La obra del intelectual e historiador francés Emmanuel Todd, autor del libro “La derrota de Occidente”, dedica capítulos a Rusia, China, Estados Unidos y a la debilitada Unión Europea. Su lupa no se detiene en la Argentina, pero sus reflexiones son útiles para revisitar el presente y el pasado reciente del país que ganó el Mundial de 2022 de fútbol de la FIFA y, al año siguiente, el de la inflación.
Por Martín Piqué*
(para La Tecl@ Eñe)
Sucedió cuatro días después de la asunción de Javier Milei. El presidente de la Federación Rusa, Vladimir Putin, recibió una pregunta sobre la Argentina a 13.400 kilómetros de Buenos Aires. Estaba en una de sus ruedas de prensa multitudinarias, donde dialoga con periodistas locales y de otras partes del mundo. Allí le preguntaron por una propuesta que suena exótica en todas las latitudes: eliminar la moneda propia para adoptar el dólar como divisa de curso oficial.
“Todo el mundo conoce la idea del recién elegido presidente de Argentina, de pasar al dólar a nivel interno”, fue lo primero que respondió. Y enseguida advirtió que tal propuesta implicaba “una pérdida significativa de soberanía”.
La respuesta dedicada a la Argentina no duró más de dos minutos en el marco de una conferencia que se extendió alrededor de cuatro horas. El encuentro con la prensa, realizado en el auditorio Gostiny Dvor de Moscú, se intercaló con respuestas a consultas telefónicas de la ciudadanía. En Rusia este intercambio se conoce como “Línea directa”. Se estrenó en 2001 y con los años se convirtió en formato tradicional de la comunicación putinista. Una marca registrada.
En los dos minutos que le dedicó a Argentina, Putin desplegó la prudencia habitual de un presidente que se refiere a cuestiones internas de otro Estado. Habló, de todos modos, de las consecuencias que tendría para un país abandonar cualquier tipo de política monetaria. O sea, quedarse sin moneda.
Dijo que una nación sin moneda propia se vería obligada, inexorablemente, a “reducir los gastos presupuestarios en el ámbito social”. “Recortes severos en salarios, pensiones, prestaciones, gastos médicos, carreteras, esto y aquello, seguridad interna”, enumeró (la escena, con subtítulos en español, aún puede verse en el canal Russia Today).
Con esa advertencia, el mandatario ruso describió cómo debería ajustarse un pueblo si adoptara la moneda de otra nación. Una nación que, muy probablemente, tendrá una economía mucho más desarrollada y de mayor productividad.
Aquella rueda de prensa se desarrolló el 14 de diciembre de 2023. (Esta semana, Putin volvió a realizar su conferencia anual con los periodistas: fue el jueves 19 de diciembre de 2024, siempre cerca de Navidad y del año nuevo.)
Vista desde la Argentina, la presentación de 2023 tuvo un instante revelador. Mucho más si se la repasa desde este presente. Sin proponérselo, Putin expuso el trance de un país que –tras doce años de kirchnerismo, cuatro de macrismo y la experiencia reciente del Frente de Todos– eligió ser gobernado por los ultraliberales.
Fue una suerte de iluminación. Si se exagera, una suerte de epifanía. Y lo desató un simple movimiento en el rostro del líder ruso. Un mohín histriónico más propio de un actor italiano, a lo Vittorio Gassman o Marcello Mastroianni, que de un eslavo hermético y con experiencia en temas de inteligencia.
Mientras hablaba de la remota nación del sur, Putin bajó el mentón hasta rozar el pecho: al mismo tiempo cerraba los ojos y emitía un chasquido con la boca. El sonido fue amplificado por el micrófono inalámbrico que llevaba en la solapa del traje.
Con ese gesto fugaz, Putin buscó llamar la atención sobre un dato económico: el índice de inflación anual con el que la Argentina transitaba el –fatídico– 2023. “Argentina tiene una inflación, creo, en torno al 143%”, fue su frase textual.
Así dimensionó el brote inflacionario del país de Messi; lo expuso frente un auditorio global. Pero en la Argentina los precios seguían creciendo. Y el índice oficial de 2023 terminó en 211,4% tras el impacto de la devaluación inicial de Milei. Fue la inflación más alta del mundo.
