En esta entrega con la que finaliza la serie POSTALES DEL DERRUMBE, Flavio Crescenzi nos propone desempolvar el concepto de oclocracia para explicar el motivo por el cual el Gobierno de Milei sigue teniendo tanto apoyo, incluso a pesar de escándalos como la criptoestafa o la represión a jubilados.
Por Flavio Crescenzi*
(para La Tecl@ Eñe)
Parece que fue ayer cuando el affaire $LIBRA le estalló en la cara al presidente. Sí, parece que fue ayer, pero sucedió hace poco más de veinte días. Desde entonces, no han pasado grandes cosas (al menos, no en lo tocante a esta cuestión); de hecho, las últimas encuestas confirman algo que ya se sospechaba: la imagen positiva de Milei no se vio afectada demasiado. Así es, mientras que en otros países por incidentes menores se llega a destituir a un mandatario, aquí todo sigue igual, danzando al ritmo de la más cómplice de las inercias, confirmando que aún somos los campeones del mundo en aquello de mirar para otro lado.
La oposición quiso aprovechar el momento, la indignación potenciada por el vendaval de la noticia, pero no pudo ni siquiera conseguir los votos suficientes para que se conformara una comisión investigadora en el Senado, y parece que tampoco los conseguirá en Diputados. Poco a poco, a pesar de las numerosas denuncias judiciales, y de un inocuo y tardío allanamiento, el fervor se fue apagando, se fue convirtiendo apenas en una candileja mortecina, y ahora el león sigue rugiendo, libre (como no podía ser de otra manera), en su impertinente jungla de tuits y aduladores.
Pero admitamos que la culpa no la tiene el león, sino el que le da de comer. Y en esto, el 55,65 % de los argentinos es responsable. Es este un porcentaje de ciudadanos que descubrió en Milei la posibilidad de dar un gran salto al vacío; la posibilidad de decirle «basta» a una partidocracia engañosa, que, no conforme con mentirles, los obligaba a comportarse con un «insoportable decoro democrático», casi siempre a cambio de nada; la posibilidad de ser ellos mismos, sin pesadas imposiciones morales, sin fingimientos, entregados plenamente a su naturaleza cainita. Estos ciudadanos vieron en Milei a uno de ellos, a un sujeto con sus mismas frustraciones, sus mismos prejuicios, su misma falta de empatía, y por eso lo votaron. ¿Cómo no iban a hacer la vista gorda ante la tan promocionada criptoestafa si, para ellos, Milei es tan incuestionable como el espejo en que se miran? No es mi intención demonizar a ese particular sector de la sociedad, tampoco lo es justificarlo, solo pretendo valerme de ciertas evidencias sociológicas para traer a la discusión un concepto que, por lo visto, ya todos hemos olvidado. Me refiero al antiguo concepto de oclocracia.
Fue Polibio quien, con ánimos de enmienda, acuñó el término allá por el año 200 a. C. Su propósito era bastante razonable: reemplazar el concepto de demagogia como forma impura de Gobierno por uno más preciso y, por lo tanto, más duradero. Para él, la democracia no podría degenerar en demagogia, como sostenía Aristóteles, sino en oclocracia, que significa algo así como ‘poder de la turba’. La oclocracia sería, a grandes rasgos, una democracia sin leyes que la cohesionen, es decir, sin deberes, sin garantías, sin derechos; apenas si articulada por la no siempre apreciable voluntad de las mayorías; en definitiva, una democracia más próxima al linchamiento que a la búsqueda del bien común. Rousseau retomaría el término, aunque con matices. Ya en el siglo XX, con la alborada de los Gobiernos populares y de la cultura de masas (cómplice circunstancial del fenómeno que aquí comento), la palabra oclocracia fue desterrada del léxico habitual de la política, entre otras cosas, por considerarla peyorativa y elitista. Si la formulo aquí, aclaro, es en su más profundo sentido etimológico.
El votante de Milei (no solo el perteneciente al núcleo duro, ideologizado en cierta forma, sino también el testimonial o contingente) se comporta en mayor o menor medida como turba, una turba que ha llevado la exacerbación de sus pasiones al ámbito de lo público y que, por motivos que se desprenden de esto mismo, no tolera que nadie les ponga coto a sus deseos. La oclocracia, que es la que le da a esta turba el poder electoral, es un terreno fértil para que prosperen los fascismos, y en eso estamos. Vivimos en una distopía en la que el tribalismo identitario es impulsado y redirigido por líderes que replican amplificadamente el desquiciado discurso de unos cuantos (que, por desgracia, suelen ser muchos). En efecto, hoy somos testigos de un evento paradójico, un evento en el cual vemos, desde la ilusoria comodidad de nuestras casas, cómo la democracia representativa muere por exceso de representatividad.
La casi nula reacción de la opinión pública respecto de la represión a jubilados en la plaza del Congreso sería otro triste ejemplo del fenómeno al que aludo. Solo se manifestaron en contra del exaltado operativo que llevó adelante la ministra Bullrich los mismos de siempre, es decir, los que se esperaba que lo hicieran, pero el votante medio de Milei no elevó mayores críticas, incluso se animó a justificar el desequilibrado accionar de las fuerzas represivas con argumentos tan irracionales como los que llevaron a Milei al sitial en donde actualmente se encuentra.
Sí, Milei es el rostro en el que se reconoció el enano «oclócrata» que nuestra sociedad llevaba oculto en sus entrañas y, al mismo tiempo, una explicación del porqué de esa tradición antidemocrática que empezó con varios golpes de Estado y que ahora termina con la destrucción de un Estado que nunca pudo recuperarse de los golpes recibidos.
«Es justo que la extrañe. Porque siempre nos quisimos así: ella pidiendo más de mí, yo de ella, dolidos ambos del dolor que el uno al otro hacía, y fuertes del amor que nos tenemos», escribía Gelman, desde el exilio, masticando recuerdos de la patria añorada. Qué triste es sentir lo que él sentía, residiendo, como resido todavía, en la Ciudad de Buenos Aires; qué triste es cualquier exilio, incluso aquellos exilios interiores promovidos por la certeza del derrumbe, exilios en los cuales la tortura radica en ver lo que los demás prefieren ignorar (con los ojos bien vendados, pero sin el menor apetito de justicia).
Un aire oscuro y fratricida se cuela por la ventanita del baño que casi da al ambiente en donde ahora tecleo estos párrafos inútiles. La cerraré. Ya se ocupará el tiempo de abrir otras.
Buenos Aires, 29 de marzo de 2025.
*Escritor, docente, asesor lingüístico y literario