hilo rojo toda la tradición republicana, funge de horizonte de legitimidad de las democracias contemporáneas y es, claro, también el fundamento de todos los liberalismos. Nadie ignora que esta reivindicación ha entrado históricamente en tensión con el otro de los pilares legitimantes de las democracias contemporáneas (que no son otra cosa que el resultado de la convergencia de las tres tradiciones antes mencionadas: liberalismo, republicanismo y democracia): la igualdad. Si Alexis de Tocqueville advertía que, ante el avance inexorable de la democracia como forma social, era necesario preservar y fomentar la libertad para resguardarse de los efectos despóticos de la igualdad, para Arendt el ejercicio de la libertad en la participación política produce una igualdad inexistente por fuera del espacio político público. Ambos ubican allí una tensión, pero también una relación, no de necesidad, sino complementaria: para que pueda haber libertad es necesaria cierta igualdad de condiciones. Al mismo tiempo, un impulso igualitarista desenfrenado puede poner a la libertad bajo amenaza.
Ahora bien ¿Cómo se presenta esta tensión en la democracia argentina? En su beligerante retórica el presidente Javier Milei ubica en los inicios del siglo XX, específicamente, en el primer gobierno democrático de masas electo por sufragio universal masculino, secreto y obligatorio en 1916, el inicio de la debacle de la Argentina. A partir de este diagnóstico decadentista propone volver al siglo XIX y recuperar el ideario del republicanismo liberal, especialmente al constitucionalista Juan Bautista Alberdi, a partir de una reinterpretación de sus ideas que es, por lo menos, heterodoxa. Sin embargo, no es tanto el liberalismo político alberdiano lo que interesa al líder libertario y sus acólitos, sino su liberalismo económico. En efecto, la preocupación tocquevilliana por la libertad política que guiara a Alberdi en sus derroteros juveniles, fue reemplazada hacia el final de su vida por la libertad económica, que sería garantizada (al menos hasta alcanzar la república verdadera) por una ingeniería institucional mucho más autoritaria que liberal en el plano político[12].
Milei vitorea a la libertad y advierte acerca de los peligros del igualitarismo implícito en el valor de la justicia social (al que denomina el mayor flagelo de la Argentina, una “aberración empobrecedora”) y la amenaza del “comunismo” que profesarían los adalides del intervencionismo estatal. Lo hace, sin embargo, en un siglo XXI donde el avance inexorable de la igualdad de condiciones ha demostrado no sólo tener límites, sino también una profunda reversibilidad. La pregunta es si, al contrario de lo que afirma el presidente argentino, no es precisamente ese retroceso de la igualdad lo que pone en riesgo la libertad, y con ella, a la república, en la Argentina contemporánea.
En nuestras sociedades, la igualdad no es un torbellino inexorable, ni la libertad se encuentra amenazada por sus avances. No fue el desborde igualitario de las masas el que debilitó la democracia y puso en entredicho la libertad, sino la concentración cada vez más grande de poder en pocas manos. Sin embargo, en la medida en que la libertad que se reivindica es una libertad eminentemente individual, se entronizan el mérito y el ingenio, y la desigualdad aparece como la norma y hasta se vuelve deseable. Como afirma Cecilia Abdo Ferez: “la libertad contemporánea sostiene la desigualdad, la desea, la produce y la consume”[13]. Esta libertad viene siendo, además, patrimonializada por las derechas: aunque todas las revoluciones hayan sido hechas en nombre de la libertad (en tanto es, como decimos, el sentido de la política), hace ya unas cuántas décadas que las izquierdas han abandonado, o no han sabido, dar la lucha por la libertad y su sentido. Apenas algunas voces se alzan tímidamente para decir que libertad sin igualdad no es otra cosa que dominación. Para advertir que al no ponerse el problema de la igualdad el libertarianismo del siglo XXI renuncia, de algún modo, a su vinculación histórica pero férrea con la democracia. Para señalar que esa libertad que se viva, que se vitorea, es en el mejor de los casos abstracta, es concretamente una libertad económica, de los modernos, capacitista, espuriamente meritocrática. Una libertad desprovista de sus ropajes democráticos, liberales y republicanos.
¿Qué nos dice sobre el presente, argentino en particular y occidental en general, la reivindicación de una libertad que reniega tanto del Estado, su histórico garante, como de su inscripción social? El fracaso de las promesas de la democracia liberal, agravado por los profundos trastocamientos del lazo social que trajo consigo la pandemia del covid-19, han abierto las puertas a un experimento sociopolítico que, paradójicamente y no tanto, tiene por fin la destrucción de aquello que hay entre los individuos, para conducir el individualismo al paroxismo. En Argentina hoy se clama la libertad en nombre de otra revolución, no republicana, ni fraterna ni igualitaria: una que viene a disolver el tejido social, a sustraer la politicidad de los vínculos humanos, a vaciar al Estado de sus funciones naturales -la protección y la pacificación-, eliminar la intervención social, refrenar los impulsos igualadores.
