Angelina Uzín Olleros dialoga con los textos de Diego Tatián y Conrado Yasenza, publicados en La Tecl@ Eñe, y realiza una suerte de conversación que convoca a alguien que lee, a alguien que nos lee, y puede armar un lazo de lecturas y de otredades convocantes.
Por Angelina Uzín Olleros*
(para la Tecl@ Eñe)
Muchas horas de lectura alimentan nuestros días, obviamente a quienes todavía leemos e insistimos en hacerlo en medio del asedio de las imágenes y el hedonismo imperante, cuyos destinatarios y destinatarias pueden adquirir todo tipo de cosas que otorgan placer, pero esos objetos no son precisamente libros. De este grupo de lectores y lectoras, seguramente más pequeño que en otras épocas, existe un subgrupo de escritores y escritoras. Aquella frase borgeana resuena sobre la importancia de leer por sobre la de escribir, no me detengo aquí porque quiero expresar la relevancia existencial de leer y de armar textos en contextos sombríos como el de nuestro presente en Argentina y en el mundo.
Dos escritos me convocan a decir estas palabras, que han sido publicados recientemente en La Tecl@ Eñe; encuentro en ellos una escritura poética por sobre los diagnósticos que hacen y hacemos sobre nuestro tiempo en diferentes ocasiones y medios de comunicación. Es un modo de decir que encarna la sensibilidad de quien necesita expresar lo que sentimos en momentos de desolación, categoría que tan bien caracteriza Dardo Scavino al pensar al sujeto desolado como aquel que se quedó sin lazo, que dejó de encontrarse enlazado a una comunidad, a una sociedad o a una institución.
Tatián y Yasenza mueven con su decir a una emotividad razonada, a un corazón con razones que, tal vez, desconoce pero que lo sostienen un conjunto de sentimientos políticos que confrontan con el desierto en el que pretende instalarnos el anarco capitalismo. No quiero ser injusta con un poeta que también escribe entre nosotros y nosotras, que es Julián Axat, seguramente en medio del desamparo nos ampara la poesía, su poesía, donde la ciencia y la tecnología nos abandonan. En este oficio de escribir corremos muchos riesgos, nos exponemos, tomamos partido, cargamos con la materialidad del discurso, nos arriesgamos; en el amor y en la política lo común es el riesgo de decir, elegir, rechazar a sabiendas que no todo es color de rosas, seguramente casi nada lo es.
Uno de esos riesgos es la soledad. La soledad del monólogo. Aquí no hay una puesta común, un tiempo extra de preguntas o controversias como en un simposio o unas Jornadas en las que quien expone su texto, su decir, puede intercambiar pareceres con un auditorio. Entonces, emprendí esa empresa de reunir textos en los que los autores hablan diferente, pero se refieren ambos a la intemperie. La de Marx empeñando su abrigo en tiempos de penuria y la fractura del niño que viene a romper con la ternura que hace posible el lazo. La contracara de la ternura de la que tanto expuso el querido Fernando Ulloa, es la crueldad.
Diego Tatián recuerda en su escrito «Tener un abrigo» que “En su fascinante ensayo ‘El saco de Marx’, el investigador inglés Peter Stallybrass describe las penurias de los Marx en Londres a partir de las peripecias del viejo gabán (…). Probablemente no era la inclemencia del tiempo la única razón por la que la falta de abrigo le impedía moverse de casa; había también razones sociales que tenían que ver con la presentación: no era fácil ser admitido en el Museo Británico con vestimentas inapropiadas (…). Stallybrass conjetura que el empeño del saco, la intermitente amenaza de pérdida cernida sobre él y los demás objetos de los que Marx y Jenny disponían -que eran pocos-, no está ausente en los análisis del fetichismo de la mercancía y los ejemplos con objetos que desarrolla el primer tomo de El capital. Por ejemplo, la ecuación de las 20 varas de lino que equivalen a un abrigo como explicación de la forma simple del valor. Una conexión entre la teoría y la casa de empeños -donde debió asimismo acudir con otros objetos…- es trazada por Stallybrass para mostrar que aquello de lo que hablaba Marx no tenía nada de abstracto: ‘Toda pequeña riqueza que los trabajadores tenían era almacenada no como dinero en bancos, sino como cosas en la casa. O bien podía ser medida por las idas y venidas de esas cosas. Estar sin dinero significaba ser forzado a desnudar el cuerpo. Tener dinero significaba volver a vestirse’.”
