Notas porteñas sobre Lenin y Trotsky. Los dragones de Marx, de Alejandro Horowicz.
Diego Sztulwark realiza una lectura de Lenin y Trotsky. Los dragones de Marx, último libro de Alejandro Horowicz.
Por Diego Sztulwark*
(para La Tecl@ Eñe)
“Solo los tontos creen en las palabras”, Lenin
Pocas veces es tan útil un libro de historia como cuando la historia que nos cuenta descubre dimensiones censuradas del presente. De hecho, un libro así no hace más que revelar cómo funciona la censura de todo presente. Y cómo aprender a burlarla. Provocando pluralidad, heterogeneidad. Para eso sirve la enemistad. Para romper el monopolio de la lengua. Esta historia se abre a la posibilidad subversiva. Y se declara subversiva, en primer lugar, respecto del modo en que pensamos cuando nos sometemos a la tiranía narrativa del presente. Pero para que una historia surta ese efecto antiautoritario no debe estar tejida de palabras que son solo palabras. El tejido mismo tiene que descubrir o despertar en las palabras esa materialidad implicada que el presente aborrece. Esta es, creo, la exigencia -o la pregunta- de este libro: ¿cómo y cuándo son capaces de hablar en serio?
La historia en cuestión se refiere, está claro en el título del libro, a los célebres Lenin y Trotsky, los “dragones de Marx”. El aspecto biográfico está presente, pero como derivado del vértigo del proceso histórico. Las vidas brotan y se tornan inteligibles a la luz del fragor de la revolución. En ese sentido la historia que aquí se cuenta surge de poner un zoom sobre ciertos capítulos de un libro anterior de Horowicz: El huracán rojo. De hecho, el enfoque se mantiene: la revolución es el modelo de la política. Su impasse conlleva descomposición histórica. El siglo XX ruso es, en ese sentido, la clave del siglo en un sentido universal. Y las biografías de los personajes centrales de octubre del 17 poseen ese alance. Por eso la biografía es presentada en función de encadenamientos precisos. Solo un ejemplo: Lenin moribundo no fue acompañado por Trotsky en su intento de desbancar a Stalin de la secretaría general de PCUS. La consecuencia de esa abstención retorna luego como incapacidad del propio Trotsky de derrotar a la troika de la vieja guardia bolchevique que termina por arrojarlo al exilio. En esas condiciones, y por la vía de los juicios de Moscú, Stalin puede deshacerse -por medios criminales- de la aquella vieja guardia (tarea que culmina con el asesinato del Trotsky exiliado en México en 1940). Se comprende entonces que hay una continuidad entre los episodios. Y que hay un proceso que explica la consolidación en el poder soviético de una casta burocrática que hace de su propia reproducción la premisa central de toda política. Se comprende también que esa burocracia haya rehuido apoyar procesos revolucionarios dentro y fuera de Europa, y que se haya comprometido en la represión de toda tentativa de autonomía proletaria aplastando toda rebelión en el este europeo. Solo con el apoyo de Trotsky Lenin -especula Horowicz- habría podido (¿quizás?) combatir con éxito esta tendencia. La burocracia stalinista se mostró luego notoriamente incapaz de sostener la ecuación impuesta por la guerra fría según la cual vencía quien era capaz resolver al mismo tiempo la alimentación de su población y la carrera armamentística. Pero como el norte de su conducta fue siempre su propia sobrevivencia, no tuvo reparos -llegado el momento- en metamorfosearse en esa burguesía mafiosa que sostiene el actual gobierno de Vladimir Putin.
Discutir octubre es discutir, al menos, el siglo XX. Cosa que sólo es posible hacer ahora que el estalinismo no obstaculiza la revisión de aquel pasado. Hay una entera historia de la izquierda revolucionaria entrampada allí. Discusiones nunca del todo recobradas, en las que un puñado de nombres -Lenin, Trotsky y Stalin, pero también Plejánov o Mártov- ayudan a recomponer el desplazamiento del vórtice que en períodos sucesivos sacudió con golpe emancipador toda una época. Una pregunta -quizás obvia- se me fue formando mientras leía el libro: ¿qué busca, exactamente, Horowicz en esta inmersión del gran debate Lenin-Trotsky? Una primera respuesta pude ser esta: el leninismo fue un modo de mapear problemas, y de buscar en la lucha de clases la fuerza para resolverlos. El mapa de Lenin es tan ajustado, que ilumina la hipótesis socialista europea al menos hasta el final la guerra civil europea en 1939. La derrota simultánea de la izquierda alemana y española cierra el período de la revolución continental. Una evidencia: Horowicz no busca en el pasado una hipótesis agotada, sino un modo de producción política.
