Un nuevo modelo de dominación disfraza el derrumbe como libertad y estetiza la crueldad digital como mérito. El Estado no desaparece: se transforma en un instrumento para programar desigualdad. Milei no improvisa: ejecuta un libreto global.
Por Claudio Altamirano*
(para La Tecl@ Eñe)
Agosto de 2012, Leicester. Debajo de un estacionamiento marcado con una “R” yace el cuerpo enterrado de Ricardo III, rey y tirano. Un lugar profano para un rey. Esa imagen, la de un poder real escondido en lo cotidiano y lo aparentemente banal, es la puerta de entrada para entender la historia que Calixto Bieito propone en la obra de teatro «La verdadera historia de Ricardo III». No solo una tragedia política, sino una disección del mal como parte inseparable del ADN humano, esa doble naturaleza donde la maldad y la bondad conviven en tensión perpetua.
Como Ricardo, deformado y maquiavélico, tirano y sanguinario, Milei no es un loco aislado, sino la manifestación lúcida de un liderazgo que manipula con astucia, que seduce, fascina y aterra. Su maldad no es irracional, está planificada y encarnada. La violencia más profunda no se grita, se ejerce con eficacia dramática. Así, Milei no gobierna en el caos: gobierna con el caos.
La arquitectura del caos no es improvisación: es diseño. La dictadura cívico-militar no fue un exceso, sino una estrategia. Hoy, la ofensiva global combina supremacismo ideológico, capital financiero, plataformas digitales y subordinación geopolítica para disolver el Estado, fragmentar el lazo social y colonizar el sentido común. La lógica del shock persiste: desestabilizar para reprogramar.
Milei, con su brutalidad altisonante, es un dispositivo que conecta el algoritmo con la dominación. No es el poder, es su vocero. Interrumpe, distrae, polariza. Pero lo sustantivo no es él: es el síntoma. Como en la obra, donde Ricardo quiebra la cuarta pared y vuelve cómplice al público, el mal hoy necesita miradas que lo legitimen. La sociedad es parte activa del dispositivo: memes que ridiculizan, trolls que difunden odio, usuarios que naturalizan la crueldad. La violencia se terceriza, privatiza y estetiza. El Estado promueve el odio, pero lo externaliza.
Ya no se censura: se inunda. La verdad no se niega, se diluye. El caos anestesia. El lenguaje se vacía. Todo se grita. Todo se quema. Como en el montaje de Bieito, donde huesos del pasado se proyectan en paisajes oníricos y violentos, nuestro presente es un collage grotesco y trágico: ficciones digitales, discursos virales, simulacros democráticos.
Detrás de la teatralidad hay libreto. El poder no busca organizar, busca saturar. No convence, desmoraliza. La democracia deviene en insatisfacción, la política en espectáculo, la comunidad en amenaza. No hay promesa, solo cinismo.
En esta fase del capitalismo —más digital, concentrado e impune— la dominación ya no usa tanques. Usa apps, datos, influencers. Se combate el Estado mientras se lo captura. Se habla de libertad mientras se hostiga a docentes, artistas, científicos. Se glorifica al evasor y se castiga al pobre. El mérito es dogma; el otro, obstáculo.
La fiscalía de París investiga a X por manipulación algorítmica en procesos democráticos. Aquí, esa manipulación se celebra. Voceros digitales libertarios piden “milicias populares” y “dinamitar el Congreso” mientras el Estado mira hacia otro lado. Lo que en otros países se sanciona, acá se institucionaliza.
El caos es funcional. No hay error: hay orden. No hay anomalía: hay sistema. Como Ricardo III, el liderazgo no niega su monstruosidad: la convierte en espectáculo. El tirano no se oculta: es influencer.
Pero el problema ya no es solo el tirano. Es la sociedad que aplaude, comparte y se acostumbra. Como en el teatro, la distancia entre escena y platea se diluye. Lo que se representa es lo que se vive. El mal no está afuera: nos interpela.
Porque el infierno está vacío. Todos nuestros demonios están aquí. En ese espejo, nos reflejamos. No hay escape ni otro culpable: la responsabilidad es colectiva.
Frente a esta arquitectura del caos no basta con resistir. Es urgente recomponer sentido, recuperar lenguaje, reconstruir el lazo. Nos queda lo que siempre: política como creación colectiva, Estado como garante de lo común, palabra como antídoto del odio. Y el amor —ese que no rinde en las redes— como herejía frente al algoritmo, como escudo frente al odio, como lengua de lo común.
15 de julio de 2025.
*Educador, escritor y documentalista argentino.
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