Las experiencias extremadamente sórdidas a las que a veces son arrastrados los pueblos no dejan explicarse solo como un engaño colectivo; será necesario indagar también lo que movilizan en la intimidad de las personas y lo que -por un momento- satisfacen. La persistencia de una atávica dimensión sacrificial en las sociedades contemporáneas quizá sea una de las claves para comprender el momento presente.
Por Diego Tatián*
(para La Tecl@ Eñe)
Escrito entre 1331 y 1335 por el Infante Don Juan Manuel, el Libro de los exempla del conde Lucanor et de Petronio -más conocido por el título abreviado El conde Lucanor– es una de las obras más célebres de la literatura castellana medieval. Se compone de un conjunto de historias con las que el fiel Patronio responde a las tribulaciones planteadas por el Conde.
El exemplo XXXII cuenta la historia del Rey y los tejedores de la tela invisible, que tiene versiones populares muy antiguas en países muy distintos como la India o Turquía, será más tarde reelaborado por Cervantes en el entremés llamado El retablo de las maravillas, y finalmente retomado en 1837 por Hans Christian Andersen como una fábula infantil con el título “El traje nuevo del emperador” o “El emperador está desnudo”. La metáfora de largo alcance político que el argumento aloja ha sido señalada en más de una ocasión.
En la versión de Don Juan Manuel, la historia es la de tres granujas que llegan al palacio de un rey. Se presentan como eximios tejedores, capaces de tramar una tela de particular hermosura, pero que solo podía ser vista por hijos legítimos y se mantenía invisible para los adulterinos. El rey pensó que así podía saber quién lo era en su corte; aceptó la propuesta, los proveyó de seda, telares y mucho dinero para confeccionar la tela. Pasado un tiempo, envió a personas de su entorno para comprobar el avance del trabajo. Nadie vio ninguna tela, pero no se atrevieron a decirlo por creer que esa ceguera se debía a su condición de hijos ilegítimos. El rey mismo fue a comprobar el avance del trabajo y, al no ver el paño que los embaucadores describían como hermosísimo, creyó ser espurio él mismo; para no ser descubierto y por temor a perder el reino, elogió con aspavientos lo que no veía, lo mismo que habían hecho los demás. Todos cuantos se acercaban al telar ponderaban la tela ampulosamente sin osar admitir que no veían nada.
Al aproximarse la fecha de las fiestas mayores, los falsos tejedores propusieron al rey confeccionar un traje con la tela maravillosa para ir ataviado con ella al desfile de su cortejo. Llegado el día, abrieron el paquete, fingieron extraer su “contenido” e hicieron como que vestían al monarca con el nuevo atavío. Y así, es decir totalmente desnudo y creyendo que sólo él no veía la tela, el rey montó su caballo y recorrió las calles del reino.
“Todas las gentes lo vieron desnudo y, como sabían que el que no viera la tela era por no ser hijo de su padre, creyendo cada uno que, aunque él no la veía, los demás sí, por miedo a perder la honra, permanecieron callados y ninguno se atrevió a descubrir aquel secreto. Pero un negro, que no tenía honra que perder, se acercó al rey y le dijo: Señor, a mí me da lo mismo que me tengáis por hijo de mi padre o de otro cualquiera, y por eso os digo que o yo soy ciego, o vais desnudo. Al decir esto el negro, otro que lo oyó dijo lo mismo, y así lo fueron diciendo hasta que todos perdieron el miedo a reconocer que era la verdad; y así comprendieron el engaño que los pícaros les habían hecho. Y cuando fueron a buscarlos, no los encontraron, pues se habían ido con lo que habían estafado al rey gracias a este engaño”.
[En la versión de Andersen la tela es invisible a los malos funcionarios y es un niño quien se atreve a decir que el rey está desnudo. Podría haber sido un pordiosero o un loco].
Nunca percibimos, creemos o deseamos con independencia de la percepción, la creencia y el deseo de los demás: una fuerza mimética está a la base de cualquier experiencia, incluso de las más banales. Muchas investigaciones de la psicología social (el “paradigma de conformidad” que resulta de los experimentos de Salomon Asch, por ejemplo) revelan que el juicio de las personas nunca es autónomo del juicio de otros, ni de una opinión común o dominante. Las condiciones favorables para la formación de un engaño colectivo no son infrecuentes; su principal motivación es el temor a que la veracidad revele alguna particularidad vergonzosa o conlleve marginamiento, una exclusión, una soledad. También lo es el poder de la sugestión.