***
Comencemos por el principio. No se accede a ese modo de producción sin determinar la originalidad del leninismo. Pero dar con esa originalidad no es tarea fácil. Supone atravesar obstáculos considerables: Stalin ha falsificado la historia. Trotsky, que fue el principal antagonista -y víctima- de esa falsificación, había ingresado tardíamente en el bolchevismo y este es su flanco débil en su lucha contra Stalin. Su relato sobre el apego a Lenin en 1917 está determinado por la comprensible necesidad de una defensa. Pero es defensa no siempre proporciona las claves del leninismo. A Lenin le pasó lo peor que le puede pasar a un escritor: el endiosamiento -y su correlato, la demonización-, lo privaron de lecturas productivas y/o críticas. Y aquí -al considerarlo un escritor- nos topamos con un segundo obstáculo para llegar a él. ¿Se puede hacer de Lenin -un político, un hombre de poder- un escritor? La respuesta de Horowicz es afirmativa. Pues la escritura es para Ilich una práctica esencial, constitutiva de la política. No hay liderazgo revolucionario sin textos. Porque los textos registran los términos del pensamiento. Sirven para enfocar la política en la revolución en Rusia. Por medio de la escritura el pensamiento se introduce en las implicancias del problema. Busca tornarse vinculante. Y revolucionar es para Uliánov plantear la revolución como la solución más adecuada a los más urgente de los problemas. De allí que hacer política sea para él estudiar. Conocer los diversos aspectos de cada cuestión:y no se puede hablar en serio si no se lee con seriedad (lo otro queda en el terreno de la subjetividad indignada). El modo de producción política de Lenin supone un continuo proceso de distinción, de evaluación de las diferentes variantes de soluciones para cada problema. En suma: no hay política sin una rigurosa implicación entre estudio y organización. Si la cuestión es la Revolución Rusa, entonces se trata de establecer su naturaleza, y la articulación precisa de tareas que tal revolución demanda. Si Lenin fue el jefe indiscutido de los bolcheviques lo fue precisamente por ser un pensador radical de estas relaciones de implicación. Cada hecho histórico -la guerra, los soviets, la revolución de febrero, la paz con Alemania- posee implicancias conceptuales. Y cada hallazgo conceptual -la determinación según la cual el proletariado revolucionario debía hacerse cargo de las tareas democrático-burguesas, la creación de un partido centralizado de militantes profesionales para sobrevivir a la represión zarista; el soviet como cristalización de la alianza entre obreros, soldados y campesinos o la conversión de la guerra imperialista en guerra civil revolucionaria- explica y permite trazar mapas exhaustivos.
***
Tomar en cuenta las implicancias es hablar en serio. Lenin y sus compañeros no se preocupan por la democracia, el partido o la guerra en abstracto. No piensan en general, sino en la Revolución Rusa. Piensan en interioridad. Sus conceptos valen como nombres situados para resolver cuestiones inminentes. Y una de estas cuestiones es la del papel de la organización ilegal en la lucha democrática. La necesidad, defendida por Lenin, de contar con un aparato clandestino como parte misma de la lucha contra el zarismo. La revolución rusa no es la socialdemocracia alemana (modelo sobre el cual trabaja la II Internacional). Las condiciones son muy distintas. Ni la autocracia ni la tradición revolucionaria previa autorizan la creencia alemana en la estrategia de la cantidad. Nada más lejos de Lenin que confiar en la ecuación progresista según la cual el desarrollo de las fuerzas productivas conlleva una multiplicación de obreros que a su turno se traducirán en una mayoría de votos capaces de volcar más o menos legalmente el número en nuevo orden político. En Rusia, donde la enorme mayoría de la población es campesina, el Zar no convoca a elecciones. Y la tradición de lucha contra el zarismo, sobre todo la los populistas rusos, gira en torno a la lucha armada y el atentado terrorista. Es la voluntad heroica la que viabiliza la impugnación del orden. Es este cruce ruso entre marxismo y voluntarismo el punto de partida de Lenin. Ni socialdemócrata al estilo alemán, al estilo Kautsky (seguido por el marxista ruso Plejánov), ni populista ruso al estilo de Alexandr Uiánov, Sasha, su hermano (asesinado en 1887 tras haber intentado liquidar al Zar). Pero a la vez, y como contracara de lo anterior, si Lenin se alejaba del populismo en la medida en que era un marxista confiado en las masas obreras, lo hacía de un modo singular, conservando la marca de la voluntad de lucha, la mirada amplia sobre el valor del modo en que luchas todas clases -no solo el proletariado- y considerando la impotencia de la lucha ilegal procedente de los narodniki. En Lenin la lucha democrática y el aparato ilegal se encuentran igualmente implicados en su concepción del partido. Sin organización clandestina la lucha política es mera -tonta- confianza en las palabras. Sin lucha democrática de masas y prensa legal el aparato se reduce a grupo ilegal sin potencia política. Decir que Lenin es un pensador de las implicancias supone decir que en él hay una intensa preocupación por las condiciones en las que se pone en juego una cierta relación de correspondencia entre signos y potencias, palabras y cuerpos, consignas y fuerzas: una cuestión de por sí sofisticada. Pues supone que para Illich tal vínculo entre las palabras y las cosas no es de ningún modo un hecho natural y espontáneo. Y que toda política se decide -y esta es precisamente la definición de leninismo como postulación de la actualidad de la revolución de la que habla Lukács- en una cierta capacidad de intervenir sobre estas las líneas de implicancia. Decir que Lenin fue un escritor original es decir de él que se lanzó más que ningún otro escritor de su tiempo a captar, ampliar y a recorrer una comprensión consciente de un potencial histórico en curso. Hablar en serio es, pues, poner en juego una voluntad política y de escritura que orienta conceptualizando.