Una economía sana
Putin es una figura disruptiva, temida y hasta odiada por buena parte de las elites gobernantes de Occidente. Ese antagonismo escaló tras la anexión de Crimea y la guerra con Ucrania, un conflicto que -se sabe- involucra de lleno a la OTAN. Medios periodísticos de Europa lo suelen asociar con el término “autócrata”. Líder y símbolo del partido Rusia Unida, restauró el poder de su país tras la caótica década de gobierno de Boris Yeltsin (1991-1999). Antes de llegar a la cima, Putin formó parte del segundo mandato de Yeltsin. Ocupó distintos cargos hasta que fue designado primer ministro.
Un intelectual francés, el historiador y demógrafo Emmanuel Todd, escribió uno de los libros del 2024. Se llama “La derrota de Occidente” (en español lo publicó Akal) y analiza la puja por la hegemonía planetaria desde la economía política, la antropología y la sociología de la religión.
Todd plantea que Occidente encarna un modelo en el que las corporaciones trasnacionales controlan a los Estados. Habla de “posdemocracia” y de “naciones inertes”. Además, le escribe un epitafio a la democracia liberal. Por otro lado, sostiene que la República Popular China y la Federación Rusa representan la antítesis: Estados soberanos en los que la política conduce a la economía.
Pero el libro de Todd va mucho más allá. Sus postulados suenan audaces y transgresores, sobre todo por tratarse de un europeo occidental. Y, también, son particularmente inquietantes cuando se los aplica al análisis de la Argentina, a su historia reciente y su actualidad.
Todd dedica un largo capítulo al período que Putin lleva al mando de Rusia (desde 2000 al presente, aunque entre 2008 y 2012 fue primer ministro y la presidencia la ocupó Dmitri Medvédev). El francés define el último cuarto de siglo del país más extenso del mundo como un tiempo de “estabilización”. Una etapa de reconstrucción de la soberanía nacional tras la descomposición acelerada de Yeltsin.
Al repasar la primera etapa de Putin en el poder, Todd destaca una serie de indicadores poco conocidos, al menos en América latina: la mortalidad infantil cayó desde 19 por mil en el año 2000 a 4,4 por mil veinte años después; la tasa de mortalidad por alcoholismo (todo un tema para los mayores bebedores de vodka del mundo) disminuyó de 25,6 a 8,4 cada 100 mil habitantes).
También se redujeron la tasa de homicidios y la tasa de suicidios. Dice el autor que Putin priorizó y logró reducir el desempleo, cuidó también “la paz social”.
“La derrota de Occidente”, cuando se focaliza en la economía, hace pensar en aquel gesto de Putin en la rueda de prensa de hace un año. Que fue (qué duda cabe) una forma de llamar la atención sobre el récord inflacionario de Argentina.
En su capítulo sobre Rusia, Todd recuerda sobre todo que el titular del Kremlin se preocupó siempre por mantener contenidos los “objetivos de inflación”. Se trataba de una prioridad absoluta para la gobernabilidad. Lo sigue siendo.
El historiador francés, también sociólogo y politólogo, señala que una de las claves del proyecto de Rusia Unida fue asumir que en las dos principales ciudades del país –Moscú y San Petersburgo– quieren vivir en una economía de mercado. No sólo ellos, pero sobre todo ellos.
Los moscovitas y los residentes de San Petersburgo aspiran a niveles de consumo y estabilidad similares a los de las capitales europeas. Las elites de ambas ciudades, acota Todd, encarnan así un potencial “factor de desestabilización”.
En la Rusia postsoviética, la conducción del Estado asimiló rápidamente esa cuestión. Por eso, Putin hizo converger la ampliación de la soberanía y del poder estatal (“las empresas estratégicas, como Gazprom, tienen que estar en manos del Estado”) con medidas ortodoxas de orientación fiscalista.
Por esta mixtura, Todd describe a la política económica de Putin como “estatista” y “liberal” al mismo tiempo. “Nacionalista” pero en simultáneo “flexible”. Se podría decir que el putinismo no implica un proteccionismo a ultranza, sino “parcial”.
