El trabajo infantil y la crisis climática son dos caras de una misma injusticia estructural. En el Día Mundial contra el Trabajo Infantil, urge pensar una salida común: ética, solidaria y basada en la justicia social y ambiental.
Por Claudio Altamirano*
(para La Tecl@ Eñe)
Donde hay ternura, hay patria. Y donde hay patria, no hay lugar para el descarte.
Cada 12 de junio, el Día Mundial contra el Trabajo Infantil nos convoca a mirar de frente una herida abierta que atraviesa nuestras sociedades: millones de niñas y niños condenados a sobrevivir en condiciones de explotación, cuando deberían estar jugando, aprendiendo y creciendo en libertad. Pero este año, más que nunca, esa mirada exige una perspectiva más amplia. Porque la infancia trabajadora y la crisis climática no son fenómenos separados: son rostros de una misma injusticia estructural que margina, contamina y descarta.
Infancias saqueadas y tierras heridas.
El trabajo infantil y la devastación ambiental son consecuencias directas de un modelo económico que prioriza la rentabilidad sobre la vida. Un modelo extractivista, mercantilizador y profundamente desigual, que depreda territorios y expulsa comunidades; que contamina ríos, desmonta bosques y deja a su paso hambre, enfermedades y futuro hipotecado. Las infancias más pobres —rurales, indígenas, migrantes, populares— son siempre las primeras víctimas de este orden injusto.
Cuando una sequía arrasa una región o una inundación destruye cosechas, las familias más vulnerables se quedan sin sustento. Y es en ese contexto, de desesperación y ausencia estatal, donde crece el trabajo infantil. No por elección, sino por imposición. No por cultura, sino por necesidad. Así, el niño que hoy trabaja en un basural o en una plantación de tabaco, está pagando con su cuerpo y su niñez el costo de una crisis que él no provocó, pero que lo marca de por vida.
En un país donde niñas y niños trabajan, comen salteado o duermen en la calle, lo que está en juego no es solo su presente, sino el horizonte moral de toda la sociedad. Más del 60% vive hoy en situación de pobreza, y una parte creciente sufre privaciones extremas. Sobrevivir no puede ser el destino de la infancia. Lo que se les niega —cuidado, educación, juego, ternura— es también lo que mañana faltará en el alma colectiva. No hay futuro posible si la infancia no es hoy el centro de nuestra responsabilidad.
Negacionismo y abandono: una política del descarte.
En lugar de respuestas, proliferan los silencios. Y peor aún: se instala el negacionismo. Gobiernos que niegan el cambio climático, que desfinancian programas de protección a la infancia, que desoyen las alertas científicas y sociales. Este desmantelamiento deliberado de políticas públicas no solo vulnera derechos; condena a generaciones enteras a un presente de exclusión y a un futuro inhabitable.
El Estado que se retira, que deja hacer al mercado, que abandona su rol de garante de derechos, es cómplice de cada niño esclavizado en un taller clandestino, de cada adolescente intoxicado por agrotóxicos, de cada comunidad desplazada por el avance del monocultivo o la minería. Porque no se trata de “fallas” del sistema. Se trata de un sistema que falla por diseño: un sistema que naturaliza el descarte.
Nombrar para transformar: ternura, comunidad y dignida.
Frente a esta realidad brutal, el primer acto de resistencia es nombrar. Decir: esto es explotación. Esto es injusticia. Esto no puede seguir ocurriendo. La palabra es el primer paso para la acción. Pero no alcanza con denunciar. Hay que construir otra narrativa: una que abrace la vida, que cuide a la infancia, que defienda el planeta.
En cada comedor comunitario, en cada escuela que sostiene a pesar del ajuste, en cada ronda de madres que protege y organiza, hay una respuesta ética y política. Una ternura activa, rebelde, que se niega a aceptar que un chico deba elegir entre comer y estudiar. Esa ternura —lejos de ser ingenua— es profundamente transformadora. Porque cuando se articula con la organización popular, con la lucha por políticas públicas, con la exigencia de justicia social y ambiental, se vuelve potencia colectiva.
Compromisos que deben cumplirse
Argentina ha suscripto compromisos internacionales como el Convenio 182 de la OIT sobre las peores formas de trabajo infantil y la Convención sobre los Derechos del Niño. Pero las leyes sin presupuesto, sin control, sin voluntad política, se vuelven papel mojado. Lo que necesitamos es una política de Estado integral: que prevenga, proteja y repare. Que garantice acceso universal a la educación, salud, alimentación, agua segura, vivienda digna y un ambiente sano.
La justicia social no puede pensarse sin justicia ambiental. Y viceversa. Porque no habrá niñez libre mientras haya territorios devastados. Y no habrá desarrollo sostenible mientras millones de chicos y chicas vean su infancia arrebatada por la miseria y la indiferencia.
Buenos Aires, 12 de junio de 2025.
*Educador, escritor y documentalista argentino.