Por supuesto, no son los textos los que resuelven la revolución. Y si lo son -de nuevo- lo son sólo en la medida en que en ellos se dan vínculos particularmente estrechos con el mundo de las prácticas no textuales que deciden el curso de los acontecimientos. Los debates que preceden, deciden y prosiguen a la Revolución de Octubre son protagonizados por oradores y conspiradores que se lucen en los congresos o en los tribunales, en la Duma o en los Soviets, son grandes organizadores de huelgas, propagandistas y organizadores clandestinos. Son también los líderes de fracciones, los expropiadores, y los estoicos prisioneros del Zar. Entre ellos actuaban los editores de periódicos y de publicistas, los traductores de lo que se discute en la II internacional y los redactores de cartas que nutrían el intercambio entre el movimiento ruso y su conducción en el exilio. (De estos escritores sí que no podemos decir lo que decimos justificadoramente de nosotros mismos: si tuviéramos algo mejor que hacer no estaríamos escribiendo).
La Revolución de Octubre supone toneladas de cartas, documentos, periódicos, libros. La imagen de un taller literario confunde. Se trata de un laboratorio de textos, sí, pero de nuevo: lo que separa aquellas palabras sueltas en las que según Lenin solo los “tontos” pueden creer, es la conexión orgánica con la dimensión expresiva de un movimiento abrumador. Leer y escribir en octubre del ‘17 es un arte concreto. Se trata de una relación específica con el lenguaje que busca expresar -entender, orientar- un proceso histórico. Leer y escribir como un intento de hacer conciente la propia participación en un proceso histórico. En ese sentido podemos hablar de Lenin y el problema de la expresión. Entendiendo aquí por expresión la aptitud de explicitar las implicancias de un proceso en desarrollo.
***
La originalidad del leninismo es el rigor con el que se preocupa por leer el proceso «en» y “desde” el proceso mismo. Lectura en radical inmanencia, que afecta el uso que se hace de las categorías. Ellas funcionan como nombres propios de los acontecimientos específicos. La implicación lenguaje/realidad viene dada, pues, por la efectiva participación de la fuerza en el lenguaje (sobre todo en la consigna). Sin esa escucha de la fuerza no hay implicación alguna. La expresión es lógica de procesos dinámicos y la corriente leninista fue comprensión de una cierta cantidad de implicancias. Tirando de esa cuerda se entiende por qué el leninismo es la lectura de un texto que contiene su propia escritura (sin que una cosa y la otra puedan tornarse jamás equivalentes). Pues se escribe para entender y para organizar. Es decir, para poner en marcha unas fuerzas. Y esas fuerzas serán un término abarcado por la propia lectura. Esa es la estructura de la que surge la consigna revolucionaria. Una síntesis concreta en/para una situación concreta, donde la duplicidad de la palabra concreta define una inmanencia radical. En 1917 el leninismo es el más formidable aparato de lectura de la política europea.
Sobre esa lectura se elabora la de Lenin: el triunfo de la revolución democrática en Rusia abre -ampliando- la revolución democrática a todo Europa, lo que a su vez impulsa y dispone la posibilidad de la revolución socialista en Rusia y luego en todo Europa. Así entiende Lenin el potencial en curso. Imposible no tomar nota de la riqueza dialéctica de este pensamiento. Se trata para empezar de una hipótesis que desborda los estrechos límites de lo nacional: Europa depende de Rusia no menos que Rusia de Europa. Además, en esa interdependencia entre nación y continente en la que se juega la dinámica de la revolución, se crea el espacio histórico en el que lo consecuentemente democrático deviene socialista. Finalmente: en esa dinámica abierta se hace posible que sea el proletariado -y no la burguesía- quién dirija la revolución democrática, garantizando el continuo -nada obvio- entre democracia y socialismo. A ese mapa de Lenin al que se suma Trotsky de modo decisivo -aportando su teoría de la revolución permanente, y su popularidad en el soviet de Petrogrado- asumiendo la creación del Ejército Rojo para afrontar la guerra civil (pues sin ejército rojo la hipótesis leninista se deshace.