El clamor por la libertad y su triunfo electoral nos han conducido, estrepitosamente, a un agravamiento sin precedentes de la crisis social, económica y política en la Argentina. Y es que el libertarianismo del gobierno actual no sólo nos aleja día a día de la república con la que soñaran nuestras elites en la hora revolucionaria. A paso firme, despoja a la democracia que supimos construir en estos cuarenta años de sus cimientos liberales, democráticos y republicanos, destruyendo con ello las condiciones de posibilidad de la libertad en nombre de la cual se gobierna. Aunque no podemos terminar de entender, por todo eso, cuál es esa libertad (la de los libertarios), sí sabemos que no se puede ser libres en la afirmación de un individualismo radical, sino que el ejercicio de nuestra libertad individual, como lo afirmaran en el siglo XIX los liberales postrevolucioanarios desde Constant a Tocqueville, requiere de un ejercicio análogo de nuestra libertad política. Al principio y al final, es en las prácticas ciudadanas, en el compromiso con lo común, donde se afirma la singularidad de cada persona.
Cuando el libertador José de San Martín afirmó que seamos libres, y que nada más importaba, no nos estaba diciendo que abrazáramos una libertad privada y hedonista como si no hubiera mañana, sino lo contrario. Nos decía que teníamos por delante la construcción de una república en el fin del mundo, de un Estado soberano donde ser libres, con otros y entre otros. Sólo si concebimos de manera situada a nuestra libertad, en la intersección entre lo público y lo privado, entre el individuo y el ciudadano, entre la igualdad y la fraternidad. Sólo si la concebimos situada sobre nuestra memoria histórica: la de la revolución, la del republicanismo liberal, la del peronismo, la de las víctimas de la dictadura. Sólo así puede afirmarse una libertad que habite y refuerce nuestra república democrática y liberal. De otro modo, no nos enfrentaremos ya al avance inexorable de la igualdad democrática que atemorizara a los liberales decimonónicos, sino al progreso de una desigualdad social sin precedentes que, al volver absolutamente abstracta la libertad que se proclama, volverá prácticamente imposible cualquier imaginario común.
Referencias:
[1] Abdo Ferez, Cecilia (2024). Bajo liberalismo en sangre. Disponible en: https://www.revistaanfibia.com/bajo-liberalismo-en-sangre/
[2] Brown, Wendy (2020). En las ruinas del neoliberalismo. Buenos Aires: Tinta Limón.
[3] Arendt se pregunta en ¿Qué es la política? si la política tiene todavía algún sentido, en un contexto en que la amenaza del armamento nuclear, sumada al auge de lo social impide su aparición en el mundo contemporáneo. Y se responde, de manera contundente: “A la pregunta por el sentido de la política hay una respuesta tan sencilla y tan concluyente en sí misma, que se diría que otras respuestas están totalmente de más. La respuesta es: el sentido de la política es la libertad”. Arendt, Hannah (2009), ¿Qué es la política? Barcelona: Paidós, p. 61.
[4] Constant, Benjamin [1819] (2010). De la liberté des anciens comparée a celle des modernes. Paris : Éds. Mille et une Nuits ; Berlin, Isaiah (1993). Cuatro ensayos sobre la libertad. Madrid: Alianza.
[5] Botana, Natalio (2013). La tradición republicana. Buenos Aires: Edhasa, p. 13.
[6] El mismo sería, sin embargo, efectivamente implementado a partir de la sanción de la ley Sáenz Peña en 1912, que estableció el voto masculino secreto, y obligatorio.
[7] El gobierno del líder radical Hipólito Yrigoyen (1916-1922; 1928-1930).
[8] Svampa, Maristella (2005). La sociedad excluyente. La Argentina bajo el signo del neoliberalismo. Buenos Aires: Taurus.
[9] Lesgart, Cecilia (2023). Argentina 1983/1985. Expectativas del momento inaugural. Revista voces en el Fénix, https://vocesenelfenix.economicas.uba.ar/numero-91/
[10] Rinesi, Eduardo (2023). Democracia, las ideas de una época. Buenos Aires: Editorial del Congreso de la nación.
[11] Barros, Mercedes (2023). Derechos humanos y política a cuarenta años de la vuelta de la democracia. Revista voces en el Fénix, https://vocesenelfenix.economicas.uba.ar/numero-91/
[12] Morán, Sabrina y Wieczorek, Tomás (2020). La démocratie en Amérique Hispanique. Alberdi, lecteur de Tocqueville. Presentado en el Coloquio La république universelle. Les chémins aporétiques de la liberté. París.
[13] Abdo Ferez, Cecilia (2021). La libertad. Los polvorines: Ed. UNGS, p. 63.
Buenos Aires, 19 de septiembre de 2024.
*Doctora en Ciencias Sociales por la UBA, Magíster en Ciencia Política de IDAES/UNSAM y Licenciada en Ciencia Política de la UBA.