De Frondizi a Zelmar Acevedo Díaz.
Por Noé Jitrik*
(para La Tecl@ Eñe)
El día 23 de febrero de 1958 hubo elecciones en la Argentina; el fervor era de doble índole: por un lado un calor inaguantable, por el otro un entusiasmo desbordante, habíamos ganado en todo el país, la fórmulas Frondizi-Gómez se imponía y era como un fruto para un trabajo en el cual yo había tenido alguna participación. Crecían mis esperanzas en un porvenir político para mí, informuladas e informulables, se me abría un camino apasionante y en ello yo había tenido algo que ver. El lunes 24, a la mañana, sonó el teléfono, fue el primer llamado: el ya Presidente me llamaba y me decía, tajante, que tenía que ir al hotel donde estaba provisoriamente alojado para considerar lo que se venía. Nada más natural, yo formaba parte de un equipo que había compartido planes y acciones y, supongo que lo pensaba, debía ser parte de la nueva etapa. El Presidente nos dijo, estaba también Aldo Ferrer, que el Gobierno le había ofrecido o prestado un piso de oficinas en un imponente edificio que estaba en la Diagonal Sur y que yo podía instalarme en una para ocuparme de asuntos gremiales, había huelgas por todas partes. Yo tenía 30 años, ninguna disciplina en particular sobre cuestiones gremiales, de modo que si me encargaba tan delicada tarea debía ser por otras razones, tal vez mi manera de hablar, tal vez no sé por qué pero ahí fui y si no me engaño tuve éxito, creo que simplemente escuchaba, invitaba a que las partes dialogaran, tal vez prometía, ya no sé muy bien qué, la improvisación a veces resulta. El hecho es que empezaron a visitarme personajes y personajones, recuerdo al propio Timoteo Vandor, a Jorge Cooke, hermano de ya se sabe quién, a presidentes de bancos extranjeros, a gremialistas de variado pelaje y a muchos amigos. Quiero evocar a uno en particular, Wilfredo Rossi. Ex dirigente de La Fraternidad, de origen comunista, estuvo preso durante una histórica huelga y de ahí salió peronista pero no perdió el humor ni el buen sentido. Nos hicimos amigos y un día vino a verme a esa oficina en la que yo actuaba como el Rey Salomón, entre los que pedían y los que no querían dar, que para eso son las huelgas. Echó una mirada sobre mi mesa y se topó con un libro que me estaba esperando. Era los ”Cuatro cuartetos, de Eliot. “¿Vos estás leyendo eso?” me interrogó. “Olvidáte de hacer política con ese tipo de lectura”. Creo que tuvo razón: a los pocos días el Presidente me enfrentó con un sujeto que me presionaba porque yo estaba solucionando un conflicto sin apelar a la caballería ni recitar los poemas del celebrado inglés. Ese tipo pasó a ser el nuevo Jefe de Policía y yo a contemplar la vasta llanura. A él se lo recuerda porque tiene nombre de una calle donde florecen los boliches y a mí, bastante más que a él, porque borroneo estas incertidumbres.
Desde que los afortunados poseedores de miles de vacas, y de las tierras que las albergaban en las vastas pampas argentinas, advirtieron que podían enriquecerse con esa fertilidad, ir a Europa se convirtió en una especie de misión, equivalente a La Meca para los musulmanes. Seguramente muchos ignoraron ese rito, los millones que no pueden pagarse un pasaje en barco o en avión, ni hoteles, ni entradas a los magníficos espectáculos y restaurantes que ofrece, tentadoramente –para eso van los que pueden-, París y otras preciosas ciudades no sólo de Francia. Varias veces hice ese viaje sacramental pero no por las mismas razones. Uno de ellos, a iniciativa de mi buen amigo Alain Sicard, un encanto cuando está sobrio, insoportable cuando bebe, al contrario de ese personaje de Chaplin, generosísimo cuando bebía, cruelísmo cuando estaba sobrio.