***
El leninismo es una corriente específica dentro del movimiento revolucionario ruso, pero también dentro del movimiento socialdemócrata europeo. El modo en que construye sus distancias con los populistas rusos y con la socialdemocracia europea es parte de lo que Horowicz intenta establecer revisando al detalle el modo en que Trotsky mimo establece los términos de su relación con Lenin. Trotsky se opone al menos hasta 1917 a la actividad ilegal del partido. A Horowicz le interesa ver de cerca como Trotsky planteó -en particular en Mi vida– esta diferencia. ¿Entendió Trotsky el juego de las implicancias que Lenin tenía en cuenta al procesar de un modo singular su relación con el populismo y con el terrorismo? Como se sabe Trotsky se une a Lenin para lanzar la insurrección. Lenin dispone de un instrumento partidario aceitado, pero carece de una mayoría interna poner fecha y dar inicio a la toma del poder. Accede a esa mayoría incluyendo a Lev Davidovich. Los términos revolucionarios de esa alianza están para Horowicz fuera de discusión. Pero la pregunta de Horowicz permanece: ¿Hizo Trotsky un balance de sus diferencias previas? Este balance nunca del todo hecho lo lleva a Horowicz a construir dos tipologías comparativas. Trotsky: teoría de la revolución permanente = axiomática socialista = revolución democrática como etapa de un desenvolvimiento lógico = lo mundial como efecto de convergencia entre procesos nacionales. Lenin: pensamiento por problemas (no por principios) = no axiomático ni etapista = revolución democrática como lógica de ampliación y combinación de elementos (proletarios/campesinos; problemas nacionales no resueltos) = estrategia europea.
***
El problema de cómo leer a Lenin es de por sí interesante. No alcanza con inscribirlo en el corpus marxista. Lenin no escribe como Marx. En Marx, problema y teoría van reunidos sistemáticamente en libros precisos. En Lenin la obra es asunto en curso. Lenin escribe de modo fechado, fragmentario, en ocasión de coyunturas precisas. Ambos plantean problemas, pero los de Lenin están aferrados en coordenadas espacio-temporales precisos. Una condición para leer a Lenin es, por tanto, entender la relación entre problema histórico y formulación de una tarea. ¿Cómo convertir la guerra imperialista en guerra civil revolucionaria? ¿Qué papel debe jugar la vanguardia proletaria en la revolución democrática burguesa para que esa revolución devenga socialista? O bien ¿qué papel deben jugar los soviets antes y después de tal fecha? Se trata de un lector que busca procesar al detalle el despliegue de un movimiento, captar cada torsión en la que se despeja o se pierde la oportunidad de aprovechar un potencial histórico. Una primera conclusión es: la de Lenin es una particular modalidad de lecto-escritura. Lee en función de un decurso preciso, hace de la teoría una caja de herramientas en función del problema, y de la escritura un trabajo de planteamientos deriva orientaciones prácticas, tareas a asumir de modo colectivo, consignas de validez situada. Es difícil leerlo por fuera de un conocimiento preciso de esa trama histórica (y de las rivalidades que las variantes de resolución del problema conllevan). Al reponer ese conocimiento, Horowicz nos permite apreciar de cerca el proceder. Pero esta reposición viene a resolver otro problema, que dificulta también la lectura de la escritura de Lenin. La disputa por el sentido político de octubre distribuyó los siguientes roles. Lenin, el jefe (el que plantea los problemas al detalle y por tanto propone con mayor previsión tareas) mientras su salud se lo permite (muere hace justo un siglo, en 1924); Trotsky el escritor exiliado desde 1927, el compañero de Lenin que se ocupa de narrar los hechos para evitar la falsificación estalinista, el organizador de la cuarta internacional; Stalin, el viejo militante bolchevique que se ocupaba de tareas ilegales cuando Trotsky desdeñaba desde fuera del bolchevismo aquellas ocupaciones, el editor de las Obras de Lenin (teniendo muy en cuenta que compilar la obra de Lenin, la calidad de los criterios de tal edición supone ya una tarea política de primer magnitud), el administrador fraudulento de los archivos, de las fotos.
***
El tipo de escritor que es Lenin afecta la noción misma de lectura. Horowicz entiende que la concepción leninista de la ilegalidad tiene una importancia decisiva en el plano de la enunciación. Lo que nos devuelve a la cuestión de la originalidad de Lenin como el escritor más consciente que pueda haber de la correlación entre pluma y fuerzas en pugna. En la misma línea de un pensamiento que asume la guerra como modelo de la escritura quizás haya que nombrar a pensadores europeos como Carl Schmitt, Antonio Gramsci y Michael Foucault. Y a los argentinos Ernesto Guevara y León Rozitchner. Así como la lucha de clases sobreimprime su propia lógica a la legalidad del Estado -haciendo aparecer a la luz del día la naturaleza extralegal de la soberanía-, en una revolución es el poder mando del Estado lo que están en juego al punto que el mando queda irresuelto, y esa resolución -escribe Horowicz- queda en manos de “quien es capaz de fusilar a su antagonista”. El escritor Lenin escribe con este tipo de conciencia estratégica. General, ajedrecista o jugador de Go. La máquina de escribir tecleando día y noche, movida por la recepción hipersensible con que el escritor en el exilio capta -como las marionetas de Kleist- las mínimas variaciones de la situación. Escribir es correlacionar variación del orden político, tarea, formas de lucha y legalidad.
