En esta nueva crónica de POSTALES DEL DERRUMBE, Flavio Crescenzi nos relata el encuentro que tuvo con un singular y poderoso personaje, quien, inesperadamente, lo llevó a reflexionar sobre el pasado, el presente y el futuro de nuestro bendito país.
Por Flavio Crescenzi*
(para La Tecl@ Eñe)
De no haber sido por el sigiloso arte de la navegación de vela y por la bulliciosa monstruosidad de un bombardeo a Buenos Aires, dudo de que me hubiera puesto a escribir esto que escribo. Los hechos que suscitan una crónica suelen imponerse por su propio peso, por la inmediatez o persistencia de su tema (máxime en estos tiempos de derrumbe); sin embargo, lo que a continuación relataré parecería ser más una cruel epifanía o, peor aún, una lisa y llana broma del destino.
Mi encuentro y posterior entrevista con Julián Álvarez tuvo lugar en El Tigre, en la amena, aunque movediza, cabina de un velero de 25 metros de eslora. Como el lector habrá adivinado, Julián Álvarez no se llama Julián Álvarez, y si decidí ocultar su verdadera identidad (que, por cierto, también está vinculada al nombre de una calle), fue por razones que, conjeturo, se desprenden de los acontecimientos que aquí mismo refiero.
Julián Álvarez es un distinguido y acaudalado empresario. A pesar de sus 85 años, sigue manejando sus negocios con la astucia y la intuición de un lobo de Wall Street, aunque últimamente ha aprendido a delegar ciertas tareas. Si bien su figura se asocia al sector inmobiliario, es socio mayoritario en negocios relacionados con las comunicaciones, la medicina prepaga, la gastronomía y las finanzas. Su lema es «donde veas una canasta, pon un huevo». Ahora quiere incursionar en el rubro editorial, más por hobby que por necesidad o estrategia. Alguien le habló de mis servicios, así que me convocó para que lo ayudara a encauzar su «tan ansiado proyecto».
Mientras esperábamos que su asistente nos sirviera un refrigerio, Álvarez me puso al tanto del perfil que quería darle a su futuro sello editorial. Imaginaba una colección de clásicos argentinos del siglo XIX (mencionó a Mansilla, Cambaceres y Martel), una colección de novelistas de la primera mitad del siglo XX (aludió a Gálvez y Mallea), una colección de libros de viajes y, por último, una de temas relacionados con la náutica, para la que él mismo estaba dispuesto a aportar algo de su propia cosecha. Yo tomaba nota de cuanto me parecía pertinente, intercalando algún comentario de color, pretendidamente erudito, como para suavizar el bochorno que comenzaba a embargarme.
Cuando llegó el refrigerio, me vi obligado a guardar los papeles, libros y cuadernos que había apoyado sobre la mesa, artículos que llevo siempre en mi bolso de trabajo y que, por alguna razón, había desplegado caóticamente entre mi interlocutor y yo, como simulando una trinchera. A Álvarez le llamó la atención uno de los libros, una novela de Daniel Barroso que por esos días yo estaba releyendo con la intención de escribir una reseña. «¿Aullando entre relámpagos? Eso me suena a tango, querido amigo», me dijo con súbito fulgor.
Sonreía, y sus ojos celestes abandonaron por un rato la opacidad blanda de los años, volvieron a ser ascuas nutridas y rebosantes de entusiasmo. De pronto, como si lo hubiera poseído el mismísimo espíritu de Mario Pomar, entonó con prestancia arrabalera los siguientes versos de Discépolo: «¡Aullando entre relámpagos, / perdido en la tormenta / de mi noche interminable, ¡Dios!, / busco tu nombre!». Luego me miró, complacido, como buscando aprobación. Improvisé una mueca laudatoria a modo de respuesta, ignoro si con éxito.
«¿Le gusta el tango, joven?», me preguntó Álvarez, ya un poco más compuesto. Le respondí con franqueza, aunque procurando no herir ninguna susceptibilidad. Acto seguido, le expliqué que el libro era en realidad una novela, cuyo tema central era el bombardeo a la plaza de Mayo, en 1955, el año en que derrocaron a Perón. No conforme con haberle brindado esa información sin que él me la pidiera, elogié los logros técnicos de la obra; su lírica factura; el hecho no casual de que Leopoldo Marechal oficiara de figura tutelar del narrador, de manera que lo ayudara a este, ya como personaje, a conjurar la memoria poética e histórica que se requiere para llevar a cabo semejante acto de justicia y reivindicación. Noté que Álvarez palidecía a medida que yo progresaba en mi discurso. Entendí que debía detenerme, y así lo hice. Con todo, me fue imposible guardar silencio por más de unos segundos. «¿Se encuentra bien?», le pregunté, dispuesto a asumir las consecuencias.
Álvarez parecía estar abstraído en oscuros pensamientos. Miraba la nada, se mordía los labios siguiendo el ritmo de su acelerado pulso cardíaco, guardaba un silencio incomodísimo. Hasta que decidió romperlo con una voz más pausada y engolada que la que hasta entonces le había oído: «Tanto mi abuelo como mi padre eran radicales. Mi abuelo militó en la línea conservadora de Alvear, y papá, en la de Yrigoyen. Para mi abuelo, aquello era tan escandaloso como si su hijo se hubiera declarado anarquista. Con los años, mi abuelo se volvió conservador a secas, y mi padre, una especie de liberal sin partido».