Fue en la ciudad de Poitiers, en el norte de Francia. Una vez ahí nos llevaron a una isla cercana, Aix, donde había estado Napoleón, no sé si exiliado. De vacaciones seguramente no. Pero para llegar a Aix había que tomar una lancha o barco o no se si no había un largo puente desde la ciudad de Rochefort, una belleza de arquitectura, admirable, qué bien se debía vivir ahí. Dos cosas me quedaron en la memoria: una especie de gran galpón en el que había funcionado una procesadora de bacalao y quizás también de arenques y sardinas: había dejado de funcionar desde hacía décadas pero el olor a pescado que había quedado se olía desde la cercanía, inolvidable, no se podía dejar de recordar la imagen de la Emulsión de Scott, un hombre que carga un enorme pescado del que seguramente se sacará un aceite muy difícil de tragar. La segunda tiene otro carácter: desde el puerto salían los barcos que hacían el circuito de la esclavitud. Salían llenos de mercancías hacia las costas de África, las vendían en factorías africanas y los cargaban de africanos de todo tipo y etnia para depositarlos en los mercados de esclavos del Caribe donde eran vendidos a los cultivadores de tabaco, caña de azúcar y otras yerbas; vacíos de negros, cuyo futuro era ominoso, cargaban los barcos de esos productos que llegaban limpitos al puerto de donde habían salido. Feliz circuito que enriqueció a los burgueses que financian esos “tours” perfectos, de la incipiente industria a la próspera que se iniciaba con lo que traían los barcos. Eso es muy sabido y no tengo ninguna novedad que contar, salvo el hecho de que esos ricos reservaban parte de sus ganancias en hermosear sus casa, construir palacios e iglesias, creer esa belleza que tanto se puede admirar. Creo que, después de la admiración que provocan esas bellezas urbanas, se escucha un coro terrible, un susurro, un prolongado lamento, las voces lastimeras de cientos y miles de esclavos que permitieron concebir y realizar todo eso que pagamos para ir a ver, fieles de otros tiempos, que no son, del todo, los nuestros.
La Facultad de Filosofía y Letras de la U.B.A tiene edificio nuevo y propio, construido para ese fin, después de décadas de ir de un lado a otro, como huérfano que no encuentra su lugar en el mundo, en este caso en la Universidad. Yo la conocí en 1947 en la calle Viamonte, hoy anexado lo que queda de ella al rectorado; era un edificio digno, frente al convento de las Catalinas, estar junto al rectorado tenía un significado. Daba la impresión de que su sobriedad, y hasta solemnidad, respondían a la idea de que las humanidades estaban en el lugar que correspondía y, por eso, no se la tocaba. En la década del 60 se determinó que había que sacarla de ahí y depositarla en otro sitio; el elegido fue una antigua escuela religiosa de la calle Independencia que si algo tenía era el tumulto propio de esos años pero nada propio y peculiar. Después de los ataques a la Universidad de 1966, quizás porque ese tumulto era considerado por la dictadura semillero de subversión, se produjo otro desplazamiento: a lo que quedaba en pie del antiquísimo Hospital de Clínicas desde el cual se veía, melancólicamente, tres imponencias, la Facultad de Medicina, el nuevo hospital, pomposamente denominado “General San Martín” y la Facultad de Ciencias Económicas. No consigo comprender cómo podía funcionar una Facultad en esa tapera pero se hacía lo que se podía hasta que otra “sabia” medida, esta vez del gobierno de Isabel Perón, metió a la policía como controladora de las identidades y el pensamiento de quienes insistían en estudiar filosofía, letras y otras humanidades. El evidente contraste tenía otra estridente manifestación: la “Ciudad Universitaria” que pensada, seguramente, a la manera de las que existen en el mundo, sólo albergó, con todos los atuendo necesarios, a Ciencias Exactas y a Arquitectura y, entre tanto, Filosofía y Letras sin poder hacer cesar el peregrinaje: al final de la otra dictadura, la sangrienta, la depositaron en lo que quedaba de un edificio que quedaba de las antiguas instalaciones de Medicina: había que ser un gimnasta para competir con los ascensores, no era un sitio en el cual se podría reflexionar y ni siquiera conversar. Por fin, una antigua tabacalera, Nobleza Picardo, que había dejado sus instalaciones tal vez porque el mundo empezaba a fumar un poco menos, permitió huir de la calle Marcelo T. de Alvear y depositarse en la calle Puán, irrumpiendo con soberbia en la calma del armónico y perfumado barrio de Flores. Numerosos arreglos y ampliaciones constituyen la valerosa gesta de la Facultad pero no podría decirse de ellos que se haya logrado la entidad que tienen otras escuelas, ni comparar, hasta que aprovechando un espacio anexo se ha logrado, por fin, un edificio que respira de otro modo. Es como si, por fin, se le reconociera a lo que la justifica su dignidad, eso que perdió cuando Viamonte ya no pudo más.
