Vivimos tiempos de fake news y lawfare en los que lo que está en juego es nada más ni nada menos que la distribución democrática del poder político, sostiene Mariano Carreras en este artículo, y afirma que es en este contexto que la noción de verdad se convierte en un problema crucial sobre el que es preciso volver a pensar.
Por Mariano Carreras*
(para La Tecl@ Eñe)
Primero lo obvio: son tiempos de fake news. Las redes, los medios, incluso a veces los Estados propagan mentiras como si fueran virus contra los que la opinión pública no tuviera los anticuerpos suficientes, y posiblemente fuese imposible que alguna vez alcance a tenerlos. Son también tiempos de lawfare, de ataques judiciales amañados para desprestigiar, neutralizar y en ocasiones encarcelar a los dirigentes políticos que incomodan o que eventualmente pudieron incomodar al poder. La conclusión es igualmente obvia: puesto que los dirigentes políticos son los emergentes sociales en quienes los distintos sectores de la sociedad pueden encontrar los vectores de representación a través de los cuales expresar sus intereses, lo que está en juego es nada más ni nada menos que la distribución democrática del poder político.
Es en este contexto que la noción de verdad se convierte en un problema crucial sobre el que es preciso volver a pensar. El poder económico concentrado y sus operadores mediáticos y judiciales se mueven como si la utopía posmoderna de un mundo en el que la verdad no fuese más que la mentira más eficiente se hubiera convertido en una realidad ubicua. La célebre frase según la cual “todo lo sólido se desvanece en el aire”, si en el siglo XIX refería a la aceleración histórica y a la mutabilidad social de la modernidad, en lo que va del siglo XXI describe más bien el hecho de que, aparentemente, los hechos carecen de importancia frente a la efectividad de los relatos. Postular una reivindicación de la verdad puede parecer hoy algo así como el gesto anacrónico de un positivista. Preferiría hablar entonces no de reivindicación, sino de insistencia en un problema que está lejos de haber sido saldado y que se aloja en el centro de una disputa por el poder.
Cada vez que se argumenta que la verdad es una pasión del pasado que ya no nos pertenece, se recuerdan los planteos nietzscheanos del estilo: “no hay hechos, solo interpretaciones”. Sin embargo, no es justo reducir el pensamiento del “maestro de la sospecha” a los lineamientos generales del relativismo: la pelea de Nietzsche, que se expresa en este y otros enunciados, no es contra la verdad como categoría abstracta, sino contra los límites que imponía sobre esta última el paradigma científico positivista de su época; paradigma que, por otra parte, hace tiempo ha sido ampliamente superado. En buena parte de los textos del filósofo alemán se puede leer que no se trata de despachar la noción de verdad como una categoría perimida, sino de establecer cada vez cuál es el valor de los enunciados que operan como verdades en un contexto dado. En este sentido, más que postular una disolución de la verdad en el río infinito y más o menos caprichoso de las interpretaciones posibles, lo que introduce Nietzsche es la pregunta por la potencia de los enunciados que circunstancialmente son considerados verdaderos.
Dos variantes posibles de la pregunta nietzscheana: ¿para qué sirve una verdad? ¿Cuál es su valor estratégico? Aún si se acepta la premisa de que las verdades son mentiras exitosas con las que se teje la trama más o menos irreflexiva del sentido común, es posible ensayar, aunque más no sea de manera provisoria, una segunda conclusión: si la posmodernidad ha logrado convertir efectivamente en un componente del sentido común la idea de la muerte de la verdad, la potencia de semejante hipótesis pudo ser utilizada para relativizar los acontecimientos económicos y políticos que caracterizan el momento histórico, y para construir las ficciones jurídicas y mediáticas con las que se condiciona la percepción política de la ciudadanía y se salvaguardan los intereses corporativos y financieros transnacionales.