Esta última figura es la que explora Thomas Mann en el personaje del Cavaliere Cipolla, un hipnotizador de feria que ocupa el centro de su novela Mario y el mago. Publicada en 1930, la historia transcurre durante la Italia fascista en un balneario del Tirreno, donde una familia alemana toma sus vacaciones. El ambiente opresivo se hace sentir desde el comienzo; algo ominoso y oscuro, primero revelado en pequeños detalles, conduce el relato a una especie de feria donde un hombrecillo contrahecho que padece una “desgracia dorsal” (“en Roma me cupo el honor de verme aplaudido por el hermano del Duce”, había dicho al comenzar), ejerce su embrujo a la vez que humilla a los asistentes del “espectáculo” y produce en ellos un efecto de sumisión. El gran misterio -que el relato explicita en más de una ocasión- es por qué nadie abandona la sala. Una turbia atracción mantiene a todo el mundo en su sitio, como si la fuerza de fascinación fuera mayor a la fuerza de repulsión, e incluso se alimentara de ella.
Los trucos del hipnotizador quiebran la resistencia y la autonomía de los espectadores -los hace bailar, confesar sus secretos…-, quienes sucumben a sus órdenes para hacer y decir lo que ni harían ni dirían en situaciones normales. Sin embargo, no se trata aquí de un puro engaño colectivo -como en el caso de la historia narrada por el Infante Juan Manuel, y luego por Andersen para advertir a los niños-, sino de algo oscuro que la fascinación satisface (ambas cosas, por supuesto, suelen ser complementarias). La agitación fascista no prospera por pura eficacia de la mentira ni se explica del todo por una simple credulidad de las personas, sino gracias a una latencia de contenidos de aniquilación realmente existentes, cuya manifestación es suspendida por la frágil y siempre precaria obra de la política, pero nunca deja de estar ahí ni puede jamás ser considerada como una cosa del pasado.
La retórica soez del agitador vulgar -clásicamente financiado por las clases dominantes para producir condiciones de violencia que favorezcan la represión- de reciente ocupa directamente las primeras magistraturas, recurre al insulto directo, a la estigmatización -simbólica solo al principio- del “enemigo interno” y prepara el terreno para la instalación de un dispositivo sacrificial que habilite su propia “noche de los cristales”. El escrache, mediático o directamente físico, puede ser una de sus formas.
El filósofo del derecho Gustavo Cosacov acuñó alguna vez una metáfora muy eficaz: “toda sociedad es Weimar”, “siempre estamos en Weimar” -al borde de un precipicio de violencia, en la antesala de lo más atroz. Pero no toda sociedad lo está en igual medida. Cuando las vidas precarias -o simplemente distintas- se consideran desechables; cuando un grupo de investigadores del CONICET que realiza un trabajo de campo es increpado y amenazado por personas que se sienten habilitadas para ejercer violencia sobre los científicos y las científicas que lo forman; cuando desde la más alta esfera del poder se amenaza a personas por sus ideas (“los vamos a ir a buscar hasta el último rincón del planeta… Zurdos hijos de puta tiemblen”)…, estamos ya un paso más allá de Weimar.
La voz del niño o del esclavo (es decir de alguien sin intereses en el sistema de dominación que captura la conciencia social) capaz de nombrar el engaño y despertar a quienes habían sucumbido a su hechizo, podrá suceder o no -y, de suceder, no sabemos cuándo. No podemos, por tanto, simplemente confiar en ello cuando el retorno de la fascinación sacrificial ha vuelto a romper los diques de la cultura; cuando a lengua pública como trabajo en común sobre los sentidos sociales se convierte poco a poco en una pura panoplia de insultos, intimidaciones y amenazas que naturaliza la prescindencia de las ideas y promueve la imprecación a mansalva.
Quizá la recuperación crítica y no ingenua de palabras como “humanismo” (Horacio González), “universalismo” (Caroline Fourest; Susan Neiman), “civilización” (José Emilio Burucúa), “cosmopolitismo” (Kwame Appiah) [también “internacionalismo”, concepto que deberemos resignificar y sustraer de su usurpación por una derecha que abjura hoy de su chauvinismo y su nacionalismo clásicos para ejercer su dominación desde no-lugares que desconocen cualquier frontera] marca el horizonte de la tarea cultural y política por venir: renovar una perspectiva de izquierda en condiciones de disputar el sentido del mundo y de extender el cuidado del mundo.
Córdoba. 1 de febrero de 2025.
*El autor es investigador del Conicet y docente de la UNSAM.