Es muy probable que para entender la formación personal de Lenin haya que reparar en la figura de Alexndr Uliánov, Sasha, el hermano cuatro años mayor de Vladimir Ilich, ahorcado a los 21 años por orden de un Tribunal Especial luego de haber dirigido un grupo de estudiantes narodniki -adheridos a La Voluntad del Pueblo- que intentaron asesinar al Zar Alejandro III. Sasha, estudiante universitario sobresaliente y lector de El capital, se había dedicado con pasión al final de su breve existencia al estudio de la química. Él mismo había diseñado un puñado de explosivos para realizar el atentado, entre los que se encontraba una “bomba libro”, disfrazada de diccionario. Trotsky escribió sobre Sasha en un texto biográfico sobre el líder bolchevique titulado “La juventud de Lenin” (Editado por CEIP junto con otros textos bajo el título: Lenin compilación). Allí narra extensamente los antecedentes del atentado del 1 de marzo de 1887 y comenta los términos del proceso judicial que en cierto sentido ocurrieron “como un duelo entre dos personalidades”: Alejandro Romanov, el joven Zar Alejandro III, y Alejandro Uliánov, quien asumió sus responsabilidades y reivindicó el programa político del grupo: acabar con la autocracia y nacionalizar tierras y las industria. Mientras el hermano de Lenin declaraba el Zar anotaba: “La comuna pura”, “franqueza tan conmovedora”. El grupo atacante razonaba así: si la formación de un verdadero movimiento de masas sólo se produciría ya avanzadas las fuerzas del capitalismo, los grupos revolucionarios debían defender por el momento su derecho al terrorismo, contra el terror que impone el Zar. Trotsky cita estas palabras de Sasha: “Yo no tengo fe en el terrorismo, pero creo en un terrorismo sistemático”. Y afirma que la discusión sobre el derrocamiento del Zar se planteaba en los siguientes términos: “la lucha de clases del proletariado o el estudiante con su bomba?”. Y a continuación toma partido por el grupo de Plejánov, antiguo populista y pionero del marxismo ruso. Del lado de este grupo, “los verdaderos marxistas”, soplaban los vientos de la historia, que eran los de la lucha proletaria. Horowicz se detiene en unas líneas del texto de Trotsky que matizan lo anterior: “los hijos pródigos del populismo en las ciudades” fueron los creadores de las primeras organizaciones proletarias. Ellos “pusieron la marca de su influencia sobre las rebeliones de los obreros industriales”. Poner la marca no es cosa menor. Menos que menos si esa marca es “la libertad de huelga, de asociación, de reunión y la convocatoria de una representación popular”. Esa capacidad de marcar es incluso -escribe Horowicz- señal de una “hegemonía moral” de esos militantes formidables sobre la burguesía liberal (el grupo que quiso matar al zar repetía el gesto de los militares liberales decembristas de 1825 y del primer grupo de La Voluntad del Pueblo que había ajusticiado al zar Alejandro II el 1 de marzo de 1881). Que Lenin haya sido esencialmente sensible a esta transmisión es algo que las biografías de Sasha y Lenin permiten entender. A al respecto Horowicz aprovecha a fondo otra fuente: El hermano de Lenin, del historiador ingles Philip Pomper, un libro extraordinario para aproximarse al vínculo entre Sacha y Vladimir. Pero el asunto no termina ahí. Porque es en relación a aquella marca que Vladimir Ilich elabora el “hilo conductor” entre pasado y presente, terrorismo y marxismo, campesinado y proletariado. El partido es “la pieza capaz de establecer esta implicación” que debe “contener todas las tradiciones de lucha” de todas las clases revolucionarias. Pomper habla -en relación a los hermanos- de “venganza de la historia”. Y es cierto que ya en el poder Lenin manda a ejecutar al Zar y a su familia. Pero Pomper va más allá: sin el impacto del juicio a Sasha, quizás Vladimir no hubiera llegado a ser Lenin; y sin Lenin no había Revolución Rusa. De allí que la venganza sea “histórica”. El hecho es que en Lenin decantan las tradiciones revolucionarias antizaristas. Ilich -queda dicho- no es un militante de la socialdemocracia alemana. Y el leninismo -esto se ha dicho mucho- no se asimila a la ecuación socialista según la cual la fuerza del número decide si se garantizan las condiciones de la legalidad. El zarismo no autoriza la creencia en un pasaje pacífico de la democracia al socialismo. El marxismo de Lenin no es el de Kaustsky. Tampoco el de Plejanov. Trotsky, dice Horowicz, tardó en entenderlo. La idea de “venganza” no es ociosa. Y si bien escapa a la de la evolución de las fuerzas productivas, tampoco es ajena a ella. La usó en la Argentina David Viñas para enlazar lo campesino con lo obrero. También aquí el atentado, la ejecución del jefe represivo por los anarquistas contribuyó a dejar una marca en la formación del movimiento obrero. Pensando en Simón Radowitzky dice Viñas: “en forma simbólica, los anarquistas vengan a los montoneros”. También Benjamin trae de ese modo el pasado irredento (el proletariado como clase “vengadora” que actúa en nombre “de las generaciones vencidas”), para criticar la fe en el progreso de la izquierda. ¿Hasta dónde se prolongan los ecos de estos pensamientos, en los que el militante dispuesto a matar al tirano (y por tanto a morir en el intento) actúa como signo de un “hablar en serio”? ¿Cuán (in)conscientemente piensa Horowicz en el juicio Montonero a Aramburu mientras escribe estas líneas?
