Un día como hoy nacía Cormac McCarthy, autor que en sus últimas obras echó luz sobre la época oscura que habitamos.
Por Hernán Sassi*
(para La Tecl@ Eñe)
Lleno de vida hoy, compacto, visible, a los cuarenta años de los estados, a ti, que no has nacido, a ti, dentro de un siglo, dentro de varios siglos, te estoy hablando. Ahora eres tú, compacto, visible, el que intuye los versos y el que imagina lo feliz que sería si yo pudiera ser tu compañero. Sé feliz como si yo estuviera contigo. No estés muy seguro de que no estoy contigo.
“Lleno de vida”, Walt Withman
I.
Como su maestro Mellville, además de escritor, Cormac McCarthy fue profeta. Prescindió de líneas de diálogo, del punto y coma, de los guiones y de los paréntesis para que sus exhortaciones y advertencias fueran golpes secos en el corazón del lector. Lo obsesionaba probar que el paraíso perdido se aleja por obra y gracia del Mal, que se las ingenia para ganarle al Bien cada vez con más comodidad. No vamos por buen camino, creía. Las novelas del final de su vida lo atestiguan.
Pasados sus setenta, escribió No es país para viejos (2005). Ambientada en la frontera de EE.UU. y México, donde sitúa buena parte de su obra, la novela registra las peripecias que ligan a un hombre que se llevó un maletín con dos millones y medio de dólares que no eran para él con su perseguidor, un asesino a sueldo. Este es un plano de la historia, el que les sirvió a los hermanos Cohen para hacer una fiel adaptación cinematográfica. El otro es el del sheriff que en primera persona recuerda su paso por la Segunda Guerra mundial y reflexiona menos sobre el perseguidor, que sobre una sociedad que genera seres sin deuda como el hombre que debe atrapar.
El comisario confirma tanto la decadencia del oficio (“el interés que tenían [los sheriff] por su gente se ha diluido un poco y eso se nota aunque no quieras.”) cuanto la pérdida de códigos (“Cuando dejan de decir Señor y Señora, el resto viene solo.”) y de fronteras básicas (“A las gentes de ahora les hablas de bien y mal y te expones a que te sonrían.”). Para Tom Bell, hijo y nieto de comisarios, la humanidad está generando “una nueva clase de ser humano”, peor que la anterior. Esta trasformación no es fruto del azar, cree, como también lo cree el autor que busca razones en esta y su siguiente novela.
Como el padre y la madre, quien está a cargo en un aula muchas veces marca un destino posible, dé herramientas o no para cumplirlo. Entre otros, al comisario le toca ver el resultado malogrado, en este caso, que un retoño terminó en criminal. Con más de psicólogo que de detective, no hay uno que en algún momento no se haya preguntado: ¿cómo este muchacho llegó hasta acá?, ¿por qué mató?, ¿por qué violó?
Mejor observador de su época que los oficiales de policía y guardias de seguridad que no sacan sus ojos de su celular, para el narrador de No es país para viejos, padres y madres han dejado de educar a sus hijos, y sin aquellos, “a los jóvenes de ahora parece que les cuesta crecer”. Un día se entera por la radio de que muchos “niños de este país son criados por sus abuelos”, y prevé algo lógico: “Cuando llegue la próxima generación y tampoco quieran educar a sus hijos, ¿quién lo va a hacer? Sus propios padres serán los únicos abuelos a mano y ellos no querrán hacerlo”. Lo acongoja este callejón sin salida y no es para menos: “Duele mucho. Mucho. La cosa ha ido más allá de lo que nadie hubiera podido pensar unos años atrás”.
El comisario Bell cuenta que leyó en el diario que unos maestros encontraron una encuesta enviada en los años treinta a varias escuelas del país. Se buscaba conocer qué dificultades había en la enseñanza. Según los formularios, “los mayores problemas eran cosas como hablar en clase y correr por los pasillos. Mascar chicle. Copiar los deberes. Cosas por el estilo”. Pasados cuarenta años, los maestros repitieron la experiencia y enviaron formularios en blanco a las mismas escuelas. Al recibir los formularios confirmaron indicios y pruebas del aula, radar de nubarrones y cataclismos. “Violación, incendio premeditado, asesinato. Drogas. Suicidio”, fueron las respuestas.
