Tres frases resumen el clima preelectoral: derechización política, desafección micropolítica y decepción del progresismo. La retracción de lo democrático-popular nos obliga a escuchar de otro modo para entender las razones de la desafección política.
Por Diego Sztulwark*
(para La Tecl@ Eñe)
El clima de la coyuntura preelectoral se deja describir en tres frases consecutivas: derechización macropolitica, desafección micropolítica y decepción (autocomplaciente) del progresismo. De las tres, la del medio es la que actúa como clave de comprensión que permite pensar más allá del cierre categorial y el correspondiente secuestro del estado de ánimo.
La derechización política es, como sabemos, un fenómeno impugnador que se propone la defensa de un orden que se cree amenazado, o bien una reforma conservadora que corrija un rumbo percibido como decadente. Como tal, supone un movimiento de doble restauración: una objeción de tipo teológico político contra lo democrático-popular, y un apego extremo a la sintaxis de la economía política como fuente última del orden. Por derechización hay que entender una eclipse de lo político-maquiaveliano y de todo tipo de saber marxiano-freudiano sobre la dimensión sintomática sobre la que se basa la crítica de lo existente. El término derecha supone una sustitución de la democracia como forma inmediata de la cooperación social por la más formal postulación de una “vigencia de las leyes”. El principio teológico político que la caracteriza consiste en el borramiento de los procesos materiales de institución, cuyo fundamento es el reconocimiento de la multitud como horizonte ontológico de toda política efectiva. La derecha asume que lo político deriva de una fuente trascendente de orden prefigurado por dispositivos financieros-comunicacionales que deben completarse las veces que haga falta con represión.
La desafección, en cambio, es un fenómeno de tipo micropolítico. A pesar de sonar a insípida categoría de una ciencia política puramente descriptiva, su valor consiste en introducir una escucha analítico-política más próxima y sutil de eso que las encuestadoras llaman derechización. Menos interesante que la deserción, acción que retira la tierra misma sobre la que se vive, la desafección se limita a substraer el afecto sin decirnos demasiado acerca de lo que ocurre con él. Su mérito es su aptitud para detectar desplazamientos que operan por debajo de las categorías de la representación. En la desafección concurren fenómenos de decepción, descreimiento y rabia ante el sistema político. Es aquello que desde las cumbres de dicho sistema prefieren llamar la “insatisfacción democrática”.
Y sin embargo, no es la derecha tradicional -marcrismo- la que crece, sino los fenómenos llamados de ultraderecha. Hace unas semanas circuló un video en el cual vecinxs de San Telmo interpelaban en el café bar El Británico, al Jefe de Gobierno de CABA Horacio Rodríguez Larreta, por su inoperancia ante los cortes de luz generalizados en la zona sur de la ciudad. El video termina con un vecino que grita “viva Milei”. La desafección actúa como derechización cuando la ultraderecha prepara la escena para que los humillados puedan humillar a sus humilladores sin abrir un escenario de crítica sistémica. Nociones tales como «derechización», «antipolítica» o «fascismo», por tanto, corren el riesgo de un uso perezoso (nada menos filosófico, decía Benjamin, que un progresista asombrado) cuando se olvida que, a diferencia de lo ocurrido hace un siglo en Europa, es desde el mundo de la representación que se monta la escena para que aparezca aquello a lo que las izquierdas no dan curso: un materialismo desesperado de las pasiones. Que esa desesperación -base de la desafección- acepte expresarse bajos las formas reaccionarias que la ultraderecha le prepara, dice mucho de la bancarrota actual del progresismo político.
La decepción del progresismo, por su parte, es un fenómeno interminable. Lleva ya varios años (al menos desde 2015), y no solo no conduce a conclusiones, sino que se perpetúa en el círculo vicioso de una ilusión -una y otra vez frustrada- en que la delegación de ideas y acciones en un núcleo de políticos profesionales debería bastar para afrontar lo que solo una política materialista de izquierda -de existir- podría afrontar. Son varias las cuestiones que deja planteado este fracaso del progresismo: el desprestigio de la retórica de la igualdad como síntoma acabado de una desconexión catastrófica entre lenguaje descriptivo, mundo de pantallas y desesperación existencial; la sustitución de la practica democrático-política (que supone lidiar con la desesperación) por formas burocrático-mediáticas de la representación; la incapacidad de superar una cultura reaccionaria según la cual la discusión que abre a nuevos lenguajes y tácticas equivale a “hacerle el juego a la derecha” (complementada por la idea de que alcanza con atacar a la derecha para no ser parte de ella).