***
Hay que llegar a la página 373 de Los dragones para leer un párrafo clave en el que Horowicz cuenta de qué se trata, no el libro -que trata de lo que trata-, sino el método con el cual fue concebido. Éste, y los demás libros de Horowicz (sea Los cuatro peronismos; sea El país que estalló y Las dictaduras argentinas; sea El Huracán rojo, El kirchnerismo desarmado o Los dragones de Marx) trabajan sobre el movimiento que va de la percepción fragmentaria de los sujetos de la experiencia de la lucha política (de la política real, aquella que según Carl Schmitt tiene por a priori real a la política), a la constitución de un “concreto mental” al que se llega por la vía del recurso al testimonio. En el caso de Los dragones de Marx, estos sujetos son los renombrados protagonistas de una revolución. Y es en torno a esa revolución -y no a la revolución en general-, que se trata de producir una idea –la expresión concreto mental es más adecuada de idea concreta, menos logicista, a partir de su ensamble en torno a un eje conceptual lo más adecuado posible.
Escribir una historia política es -al menos para Horowicz-, construir un concreto-mental, y quizás evaluar a partir de él cómo los principales implicados en esa historia se aproximan o alejan de él, cómo y por qué. Escribir de historia es proponer un eje y rellenarlo con los mejores conceptos posibles. Se trata de constituir un todo – ¿la solución históricamente posible a un problema que atrapa a sus protagonistas? – a partir de las posibilidades que tal eje ofrece. Sí. Pero se trata al mismo tiempo -y esto sería igualmente importante para Horowicz-, de no dejar que el tiempo histórico sea “deglutido” por un tiempo mítico que borronea y olvida la fragilidad de los sujetos involucrados. Evitar que el concreto mental se torne un todo teológico. Procurar que lo que la conciencia piensa -y lo que les atribuye a los sujetos situados- no se convierta en síntesis mistificada. La secuencia sería más o menos así: captar la práctica sensible de quien actúa, reparar en sus testimonios (lo que ellos registran de su propia situación) y cotejar con el archivo. Montar un eje vertebrador -es decir, proceder a un montaje con esos registros- y rodearlos de una cuidadosa teorización capaz de funcionar como un relato adecuado. Horowicz actúa como si tuviese en mente una segunda película sobre Octubre. Sea cine, literatura o histórica política la cosa es: que no se pierda la idea que anima fragmentariamente a los protagonistas, que no se torne tampoco absoluta (nadie que actúe en la historia accede a absoluto alguno). No dejarse contaminar por el hecho de que los propios sujetos puedan pretender tal absolutización (es el caso de la mitologización estalinista de Lenin). La idea entonces es resultado, no punto de partida. Parte de la percepción fragmentaria, se forman como concreto mental (y puede desfigurarse por exceso de consistencia). Calibrar la idea es tarea de quien arma el relato. Porque el relato debe incluir el registro del camino del fragmento inicial al concreto pensado. Captar el sentido de ese camino crea al narrador. Habilita una cierta interpretación. Esto es, una apropiación colectiva posible. Llegamos aquí al primer nivel de una respuesta a la pregunta que nos hacíamos en el comienzo (“¿cuándo hablar es hablar en serio?”). Horowicz ofrece una narración distinta sobre la revolución de octubre. Ya no se trata de aceptar o rechazar un mito, sino retomar un hilo interrumpido. Ese hilo es el de una comunidad que es capaz de plantear y resolver sus problemas políticos. Retomar o recuperar quiere decir para Horowicz comprender. Se trata entonces de reanudar la comprensión sobre la capacidad comunitaria de enfrentar tareas colectivas. Horowicz crea un relato sobre la revolución rusa, y cabe decir de ese relato algo parecido a lo que Gramsci decía de la redacción de El príncipe: se trata de un libro “vivo”, en busca de una forma dramática que active la pasión política y la imaginación activista en el lector. Valentín Garratana aclara que Gramsci escribe en la prisión para no enloquecer. Y para lectores de un futuro indeterminado. Contar una historia es convocar a un lector, hacerlo responsable de los términos de continuidad respecto de esa experiencia que cuenta y de esa idea que el transmite.