Hace unas pocas semanas murió Zelmar Acevedo Díaz, notable escritor, de quien en vida no se habló como debía haberse hecho si la lectura literaria fuera otra cosa que lo que es. Además, fue un excelente amigo y un ser consagrado: la literatura y la escritura eran su alimento y lo que le podía ofrecer a la vida. En el momento de su muerte escribí algunas pocas líneas: ahora reproduzco lo que escribió otro amigo, Federico Novak. Homenaje, con lo que eso significa de irremediable.
UN NO PARA TODO LO DE MÁS
Hoy desperté pensando en un NO del tamaño de la puerta, creo que hasta lo vi escrito en la puerta. La necedad es un cuchillo que se afila con cualquier piedra. Pensaba en un NO, decía que NO, pero no lo decía, lo pensaba. Los NO son más nítidos cuando se piensan que cuando se dicen. Decir que NO es salvarse de la negación, la posibilidad de sacarla de uno por un rato, en cambio pensar que NO es mucho más flagelante. NO se podía haber muerto Zelmar pensé y lo vi escrito en una puerta, ocupando, la ene arriba y la o abajo (manera extraña de ver un NO escrito), toda la puerta del dormitorio. También estaba escrito en la puerta del baño. Cuando uno piensa que NO, que algo no debe o no va a pasar, es que ya pasó. Esa es una de las características naturales del necio. El cuchillo de la necedad no sirve para matar ni para matarse; aunque se afila con cualquier piedra y aunque corte mejor que ninguno, es un cuchillo que no se usa nunca. Tenemos tanto aprecio por el filo que hemos logrado en él que tratamos de no usarlo casi. Sabemos que corta una barbaridad, pero yace tan perplejo en el fondo de un cajón que lo sabemos inofensivo en términos de sangre, por lo menos de la sangre que podría hacer brotar de un cuerpo. En cambio, para adentro del cuerpo es capaz de hacer un desastre. Yo quería hablar de Zelmar, de su obra, de su prosa afilada y noble, se sus múltiples miradas quirúrgicas, de su quirófano, de su manera de contar excepcional, afilable con cualquier piedra, del acero blando que le permitió experimentar todos los ángulos de filo, del cajón en que guardaba su cuchillo hasta que no se pudo más. Quería hablar de cuando salió a vender sus cortes de prosa, sus cuentos, en los trenes metropolitanos. El cuchillo siempre en el cajón. De cuando una vez me dijo que había vendido unos ochenta mil cuentos, recortes de sus múltiples mundos afilados, quería hablar de eso, pero me desperté pensando en la necedad, en mis noes, en mi NO para su muerte que ya sucedió, pero también en todos sus noes y en el filoso camino que eligió para que su vida fuera escribir y nada más, un NO para el resto de las cosas.
Buenos Aires, 25 de diciembre de 2021.
*Crítico literario, ensayista, poeta y narrador.