Lo observé con fijeza, aceptando mi neutral papel de escucha, y, con un ligero gesto de mi mano, lo insté a seguir. «El primer Gobierno de Perón, según mi abuelo, fue vulgar y tumultuoso. Siempre había manifestaciones ruidosas que marchaban hacia la plaza de Mayo, y el general daba sus discursos desde la Casa de Gobierno con Evita a su lado. Todo el mundo hablaba de Perón. Perón era el tema obligado, sobre todo en boca de los antiperonistas», continuó Álvarez.
Para abrir el diálogo, le pregunté qué le había dicho su abuelo (o su padre) de la segunda presidencia, la inconclusa. El empresario asintió con la cabeza y explicó: «Se decía que Perón aflojaba las riendas del poder y perdía convicción, y que era otro hombre desde la muerte de Eva. La muerte de Eva (y no solo su muerte, sino también su previa enfermedad y su dramática renuncia desde un palco en la avenida 9 de Julio) había sido un acontecimiento de tal magnitud que todo el mundo cargó con la tristeza. Hasta los antiperonistas tenían caras de deudos». Sonreí. Él no pudo, pero sí pudo añadir: «El derrocamiento era inminente. Los signos dramáticos parecían estar por todas partes. Perón declaró su enemistad a la Iglesia, que era todo lo que la Iglesia esperaba que hiciera, y entonces fueron quemados algunos templos, y surgieron rumores golpistas y escandalosas denuncias sobre la vida privada que llevaba Perón, en medio de orgías donde había de todo, desde boxeadores hasta colegialas de quince años, más o menos, como lo que pasó con Alberto, salvando las distancias, claro».
«Las insalvables distancias», me escuché decir, aunque Álvarez daba la impresión de no haberme escuchado decir nada. Con la cabeza gacha, casi contrito, él esperaba que la heredada memoria de su abuelo (o de su padre) arrojara algún dato más a la superficie de nuestra cordial conversación. De pronto, levantó la cara y me preguntó a quemarropa si yo era peronista. Le respondí con franqueza, aunque procurando no herir ninguna susceptibilidad. «¡Anarquista! ¡Quién hubiera dicho!», exclamó Álvarez, con renovado y excesivo entusiasmo. Le aclaré, sin embargo, que yo era un anarquista sui generis, de esos que leen estéticamente a Koprotkin y políticamente a Góngora. Festejó mi boutade y agregó: «Pero nunca anarcocapitalista, ¿verdad?». Le repliqué que me percibía muy pobre para pretender algo semejante. Álvarez rio con complicidad. «En cualquier caso, me queda claro que usted no es de derecha», dedujo.
Confirmé sus sospechas moviendo una de mis cejas, no sin plantearme antes la posibilidad de que estas «revelaciones ideológicas» pudieran llegar a convertirse en un obstáculo para el negocio que teníamos en ciernes. Álvarez despejó todas mis dudas (incluso buena parte de mis prejuicios de clase) con su siguiente intervención: «No se preocupe, joven. Yo tampoco me considero de derecha. Al menos, no del tipo del que hoy está arruinando nuestro querido país».
Lo que siguió fue un largo monólogo, en el que no faltaron loas al concepto de burguesía nacional y llamamientos a industrializar la Argentina. Álvarez confió toda su vida en la agenda del desarrollo y, en consecuencia, votó a Massa en el último balotaje. Quizá, para reivindicar la memoria de su padre, se acercó en su momento a la renovada y «concertada» versión de FORJA (aquella que creó y entiendo que aún lidera Gustavo López), pero, por lo visto, se trató solo de unos aislados escarceos. Lo suyo —lo de Álvarez, quiero decir— era la acción, y, como empresario, la única acción válida era apostar por la industria local, en cualquiera de sus formas y a pesar de cualquier impedimento.
Una corriente de inopinada simpatía terminó por estrechar mi vínculo con este burgués con cargo de conciencia. Intenté visualizar cómo sería el mundo con empresarios como el que tenía frente a mí, y lo que vino a mi mente no me disgustó (al menos, en algún sentido, sería un poco más llevadero). Mi formación marxista, no obstante, me impide aceptar con buenos ojos el mito de la reconciliación de clases, tan caro al peronismo y a otros movimientos populares de la región; aun así, ese mito me resulta menos desdeñable que el de un perro muerto llamado Conan cumpliendo las funciones de asesor presidencial.
Antes de irme, le pregunté a Álvarez si quería que le prestara el libro de Barroso. «Por qué no, joven. Después de todo, a mí me encanta el tango», respondió el susodicho, palmeándome el hombro con campechana bonhomía. Y sí, quizá, el tango nos explique; quizá, el tango rubrique lo que somos.
Buenos Aires, 10 de noviembre de 2024.
*Escritor, docente, asesor lingüístico y literario
1 Comment
Muy bueno. Parece un cuento de Walsh o de Piglia. Y, sí, tango es lo que somos.