Sobre La soledad de las cosas, primera novela de Diego Tatián.
Por Guillermo Ricca*
(para La Tecl@ Eñe)
La soledad de las cosas, es la primera novela publicada de Diego Tatián. Filósofo, ensayista, escritor prolífico que ya nos había entregado una saga de muy buenos libros de relatos, Lugar sin pájaros (1998), Detrás de las puertas (2003) y El último en dormir, (2007), como así también una serie de ensayos narrativos breves en Baruch (2015) y en el no menos bello Lecturas imaginarias (2020). En rigor de verdad, la escritura de Diego Tatián es esquiva a dejarse determinar por un género específico. La soledad de las cosas no es un policial; su lectura no se eslabona en la herencia de Ricardo Piglia o de Carlos Feiling. Se trata de una nouvelle que, al modo de algunos filmes de Aki Kaurismaki o de Rodrigo Moreno, hace de la historia central el pretexto para la apertura de la conversación, la reflexión, el ensayo, la poesía, el comentario que ofician de objetos encontrados, de hallazgos preciosos en medio de una realidad opaca y cruel. Personajes raros como la anciana, Etelvina, que barre la vereda insistentemente y en ese acto ritual, piensa, “cumple con su destino humano”. O la kiosquera que vende diarios y revistas, pero viejos y desteñidos por el sol, nunca el diario del día. O la ciudad, una ciudad indolente, conservadora, habitada por sectas de conspiradores que son como una jauría, sectas que recuerdan la Elegía de González Tuñón a Deodoro Roca que Diego ha comentado en algún ensayo en torno al reformista cordobés.
Todos episodios que se suceden en la vigilia, mientras el narrador camina por un barrio que bien podría ser Alta Córdoba, o pedalea en bicicleta desde la facultad en la que estudia letras hasta su trabajo, como cronista de policiales o a la casa de su madre. En esas caminatas que recuerdan los días del tabaco de Macedonio, de Carlos Tomatis, en la saga de Juan José Saer, en ese trajinar en bici, el pensamiento se libera y La soledad de las cosas es el registro de esos soliloquios que intercalan lecturas de un manuscrito hallado en la casa de un supuesto suicida, encuentros con la hija del supuesto suicida, con Etelvina, la vecina anciana que barre lo que no necesita ser barrido, con Núñez, el comisario amigo de la madre de Pietro, el narrador estudiante de literatura.
También se hilvanan allí recuerdos de memorables páginas que se tornan preciosas sugerencias al lector, de descubrimientos científicos minúsculos pero muy alegóricos, como la historia de las diferencias entre la langosta verde y la langosta marrón. Todo ese bricollage compone aquí una suerte de antropología especulativa. Caigo en la cuenta de que así define Juan José Saer a la literatura; y es que, efectivamente, La soledad de las cosas ensaya una teoría en una serie de agudos conceptos que se dicen en voz baja, por debajo de todas estas figuras que componen la novela. Digo agudos por no decir amargos. La soledad de las cosas es, efectivamente, una novela hecha de fragmentos de discurso referidos a la condición humana, y no sólo. Podría decirse, parafraseando a Spinoza—a quien Diego ha consagrado más de una decena de muy buenos libros—que la naturaleza de la que se trata aquí es una y la misma en todas partes y quizás, habría que agregar, en todas las épocas. Hay en la condición humana o, quizás haya que decir, en la institución de la socialidad humana, una dimensión o instancia ruin, que convierte a grupos humanos y a sociedades enteras en jaurías que despedazan a sus semejantes, incluso bajo el imperio de nobles ideas morales y de consignas políticamente correctas.
La soledad de las cosas, lejos del género policial al que visita como excusa, ocasión o mera contingencia de un trabajo periodístico, se inscribe en una tradición que remonta a Elías Canetti, a Robert Musil, y a la literatura rusa que retrató sin concesiones la lógica sacrificial del stalinismo. Hablamos aquí de un puñado de escritores que es explícitamente aludido en la novela de Diego Tatián, por Sabrina, la hija del malogrado Joaquín Crous, el personaje ausente que deja sus cosas -una desmedida biblioteca, un archivo desbordado de manuscritos, una caja de la vida repleta de fotos y objetos atesorados-, abandonadas a una soledad enmudecida. Sabrina es heredera de un padre ausente. El trabajo de herencia se ve aquí redoblado, remachado por la fatalidad, pero a la vez y por eso mismo, la novela muestra que nadie puede existir ni andar por el mundo como un Adán solitario: a pesar de la negativa de Sabrina a querer saber y tener algo que ver con su padre, a quien no ha visto por décadas, la herencia se impone y deja sus marcas porque todas las cosas imponen marcas en los cuerpos, como ese gusto por la literatura rusa del siglo XX, o la teoría de la jauría, del origen caníbal de la sociabilidad humana, presente en la obra de Elías Canetti.
Si, en La soledad de las cosas hay, como supo decir Saer acercad e la literatura, una antropología, la especulación en este caso se inscribe en una larga tradición de meditaciones sobre la condición humana que quizás haya que remontar, como el propio Saer lo hace, a los diálogos de Platón. Sólo que aquí, la referencia de segundo orden a cuestiones tan vitales como las causas políticas, el bien, el mal, la capacidad de destrucción que anida de manera congénita en los seres humanos y que no requiere una causa justa para desatarse, es el foco de la composición, es el objeto que los fragmentos de ese collage declinan de múltiples y diferentes maneras sobre el artificio de una indagación en torno a un misterioso suicidio, a una muerte sospechosa como suele caratularse en los expedientes judiciales.
Nada más alejado del ensayo como sustitución del panfleto que esta novela que interroga por la “crueldad de los buenos” o, mejor sería decir, de los infatuados dispuestos a constituirse en nuevos inquisidores o tribunales al servicio de nuevos gulags. La expresión “asedio de la canalla” los alude y una aguda descripción los sitúa: “El canalla es un cobarde envalentonado por el resguardo de la horda y una imitación de los demás en la que puede diluir sus actos y sus palabras […] el canallismo irrumpe siempre que existe la certeza de que la liberación de lo peor será sin costo. No todos somos así” (p96). El Viaje al comienzo del día, tal el título del “mamotreto” inconcluso hallado en la casa de Joaquín Crous, no conduce a otra parte más que a esa certeza: Las ciudades están llenas de canallas precisamente porque ninguna causa política ni menos aun una identificación al ideal tiene el poder de inmunizar ante el asedio de la ruina, el asedio de la ruindad.
Si hay una salida a la crueldad, y la novela de Diego Tatián parece sugerirla, no está al alcance de ninguna organización ni de ningún catecismo de ninguna vanguardia. Es una salida impolítica. Como sucede con todas las buenas ficciones literarias, leer La soledad de las cosas es, en cierto modo, leerse. Y esto vale tal vez para la extraña época que la novela toca como primera destinación de lectores y lectoras: la de un país empeñado en arruinarse. Razones más que sobradas para recomendar su lectura.
La soledad de las cosas, de Diego Tatián, (Buenos Aires, Paradiso, 2023).
Córdoba, 21 de enero de 2024.
*Licenciado en Filosofía. Dr. en Estudios Sociales de América Latina. Docente e investigador.