Criminalizar al Estado para privatizarlo implica expulsar al Estado del Estado. Expulsar al Estado del Estado quiere decir también expulsar las normas que pueden reglamentar y obstaculizar la voracidad del mercado.
Por Rocco Carbone*
(para La Tecl@ Eñe)
Dentro de la tradición marxista existen tres tipos de necesidad: las necesidades individuales naturales, que son los medios para la supervivencia biológica; las necesidades sociales, o medios para una existencia plena en sentido ético; y las necesidades económicas, los medios necesarios de los individuos para secundar la lógica del capitalismo (A. Heller, La teoria dei bisogni in Marx, 1975). Desde el 10 de diciembre el poder de gobierno se empeña en afectar las necesidades individuales y las sociales para sostener las necesidades económicas; que además son propias de la criminalidad de los poderosos (V. Ruggiero, Perché i potenti delinquono, 2015). Las necesidades económicas se asientan sobre una lógica: es necesario apropiarse de los recursos antes de que se echen a perder, antes de que se pudran. Echarse a perder / pudrirse aquí tiene este sentido: antes de que vuelvan a gobernar las fuerzas populares. Parecería que en la Argentina estamos arrojadxs menos a la concepción económica de la escuela austríaca que a la concepción política de John Locke. En el mundo visionario del filósofo inglés latía la idea de que la iniciativa económica tiene origen divino y que si los frutos que nos ofrece la naturaleza no se privatizan, se pudren. Se puede inferir, entonces, que la riqueza acumulada por un pueblo -sintetizada en el Estado- puede ser considerada riqueza desperdiciada, en vías de putrefacción, si no es privatizada. Un Estado privatizado es un Estado privativo, que causa privación a las grandes mayorías, que saquea a los seres humanos para garantizarse el poder de perpetuarse y dilatarse, y que cuida las necesidades económicas del mercado, y aquellas de las clases que pueden, nacional e internacionalmente.
La privatización del Estado implica una necesaria afirmación: declararlo “asociación criminal”. Y aquí una cuestión de lo más relevante: el fascismo criminaliza al Estado para descriminalizarse a sí mismo. Altera la legalidad para afirmarse. Ese ímpetu necesita un aparato propagandístico, unos “coautores” encargados de forjar normas moralmente válidas. Ese aparato está constituido por la mediaticidad monopólica y las redes sociales.
Desde el 10 de diciembre, desde el corazón de la estatalidad, se expande una furia en contra del Estado. En el foro IEFA Latam (fines de marzo de 2024) el presidente habló despacio y con apatía. Detrás de esos tonos se detecta la presencia de una cólera permanente dirigida al Estado y a sus trabajadores. En toda su figura anida algo sombrío e incluso siniestro. Esa furia es animada por una lengua economicista que traduce toda aspiración en deseo predatorio y está sostenida por la bancarrota moral del pensamiento económico. Esa lengua transmite noticias trágicas para las clases trabajadoras y sin embargo, a menudo, una sonrisa enfermiza queda fija en el rostro que porta esa lengua, como si fuera una máscara. Sus discursos economicistas son totalmente incomprensibles para las mayorías, incluso para sus sectores letrados, pero están diseñados para atraer al capital, al empresariado y a los aparatos de poder (i)legal. Por así decirlo: da lecciones sobre cómo dirigirse a las masas en ausencia -momentánea- de líderes populares. La “verdad científica” de su pensamiento económico apunta a humillar las opiniones disidentes, evitar confrontarse, emitir juicios inapelables.
Criminalizar al Estado para privatizarlo implica expulsar al Estado del Estado. Esta oración tiene varias dimensiones. Quiere decir expulsar del Estado a sus trabajadores. El/la trabajador/a despedida es un sentido laboral afectado, una familia precarizada, una institución vaciada, un rasgo civilizatorio derruido. En la cultura del trabajo laten todos los modos de una civilización. Afectar el trabajo daña a la propia civilización. Expulsar al Estado del Estado quiere decir también expulsar las normas que pueden reglamentar y obstaculizar la voracidad del mercado. Implica también expulsar el sentido cívico (social) de la comunidad porque esta va adhiriendo progresivamente a las reglas del mercado. Un Estado de mercado entraña una sociedad de mercado que, en otras palabras, equivale a una agregación degradada de individuos cuyas obligaciones morales y sentido cívico están degradados y borrados. Colonizar la estatalidad con la lógica del mercado convierte al Estado en máquina de tortura para su sociedad -por eso mismo una sensación prevaleciente que circula en el campo propio es el miedo-, “modifica la actitud de las personas y expulsa el compromiso moral y cívico” (M. J. Sandel, What money can’t buy. The moral limits of markets, 2013). La lógica del mercado llevada a la estatalidad deteriora el espíritu solidario y altruista, la generosidad, el deber cívico, la condición social y la propia sociedad, porque afecta los lazos que se organizan en torno al don, a la reciprocidad que no espera inmediatamente algo a cambio. Los mercados no fomentan los lazos entre iguales ni pueden, en consecuencia, presentarse como esferas de acción humana en las que prevalece el principio de libertad. No se organizan alrededor del principio de la mutualidad o de la reciprocidad que relacionan a los individuos de tal modo que la libertad de uno sea condición para la de otro. Sin un sentido previo de solidaridad, que exige algo más que el respeto de las reglas del mercado, “las oportunidades que ofrece el mercado pueden utilizarse para engañar a los demás, explotarlos y acumular” (A. Honneth, Freedom’s right. The social foundations of democratic life, 2014).