La desafección es la adecuada lectura de un hecho que recorre enteramente al campo político: la ausencia de una creencia democrático política sobre el papel que pudiera tener la fuerza material de los cuerpos (los afectos, las pasiones) en el surgimiento de ideas cuestionadoras del estrepitoso cierre de la realidad que supone el realismo capitalista. Incluso en el extremo más interesante del activismo político -aquel que mejor se aproxima al materialismo de lo despojado- se cuela también el elemento teológico político. Hace unas pocas semanas escuché en un programa de radio un razonamiento según el cual el problema con “la izquierda” es que sus referentes -Marx, Lenin o Luxemburgo- son inadecuados, por provenir de Europa, a la realidad espiritual de nuestros movimientos nacional-populares. El razonamiento se completaba del siguiente modo: si bien cabe adoptar con provecho categorías de análisis marxistas, hay que evitar incluir lo que en ellas hay de propuesta humana, por provenir de realidades tan distantes de la realidad nacional. Habría, en la lectura que profundiza en lo humano materialista, un gesto «liberal». Lo “nacional” sería, en esa línea (tan distante del humanismo de un José Carlos Mariátegui o de un John W. Cooke, de un Ernesto Guevara, pero también de un Horacio González), un “humanismo cristiano” inmanente al pueblo y condición estricta de lo auténtico local. En el corazón de tal argumento actúa el siguiente enunciado: el “materialismo” no admite la libertad del sujeto humano, propio del “humanismo cristiano”.
Semejante delimitación política -que tiene también algo de electoral- con la izquierda más clásica o de origen trotskista, reintroduce lo teológico político en la misma definición de aquello que está en discusión: lo nacional popular. La presencia de lo teológico-político actúa así, en esta delimitación, en varios niveles: oponiendo el cristianismo al materialismo; imaginando lo cristiano como siendo local frente a un materialismo importado, y parodiando a Marx, Lenin o Luxemburgo, nombres dóciles de los que se podría hacer
inofensivas criaturas del liberalismo. Lo teológico político es ante todo una forma de leer. De vincularse con los textos claves. ¿No es evidente que, se trate de La Biblia, la filosofía de Spinoza o la historia de la Revolución Rusa de Trotsky, estamos ante textos de tipo históricos que interrogamos desde la materialidad de nuestro presente? Ahí donde lo teológico político le atribuye al texto un efecto de verdad eterno (y por tanto un modelo de conducta, una forma política), una lectura democrático-política no olvida que aquellos nombres son los nombres de la Revolución, percibidos por el campo liberal como sus peores enemigos. Al rechazar el libre uso de esos nombres, que fueron también los de un comunismo fracasado, se pierden tanto los nombres de lo democrático-político radical como la oportunidad de discutir las razones de aquel fracaso. Porque todo lo que de indeseable tuvo aquel comunismo, tuvo menos que ver con el materialismo y más con el modo teológico político con que fueron usados, conforme a lógicas de Estado). El socialismo padeció de un déficit de materialismo al concebirse como realización de textos verdaderos y no como recursos para practicar la regulación comunitaria de los flujos que recorren el cuerpo social.
El problema con lo teológico político en las izquierdas es, por tanto, el de la reducción falseante del materialismo como amor al dinero, o a la razón científica cartesiana. Este modo de presentar las cosas cierra el mundo realmente existente sobre una oposición idealista entre espiritualismo cristiano versus sensualismo neoliberal. El materialismo queda reducido a un argumento idealista, excluido de toda posibilidad política propia, confinado a una doble reducción caricatural: los neoliberales acusan de materialistas a los movimientos populares como defensores de una economía de la “improductividad” (los tratan como materia devaluada) y los socialcristianos reprochan a los neoliberales ser materialista pecaminosa y deshumanizada porque adoran el dinero (materia financierizada). Lo que no puede escucharse en este contexto es lo que la tradición materialista tiene de propio: un saber no racional-cristiano del conocimiento y no capitalista de la producción humana y natural, fundada en las potencias de los cuerpos y en el disfrute sensual de la vida que el capital (y su alianza con lo teológico-político) en todas sus versiones, expropia.
La desafección es un fenómeno que requiere ser tratado a partir de la escucha. Emana como síntoma de lo materialista excluido. En su novela Respiración artificial, Ricardo Piglia imaginaba un encuentro inquietante entre figuras absolutamente claves del siglo XX. En el verano del año 1910 se habría producido -en el café Arcos de Praga- una conversación entre un pintor austríaco mediocre y profeta del horror llamado Adolf Hitler, y uno de los más grandes escritores europeos: el judío checo Franz Kakfa. Según Piglia, Kafka escuchaba con sumo interés. Captaba el poder precursor de las palabras de Hitler mucho mejor que el futuro líder Nazi porque «estaba atento al murmullo enfermizo de la historia». En la ficción de Piglia, el relato “En la colonia penitenciaria” habría sido, entonces, soplado al oído por el mismo Hitler mucho antes de que este imaginara llevarla a los hechos. Hitler soñaba con imponer el alemán en toda Europa, para que sus órdenes pudieran ser cumplidas. Kafka, se sabe, introducía en el alemán fragmentos de Checo e Idish (desviaba la lengua como asunto de “cumplimiento”). Kafka «sabía ver» en las palabras más inaudibles la acumulación de un horror que quería pasar al acto (e imaginó a tiempo el Estado como instrumento moderno del terror). Según Piglia, este contacto con el poder oscuro de las palabra lo afectaba profundamente: «se despertaba, todo los días, para entrar en esa pesadilla y trataba de escribir sobre ella». Las pesadillas más delirantes se hacen realidad ante nuestros ojos anulando el poder afectivo de la materia. Nada bueno surgirá de la autocomplacencia.
Buenos Aires, 24 de abril de 2023.
*El autor es investigador y escritor. Estudió Ciencia Política en la Universidad de Buenos Aires. Es docente y coordina grupos de estudio sobre filosofía y política.