Bell perdió la fe en la humanidad. Los jóvenes no lo respetan y la desidia es ley: “la mayoría de las veces cuando digo que el mundo se está yendo al infierno la gente simplemente sonríe y me dice que me estoy haciendo viejo. Que ese es uno de los síntomas”. Para el comisario, “cualquiera que no vea la diferencia entre violar y asesinar gente y mascar chicle tiene un problema mucho mayor que el que yo tengo”.
Desde hace décadas la vemos, pero seguimos adelante como si tal cosa. De continuar así, prevé el comisario, “tal vez los próximos cuarenta [años] sacarán a la luz algún problema más. Si no es demasiado tarde”.
II.
Estar vivo, para él, es estar hecho de recuerdos. Para él, quien no está hecho de recuerdos no está hecho de nada.
Philip Roth, Patrimonio.
En harapos, un padre y su hijo cargan lo poco que tienen en un carrito de supermercado. Se acerca el invierno y van en busca de refugio, a la costa sur, por “la carretera”, que así se llama la novela de McCarthy que cuenta esta historia.
Las ciudades están vacías y en ruinas. El lector no sabe bien qué pasó, pero sí que hubo una catástrofe. Nuestra especie, que llegó al espacio, edificó megaciudades y había logrado el confort burgués de millones de personas, volvió abruptamente a la caza y a la recolección. El mundo, sin ley, parece recién destruido o recién hecho por un dios macabro. “Ciegos nuevos”, padre e hijo aprenden a moverse entre quienes “se comían a sus hijos ante sus propios ojos”.
En la travesía, el padre le cuenta “viejas historias de valor y justicia”. Le limpia el pelo, oye si respira de noche; lo cuida. Le enseña a nadar, a disparar, a encender una lámpara, a dar las gracias y a no llorar por cualquier tontería. Sin sermones, con hechos, hablándole poco y nada, le explica el sentido de alguna palabra, le inculca valores (“Si no cumplís una pequeña promesa, tampoco cumplirás una grande.”) y una misión: “Cuando no tengas nada más, inventa ceremonias e infúndeles vida.”
El padre sabe que la tradición es llama. Honrar rituales es un modo de mantenerla viva. No tienen por qué ser pomposos, y más bien, pueden ser nimios como estrecharle la mano a alguien y mirarlo a los ojos. Richard Sennett decía que los rituales dependen menos de nosotros que de un acuerdo tácito que cumplimos sin pensar y nos sostiene.[1] Son formas teatrales de interactuar con otro, a veces un ser trascendente, a veces alguien frágil, tonto y cruel como uno mismo; e importan incluso, más allá de la cosmovisión que los funda.
Sennett cuenta que David Beckham entendió el valor de los rituales a la perfección. Tras el nacimiento de su hijo Brooklyn, dijo a la prensa: “No tengo ninguna duda. Quiero que Brooklyn sea bautizado, pero todavía no sé en qué religión.” El jugador inglés quería que su hijo tuviera, además de un rito de pasaje, de los tantos que niños y jóvenes han perdido, un lugar de pertenencia más sólido que un juego en red, y más aún, un lazo fuerte que lo uniera a otros. Que fuera musulmán o anglicano era lo de menos.
McCarthy entró al panteón de la literatura con una novela de resonancia bíblica, Meridiano de sangre. Cierra su carrera con esta alegoría. La carretera alude al infierno del Dante y en ella hay un salvador. En un momento el niño pregunta: “¿Todavía somos los buenos?”. “Sí, todavía somos los buenos.”, responde el padre. “¿Y lo seremos siempre?”, repregunta. “Sí”, le inculca. Los buenos en la novela son los que resisten la muerte y lo que ella representa en la vida. “Así hacen los buenos. Lo siguen intentando, no se rinden nunca.”, dice el padre, un “superviviente, [un] muerto andante” que resiste.