En su primera etapa, Putin hasta sacrificó algunas actividades de la industria, como los rubros aeronáutico y automotriz, recuerda el historiador en su libro.
Lecciones del Este
Los análisis de Todd no se limitan a la economía. También pone el foco sobre los valores tradicionales de la familia campesina rusa, que considera basados en los principios de “autoridad” e “igualdad”. Para el francés, la reconstitución de la ex URSS le debe su parte a que Rusia evitó el predominio del “individualismo exacerbado” que reina en Occidente.
“Los gobiernos son más eficaces donde predominan formas familiares ampliadas, comunitarias, sin predominio de ese individualismo exacerbado”, define en ese sentido.
Tal hipótesis lo lleva a concluir que la mayoría de las naciones de Occidente están viviendo una declinación. Y advierte que esa decadencia puede ser absoluta cuando se produce “una crisis de creencia”.
“Una nación es un pueblo con conciencia a través de una creencia colectiva y una elite que lo gobierna de acuerdo con esa creencia. Si esa creencia desaparece, no desaparece el pueblo. Sólo desaparece su capacidad de acción”, sostiene. Y añade: “Es la diferencia entre una nación activa y una nación inerte”.
El planteo sobre la decadencia de Occidente se alimenta de una serie de observaciones de la realidad. La primera es que en los países anglosajones está en marcha un declive del protestantismo como “creencia colectiva rectora”. Ya no encarna una identidad organizadora (con sus valores de exigencia educativa, culto al esfuerzo, moralidad y sentido de la responsabilidad).
Existe, allí, “un vacío religioso”.
La segunda: con la deslocalización de las fábricas y el traslado del trabajo industrial a los países asiáticos, “se incrementa la importancia política de la clase media”. Son sectores más asociados a la prestación de servicios o a actividades individuales ligadas al uso de la tecnología.
Pensar que los actores sociales más dinámicos pasan a ser los sectores medios y ya no la franja asalariada industrial implica, como mínimo, un desafío para la acción política.
Todd desliza estas y otras definiciones, también tajantes. En primer lugar, sostiene que la globalización fracasó en darle bienestar a los pueblos: “No ha resultado otra cosa que no sea una neocolonización del mundo por parte de Occidente”, denuncia.
Además, ironiza sobre la vergonzante actitud de seguidismo que atribuye a las elites europeas. Dice que los gobernantes de la Unión Europea adoptaron en los últimos años “una sumisión de tipo latinoamericano” (sic) al vincularse con Estados Unidos.
Entonces menciona la pérdida del suministro de energía barata que Alemania solía recibir de Rusia: lo considera un caso extremo en el descuido de los intereses nacionales.
En la misma línea, observa que entre “las clases altas del resto del mundo” se percibe “un miedo sin precedentes a Estados Unidos”. Y a ese fenómeno lo describe, por su magnitud, como una novedad.
El francés también cuestiona a los gobernantes de países que no son plenamente independientes. Aquellos que son objeto de las estrategias de otros. El estilete va para quienes gobiernan y para quienes supieron hacerlo. “Los dirigentes de los países periféricos tienen incapacidad para gestionar el poder”, reprocha.
En cuanto a la puja entre EE. UU. y el llamado Sur Global, Todd hace un análisis que encaja con el pasado reciente de América latina: “En la medida en que el sistema estadounidense se contrae en todo el mundo, tendrá un peso cada vez mayor en sus protectorados originales, que son sus bases últimas de poder”.
La obra de Todd dedica capítulos a Rusia, China, Estados Unidos y a la debilitada Unión Europea. Su lupa no se detiene en la Argentina, pero sus reflexiones –inquietantes– calzan perfecto para revisitar el presente y el pasado reciente del país que ganó el Mundial de 2022 de fútbol de la FIFA y, al año siguiente, el de la inflación.
Una pregunta final, a modo de remate: ¿la Argentina es, hoy, una Nación?
Buenos Aires, 21 de diciembre de 2024.
*Periodista.