Quizás uno de los desplazamientos más notables de la noción de verdad tuvo lugar en el contexto de la teoría psicoanalítica. Sobre todo porque el psicoanálisis disolvió el fundamento subjetivo en el que la verdad se sustentaba, por lo menos desde el cartesianismo. Lo verdadero ya no se corresponde con el registro de las ideas conscientes de un sujeto que puede reflexionar sobre su historia de manera objetiva; la verdad de su historia se le escapa porque pertenece al orden de su inconsciente. El neurótico no puede acceder a su verdad a través del ejercicio metódico de la razón; esa verdad se esconde precisamente en sus racionalizaciones conscientes. Pero hay que subrayar que incluso la teoría que produjo el resquebrajamiento más evidente del modo tradicional de comprender el problema de la verdad, en ningún momento decreta la muerte de una categoría que, de hecho, no deja de funcionar en la clínica psicoanalítica como un horizonte que parcialmente coincide con la instancia de la cura.
Otra forma interesante de considerar el problema es pensar la verdad a la manera de Foucault, como el efecto discursivo de una serie de luchas políticas. Desde esta perspectiva, carece de sentido sostener o rebatir definiciones de verdad en términos de correspondencia o distorsión entre las palabras y las cosas. Mucho menos resulta necesario discutir si existen razones para dudar sobre la vigencia o la caducidad de la idea de verdad. En realidad, esa idea funciona efectivamente como un operador que legitima o descalifica producciones enunciativas y posiciones políticas en función de las relaciones de poder que estratifican y sostienen la trama simbólica del orden social. Es decir, la idea de verdad existe y tiene un valor instrumental: se usa para construir poder y al mismo tiempo para debilitar el poder del adversario. Y esto es así, más allá de las creencias y de las sospechas que redunden sobre el tema.
Foucault describe en una serie de conferencias dictadas en Brasil, dos formas jurídicas que tuvieron lugar en la historia de occidente y que se pueden entender como los dos polos entre los que oscilan los sistemas jurídicos contemporáneos. Una corresponde a la forma en que se resolvían los litigios durante el feudalismo. En ese entonces, lo que importaba no era la búsqueda de la verdad a través de la indagación, sino el poder del más fuerte. Ganaba el pleito no quien lograba demostrar que tenía razón, sino quien formaba parte del clan más poderoso, podía reunir el número de garantes suficientes y contaba con la capacidad técnica de formular los enunciados necesarios de acuerdo con las reglas retóricas establecidas. Por el contrario, resultaba perdedor no quien sostenía la posición que reunía la mayor cantidad de pruebas en su contra, sino quien era parte del grupo con menos inserción social, no concitaba las mismas adhesiones o no lograba superar las virtudes retóricas de su contrincante.
En el extremo opuesto, aparece el sistema jurídico de la democracia griega, cuyas primeras articulaciones el filósofo francés encuentra en la trama de Edipo rey, de Sófocles. Como es sabido, la célebre tragedia gira en torno de la búsqueda de la verdad acerca del asesinato de Layo, antiguo rey de Tebas. Frente a la serie de arbitrariedades con las que Edipo pretende eludir durante el proceso su responsabilidad en el crimen cometido, el caso se resuelve con la enunciación de la verdad de lo que vieron dos pastores que carecen absolutamente de poder. En este sentido, la democracia griega inventó una forma jurídica en la que no solo la verdad funciona como centro de gravitación de las indagaciones en torno de los conflictos que se pretende resolver, sino que además se sientan las bases que hacen posible que una verdad sin poder se enfrente a un poder carente de verdad y pueda removerlo.
Es cierto que en las prácticas científicas contemporáneas la verdad asume siempre un carácter provisorio y que nunca supera el umbral de las buenas o las malas hipótesis de trabajo. Pero eso no quita que opere como un horizonte epistémico que orienta la descripción de los datos empíricos y los alcances explicativos de los proyectos de investigación. Por lo demás, en el espacio específico de las formas jurídicas, los casos de lawfare demuestran que cuando la búsqueda de la verdad no funciona como el factor decisivo en la resolución de los litigios, el factor que la sustituye e inclina la balanza es en última instancia la variable del poder. De modo que, además de operar como un horizonte investigativo, la verdad se presenta como un operador necesario para profundizar los sistemas democráticos actuales. Por el contrario, decretar su inexistencia implicaría renunciar a la distribución democrática del poder político y a las aspiraciones políticas de construir sociedades menos inestables y más justas.
Buenos Aires, 6 de enero de 2021.
*Profesor de Literatura y actualmente cursa la licenciatura en letras en la Universidad de Buenos Aires.