Mercado y valores
“La historia del pensamiento económico atraviesa innumerables estadios que conducen a un modelo de humanidad desprovisto de intenciones altruistas y sentimientos morales” (V. Ruggiero, Perché i potenti delinquono, 2015). Esto puede refrasearse diciendo que los mercados se ubican en la antítesis respecto de las comunidades humanas. Esta afirmación puede considerarse cierta, sobre todo si pensamos en la realidad que nos toca y, también, si solapamos la idea de mercado como una antigua forma cultural. En tanto expresión cultural, abrió las puertas y los imaginarios de civilizaciones lejanas e inaccesibles. Los comercios de los hermanos Polo a lo largo del mercado de la Ruta de la seda, por ejemplo, convirtieron a Marco en un funcionario de inteligencia en la corte de Kublai Khan y nexaron Oriente con Occidente. La idea de mercado como cultura podemos verificarla caminando por cualquier antiguo mercado europeo, por la ciudad de La Paz o atravesando La Salada. El mercado como cultura: espacio físico y conceptual habitado por sujetxs que llevan a cabo acciones de cooperación, de intercambios más o menos ventajosos y de acuerdos económicos. Montesquieu, en El espíritu de las leyes (De l’esprit des lois, un tratado de teoría política y derecho comparado publicado en 1748) teorizó sobre la doctrina del doux commerce (comercio dulce, suave, gentil). Imaginaba el comercio en el mercado como una actividad que refina y civiliza a lxs seres humanxs puesto que lxs aleja de lxs bárbarxs y por ende de los actos violentos. En esta óptica, intercambiar bienes resulta una pasión serena que no puede ni debe afectar sentimientos como la solidaridad o la benevolencia.
Desde la caída el muro de Berlín -idea que en América Latina aún resiste: con Cuba, Venezuela y Colombia, principalmente-, el capital, que por definición es insaciable, impone severamente otros valores, contrarios a la fraternidad, la sororidad, la solidaridad, la igualdad, la bondad. Esos valores, que en realidad son pasiones oscuras, y que incluso pueden ser pensados como pecados, son la acumulación obstinada, el amor por el lucro sin límites, la avidez desenfrenada. También pueden ser pensados como excesos (estar al palo), ganancias (ambición) y gloria (exhibicionismo obsceno de riquezas). Estos valores vienen teniendo más y más impacto en las sensibilidades colectivas del mundo occidental. Quiere decir que pasiones cargadas de denso dramatismo (pasiones destructivas), se fueron convirtiendo en aceptables para amplios sectores sociales. Se volvieron “honorables”. Las pasiones propias de los poderosos, aceptadas por quienes poderosos no son: las clases trabajadoras, los sectores populares.
Cuando esas pasiones se operativizan económica o políticamente causan daños que afectan sectores conspicuos de una sociedad, enteras clases sociales, una sociedad en su conjunto, un país, un continente o el mundo. La palabra “globalización” señala esa aspiración del capital: convertir un modo de ser en seres de un (solo) modo. Esas pasiones, contrarias a aquellas del mercado como antigua forma cultural, si se operativizan, son destructivas. Esas mismas pasiones son amplificadas cuando existe un control totalitario de los medios de propaganda oral y escrita: redes antisociales y mediaticidad monopólica. Esas mismas pasiones destructivas pueden ser atemperadas por la estatalidad. Por una estatalidad peculiar que puede ser adjetivada, según el caso, de nacional y popular, democrático-disidente o revolucionaria. En estos casos, el Estado antagoniza con el poder de los poderosos, que es el del mercado, para transformar su operatividad en acciones civilizadoras: positivas, constructivas para las grandes mayorías: “la concupiscencia puede ser gestionada y dispuesta de tal manera que favorezca un perfecto orden social, la fragilidad y la codicia humanas transformadas en su contrario: prosperidad y generosidad” (V. Ruggiero, Perché i potenti delinquono, 2015). Por eso mismo, la globalización de la economía, combinada con el fascismo, apunta a una nueva fase de privatización: la de la estatalidad -nacional y popular en la Argentina-, para que las pasiones destructivas tengan un efecto totalizador.
Rexistencia
La acción de denegar ese poder debe ser nuestra, del campo nacional y popular. Y la denegación puede realizarse a través de la idea, de la acción, de la lucha y del trabajo, de manera tal que una nueva realidad política pueda emerger en la Argentina.
No pueden afectar la idea de igualdad, la lengua fascista no ha podido porque no puede capturar esa palabra, porque aceleraron vertiginosamente la polarización de la riqueza y llevaron la desigualdad material a los horrendos niveles de nuestros tiempos. Por eso mismo, la Resistencia al fascismo tiene en la idea de igualdad su punto focal de acumulación, organización y despliegue. Si es cierto -tal como señala Aristóteles en Ética a Nicómaco– que toda virtud debe ser cultivada con la práctica y que entonces nos volvemos justxs practicando la justicia, templadxs asumiendo comportamientos moderados, corajudxs actuando con coraje, homólogamente, nos hacemos iguales practicando actos de igualdad.
Este texto contiene lenguaje inclusivo por decisión del autor.
Buenos Aires, 5 de abril de 2024.
*CONICET
5 Comments
Deseo recibir estas publicaciones pues me ayudan a desentrañar la realidad de mis contextos
Hola María Pía.
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Gracias y saludos!
Excelente lenguaje, te lleva solo por el camino del texto hasta un final lógico y deseado, sorprendiendo en cada nuevo párrafo por su lucidez. Nos encantó leerlo y estaremos muy contentos de seguir recibiendo textos de Carbone! (Para la tecl@ eñe) MaríaVigo
Muchas gracias, María.
!Saludos!
Increíble análisis. Me ayuda a tener claridad y un atisbo de esperanza