“¿Qué queda del padre?”, se pregunta Massimo Recalcatti en un libro que aborda la evaporación de esta figura en el capitalismo tardío. “No una ley inscripta antológicamente”, responde, “sino algo que resiste [e] insiste en transmitir con el fuego la vida como posible. No matar, no comer, no violentar a otro hombre. Lo que queda del padre es ser portador del fuego en la oscura noche de un mundo sin dios”.[2]
El padre de la novela de McCarthy es “lo que queda”. Está herido y se da cuenta de que no le queda mucha cuerda en el carretel. Desde que empezó esta historia, preparó a su hijo para cuando él no esté. No otro es el objetivo de la crianza y el valor de la educación en que intervienen, antes que nadie, padre, madre y escuela. Al menos así ha sido durante muchos, pero muchos años.
Antes del fin, este padre le confía: “Tendrás que seguir tú solo. Tienes que llevar el fuego”. Y agrega: “Dios no existe y nosotros somos sus profetas.” Los ritos que mantienen unida a la cultura son, de algún modo, el fuego, un fuego que deberán llevar, y avivar con su impronta, las generaciones que nos suceden. Prepararlas es nuestra obligación. O debería serlo como lo fue desde que el mundo es mundo. Hacer que padres, madres y escuela volvamos a estar a la altura de este desafío es imperioso.
A lo largo de la novela el hijo pregunta acerca de un mundo que el padre (¿nosotros?) a duras penas recuerda. Él intenta recordar juegos de infancia y, como el padre de Philip Roth a ese otro gran escritor norteamericano, le infunde la importancia del recuerdo: “Haz una lista. Recita una letanía. Recuerda”, le dice. Contrasta este imperativo con una escuela que dejó de ejercitar la memoria y fomenta el olvido no menos que el omnipresente celular, que invita a no usarla nunca más.
El padre se sabe “un ser de un planeta que ya no existía y cuyas historias eran sospechosas”. No le queda más que reconocer que “no podía avivar en el corazón del niño lo que en el suyo propio eran cenizas”. Sabe que “no podía inventar para gusto del chico el mundo que había perdido sin inventar también dicha pérdida y pensó que quizá el niño lo sabía mejor que él mismo.”
Dicen que se añora lo que nunca se tuvo. También que, sin olvido, no hay recuerdo valedero. Las nuevas generaciones viven la pérdida de un mundo del que nosotros, los adultos, aún no hicimos el duelo y, más bien, hacemos el ridículo –seguro, como yo ahora– con la cita melancólica de películas y de libros como los de McCarthy.
Según este autor, y no solamente él, aunque más desvalidas que las precedentes, esas generaciones asumen mejor lo perdido que nosotros, que no sabemos infundir, ni por asomo, la confianza de un Whitman.
Es mochila pesada dejar por herencia quejas, lamentos y recuerdos de un pasado mejor. Imposible imaginar un futuro con la mirada fija atrás y con desprecio por el presente. La alforja que deja el padre de La carretera, hecha de transmisión de experiencias y de respeto por los ritos, inspira al paso atrás sólo para dar dos adelante. Inspira también confianza y hace más fácil pensar en una salida.
Si pasamos el fuego tanto madres, padres como escuela, al igual que políticos, artistas y comunicadores, habrá salida. De lo contrario, no habrá ninguna.[3]
Referencias:
[1] Sennett, R. Juntos. Rituales, placeres y políticas de cooperación, Barcelona, Anagrama, 2012.
[2] Recalcatti, M. ¿Qué queda del padre? La paternidad en la época hipermoderna, Barcelona, Xoroi Ediciones, 2015, pp. 111.
[3] El artículo, por ahora, es el prólogo del libro que vengo escribiendo, Mamá, Perón y Sarmiento: Educar en el Apocalipsis zombie.
Domingo 20 de julio de 2025.
*Prof. y Dr. en Letras, y Mag. en Comunición y Cultura, es docente en profesorados del Conurbano, ensayista y crítico de cine. Publicó Hoteles. Estudio crítico (2007), Cambiemos o la banalidad del bien (2019), La invención de la literatura. Una historia del cine (2021). Estuvo a cargo de El Nuevo Cine murió (2021) y prologó Escritos corsarios de P. P. Pasolini (2022). Su último libro esditado es «P3RRON3. El Corsario».
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