Leo este bello escrito de Tatián como una gran metáfora de la actualidad, un Estado de derecho en retirada abandonado en la casa de empeños que nos deja a gran parte de la sociedad desabrigados, desamparadas, abandonados a nuestra suerte, despojadas de la protección en momentos de vulnerabilidad. Alguien dijo que “había que pasar el invierno”; sabemos quién fue, pero no quiero nombrarlo aquí, no viene al caso. Un Marx expuesto a las inclemencias del capitalismo advirtiendo desde sus noches frías que las carencias y el endeudamiento venían para quedarse.
Junto a ese artículo, Conrado Yasenza sostiene en su texto «La República y el niño fractura» que: “El correlato social, dicen y escriben cientistas sociales y periodistas cada vez más precarizados, hasta hoy parece indicar que no hay rebelión popular, ni estallido, ni nada que, en la fiebre de los espíritus impotentes, señale un destino preocupante y en pendiente antihumana donde el otro es un enemigo difícil de digerir, como la mugre usada. La anomia es social y es síntoma de una democracia que viene fallando a la hora de hacer realidad la promesa más radical de alimento, cura y educación. Se vota si se vive con dignidad, de lo contrario, lo que persiste es esta realidad apenas anotada, violencias para que alguien más sude por debajo de sus uñas de hombre lobo, indigno pariente lejano de un Hobbes sin bestia marina y abrumado por la ensoñación siniestra de fuerzas celestiales que, en lugar de cetro, ostentan agendita contrafóbica.”
Yasenza nos lleva a aquellos tiempos de incipiente contractualismo donde el hombre lobo del hombre alguna vez se preguntó por la fuerza del más fuerte y decidió resignar su libertad por temor; tal vez hoy estamos frente a esa pregunta, quizás era cierto que la civilización que se expresaba en un contrato era el triunfo de los débiles. Y lo que más conmueve es esta marcación de Conrado sobre la frase “enfrente no hay nada”, el anonadamiento de la soledad, de no tener con quién conversar, con quién confrontar, con quien acordar algo. La soledad de una vida entendida como un monólogo o diálogo de sordos. La sordera de quien no quiere oír al otro, no puede oír, ni leer, ni ver lo que nos pasa cuando no hay nada enfrente.
Seguramente, existe la intuición de que enfrente está el monstruo y creemos que es más fuerte, tenemos miedo, o simplemente tenemos frío. Nuestra sensación térmica nos anuncia las heladas y es mejor quedarse a resguardo, por las dudas, por si acaso el peligro exista de verdad. La intemperie anunciada por el neoliberalismo, libertario o como quiera llamarse, no es solamente libertad, es -fundamentalmente- soledad. La soledad de la intemperie, la soledad del desierto y la soledad del monólogo. Ante este panorama, es bueno saber, cada tanto, que alguien lee, que alguien nos lee y puede armar un lazo de lecturas y de otredades convocantes. Hay alguien enfrente: ese alguien puede ser una amenaza a nuestra integridad o simplemente a nuestra comodidad; pero estoy segura que enfrente también hay alguien dispuesto a leernos, a vernos, a querernos.
Sin esa convicción es imposible vivir dignamente.
Paranà, 2 de junio de 2025.
*Dra. Ciencias Sociales. Coordinadora Académica Maestría en Género y Derechos. UNGS/UADER.