***
Con Lenin se trata de apreciar no un “modelo”, sino un modo de proceder, un modo sofisticado del pensar político. El célebre “voluntarismo” leninista debe ser remitido a un nudo histórico preciso. 1917 es efecto de esa remisión. La vanguardia obrera no puede contra el bloque de poder zarista. El socialismo alemán llama a subordinarse a la burguesía republicana. Lenin elabora la hipótesis de la alianza con el campesinado (las tropas del ejército en descomposición del zar son campesinos). La voluntad trabaja sobre el problema. En palabras de Horowicz: “La relación de banda de Moebius entre ambos términos (partido con sóviet; militancia partidaria con militancia soviética) tramita el nudo histórico”.
La intervención leninista se da ahí donde el determinismo estructural no supone el automatismo político; donde se puede establecer una evaluación de la correlación entre intervención política y resultados en y desde la lucha de clases; donde la política es “actividad de clase por excelencia”. El partido es lo que es en la medida en que articula determinadas funciones y tareas. Y en condiciones históricas muy concretas, en las que la represión zarista tiene a eliminar toda continuidad de la organización. De ahí el problema leninista del partido clandestino. ¿Es necesario que en todo tiempo y lugar la política revolucionaria dependa de un partido y el partido sea centralizado? La repuesta de Toni Negri es que no. Que puede haber “leninismo” ahí donde la “composición de clase” se transforma “formas institucionales”. ¿Puede haber leninismo sin “toma del poder”? Creo que Negri diría que sí. No porque la revolución pueda eludir el problema del poder. Pero el problema de poder puede admitir otros términos.
Sea el partido de Lenin, sea el bloque histórico de Gramsci, sean las instituciones de clase de Negri, lo que se trata de captar refiere a las vías de implicancia gracias a las cuales la práctica revolucionaria habla en serio. Y de hacerlo sin olvidar el mundo en el que vivimos (capitalismo de vigilancia, dictadura del algoritmo, colonización de lo digital, semio-capitalismo). Eso es lo que detecta Horowicz en Lenin: una dialéctica (legalidad/ilegalidad) que, si bien debe ser replanteada en nuevos contextos históricos, no debe ser olvidada si no se quiere soltar la vinculación entre fuerza y lenguaje. El diseño del instrumento político capaz de volver a plantear concretamente los problemas políticos que se le plantean a nuestras sociedades debe superar, ante todo, el hilo de la implicancia, cuyo efecto inevitable es la constitución de un doble poder. Los cuatro peronismos, nos contaba esta historia para el período 1945-1976. El kirchnerismo desarmado para los años 2003-2009. El huracán rojo para los siglos de la revolución europea. Se trata de aprender de los dispositivos que instituyen correlación entre palabra y movimiento real, entre instrumento político y tarea, entre problema colectivo medios para afrontarlos.
Otra dimensión de la cuestión de la implicancia: “El mismo programa”, dice Horowicz (cuestión agraria como llave de la revolución burguesa) era susceptible de más de una combinación posible. Si cada lector puede arriesgar su propia versión, la de Lenin resulta “decisiva” para evitar una derrota en el campo de batalla. La noción de implicación remite una fina evaluación de posibles. Hay más de una alternativa. Pero de toda ellas ¿cuál se abrocha mejor con la línea efectiva de los hechos en curso? Hay política ahí donde las líneas de implicancia permiten seguir convergencias y disyunciones. Por fuera de ella la literatura deja de provocar efecto. Y la literatura política busca efectos muy precisos sobre el campo de las fuerzas. La doble implicancia leninista supone voluntad metida en un problema y artificios capaces de plantear consignas para los muchos.
De allí que la voluntad leninista no sea mero voluntarismo sino articulación de una potencia que se verifica provocando la división en la unidad política tal y como la impone la soberanía del Zar. Esa división se plantea en términos de movimiento real (clases en lucha: cuestión campesina, proletarización de Rusia, la guerra). De soviets. Para entender el movimiento real y sus posibilidades es preciso estudiar (“aproximaciones bien mapeadas”, dice Horowicz) los términos del problema: el papel de Rusia en la guerra imperialista, la estructura del campo, el peso de la lucha obrera en las grandes ciudades. De ese estudio surge el planteamiento concreto para definir tareas. El enhebrado de estas articulaciones es la explicación. La escritura como explicitación. Lectura del potencial, estudio de los términos, explicitación de las tareas orientadas a tomar el poder político: tal es la cuestión leninista de la expresión.
En la página 379 Horowicz escribe: “Todos los signos del partido vivo (programa, periódico y activistas) se hacían presentes bajo la forma de tareas en curso: problemas del movimiento”. Y más adelante: “Trotsky entiende el papel de Lenin en las postrimerías del VI Congreso, 14 años más tarde”. ¿Tarda 14 en entender? Pero, entender ¿qué? ¿El papel de Lenin como jefe de la revolución rusa? Recién en la página 398 Horowicz arriba al punto hacia el cual el libro tiende. Es como en el poema de Kavafis “Camino a Ítaca”: llegando a la meta se advierte que la riqueza pertenece al trayecto. Leamos a Horowicz: “mi lectura sobre las diferencias entre ambos queda confirmada. La implicación entre organización y estrategia en Trotsky remite al lado débil de su teoría”. Trotsky es quien ve claro el futuro, pero percibe fragmentariamente la realidad en curso. No ha leído bien a Lenin, su formación, sus polémicas. No ha comprendido cabalmente el juego total de las implicancias. Pero ¿quién sí lo ha hecho? No, por cierto, Plejánov. Tampoco Mártov, jefe menchevique que comenta brillantemente un proceso sobre el cual no interviene.
***
Lenin y sus compañeros hablaban en serio. Leerlos en una época en donde la política habla el lenguaje troll es perturbador. Daría toda la impresión de que el publicitad “fin” de la Revolución es, precisamente, el fin de toda implicancia posible y por tanto de toda posibilidad de tomar en serio los acuciantes problemas políticos del presente. O -lo que es perfectamente compatible- que la relación de implicancia fue tendencialmente atacada por las mismas fuerzas que aniquilaron la revolución. Como si la represión militar hubiera roto las sutiles mediaciones que hacían posible la disputa argumental. Hay todo un mundo de las razones que parece confinado al pasado. De modo que quien razona se parece al tonto del que hablaba Lenin, que cree en las palabras solas. ¿Es posible volver a hablar en serio? ¿Tienen los movimientos populares y las izquierdas en su haber recursos para rehabilitar esos enlaces que hacen del lenguaje una función enhebradora de fuerza colectiva? Proliferan las explicaciones sobre el actual atontamiento político: la inteligencia artificial, las aplicaciones, el desprestigio de los socialismos, los fracasos políticos de los populismos a la hora de moderar la desigualdad. De ahí que haya que escuchar la pregunta de Horowicz: ¿cómo entender desde este presente oscuro aquel pasado inadecuadamente elucidado?; ¿cómo retomar los vínculos entre lucha por la democracia y contra el avance aterrador de las desigualdades? Leer Los dragones de Marx en un tiempo de descomposición política tan fuerte como este es hacer un esfuerzo extraordinario para dar por válido y posible aquello que nuestra época refuta de modo inapelable. La vigencia de “la mediación política (la relación entre los movimientos reales y la conceptualización, como posibilidad asintótica), como parte del movimiento real”. Eso que falta es eso que haría falta reponer sólo que -seguramente- en términos nuevos. Pero para lograrlo habría que recuperar el a priori de toda palabra política, esto es: la capacidad de desarmar la voluntad de conquista y bloqueo con que las fuerzas del capital acallan la política democrática misma). Llegamos a este punto la pregunta ya no es simplemente “qué hacer” sino más bien: ¿qué cosa es hoy hablar en serio?
Buenos Aires, 23 de julio de 2024.
2 Comments
Un texto que siendo crítico de otro, en este caso del libro de Horowicz, lo complementa.
Hablar en serio es tener una capacidad, un don o facultades creativas. Para eso hay que tener cierta sensibilidad para captar la naturaleza profunda de los problemas y cómo lidian las personas con ellos.
Hablar en serio es poder generar ideas-hipótesis cuya ejecución resuelve esos problemas, asignando un lugar diferente a las personas que lidiaban con ellos.
Los líderes de conducción (que no son patrimonio de ideología o teoría social alguna en particular), como era Lenin, tienen la facultad de visualizar el papel de las personas y de la propia intervención (del líder) bajo la guía de esa idea-hipótesis y su forma de ejecución.
Es parecido a la «ruptura epistemológica» o «cambio de paradigma» ya que los problemas y las soluciones se ven diferentes bajo la luz de una idea nueva. Y ésta, como sucede siempre, anida en una subjetividad que viene a romper el consenso «objetivo» previo.
Por eso, generalmente, el planteo novedoso del potencial líder de conducción es en solitario, y, casi siempre, cuenta con la opinión en contra de la mayoría.
Hay de esto, a lo largo de la historia humana, innumerable cantidad de ejemplos para todos los gustos, no solo en la política, sino también, en la ciencia, el arte, la religión, etc.