En esta nueva crónica de POSTALES DEL DERRUMBE, Flavio Crescenzi nos narra su encuentro con un personaje marginal que, amparado en un discurso presuntamente religioso, cuestiona a Milei con el vigor y la claridad de un político de raza, de esos que, por desgracia, ya no abundan. La conclusión a la que llega Crescenzi luego de una serie de líricas reflexiones, puede entenderse como un aporte más para ayudarnos a entender nuestra actual falta de representatividad política.
Por Flavio Crescenzi*
(para La Tecl@ Eñe)
Llueve. Llueve en Balvanera y en Belgrano, en San Nicolás y Villa Urquiza, en Retiro y Bajo Flores. La lluvia arroja sus monótonas estrofas sobre los tinglados del mundo, y la ciudad de Buenos Aires, a pesar de la mirada recelosa del jefe de Gobierno Jorge Macri, se deja llenar como una copa vacía. A mi lado, mientras tecleo estas palabras en mi laptop con la vehemencia de un pianista del siglo XIX, yace un libro de Azorín que adquirí recientemente en uno de esos puestitos emplazados cerca de la estación Primera Junta. Su título, El paisaje de España visto por los españoles, delata mi deseo de quitarle a esta coyuntura parte de su innegable poder paralizante, como creo que lo delata también mi permanente apuesta a la escritura.
Decidí conseguir ese libro como premio a mi última labor de corrección: la tesis de grado de un estudiante de la carrera de Ciencias Políticas, cuyo tema central era la disolución de los valores democráticos por influjo del tecno-feudalismo. Me impresionó su abundante, variada y bien articulada bibliografía, que incluía a Platón, Aristóteles, Bacon, Spinoza, Hobbes, Rousseau, Marx, Bentham, la escuela de Fráncfort, Mumford, McLuhan, Chomsky y Lipovestky, pero también a pensadores más contemporáneos como Byung-Chul Han, Remedios Zafra, Éric Sadin, Yanis Varoufakis, Diego Fusaro y Yuval Noaḥ Harari. Concluí con este encargo el domingo posterior a la multitudinaria marcha antifascista organizada por el colectivo LGBT, después de haberle dedicado varias semanas de mi tiempo. La remuneración acordada era importante, así que pude permitirme comprar un libro usado sin que eso alterara demasiado mi ya de por sí alterada economía.
Al día siguiente, el lunes para ser precisos, tomé el subte en la estación Rodolfo Walsh para luego hacer combinación con la Línea A en la estación Bolívar y de ahí llegar a Primera Junta. No llovía entonces como ahora, que parecería que las calles quisieran ser cauterizadas por el agua sanadora de febrero. No llovía, pero los pasajeros, en sus respectivos vagones, daban la sensación de necesitar que los despertasen de su modorra con un certero baldazo de agua fría.
No hubo tal baldazo (no, al menos, en el vagón en que yo estaba), aunque sí un dúo de folcloristas que entonaron unas endemoniadas chacareras, chacareras que fueron recibidas de inmediato con vítores y aplausos. Una vez que los músicos se trasladaron al siguiente escenario improvisado, irrumpió en el nuestro un hombrecito de sesenta años más o menos, melena blanca y rostro enjuto, una rara mezcla entre el viejo Rafael Alberti y el joven Ireneo Leguisamo. El hombrecito en cuestión llevaba una Biblia de tapas de cuero en la mano y una actitud escrutadora en el semblante. Cuando finalmente se dirigió a los que ahí nos encontrábamos, me enteré de que se llamaba Juan, y de que se consideraba a sí mismo un profeta.
El profeta de la Línea A dio rienda suelta a sus estudiados anatemas, y, para mi sorpresa, el destinatario de ellas no era la recua de pecadores de la cual todos en mayor o menor medida somos parte, sino el presidente Javier Milei, ese «falso mesías». El tono apocalíptico que utilizaba nuestro hombrecito se cimentaba no solo en el género discursivo escogido, sino en su propio nombre, incuestionablemente bíblico. Sin embargo, lo que me llamó más la atención fue la actualidad política de muchos de los tramos de su encendida soflama, hecho que me remitió a aquella frase de León Bloy que dice: «Para enterarse de las últimas noticias, hay que leer el Apocalipsis».
Juan habló de cómo el liberalismo había puesto en crisis la organización natural del pueblo de Dios, una organización que apuntó siempre al bien común; habló de cómo, para lograrlo, le había ofrecido al inocente feligrés la posibilidad de poner sus intereses particulares por sobre los de la comunidad; de cómo, rotos ya sus vínculos con una tradición que lo contenía a la vez que lo explicaba, el ser humano comenzó a sentirse huérfano, disgregado, vulnerable a cualquier manipulación por parte de poderes económicos y políticos que solo deseaban engañarlo y sojuzgarlo. «¡Nos han obligado a cambiar nuestra sed de trascendencia —que solo se saciará si nuestros hermanos trascienden con nosotros— por un afán de libertad sin rumbo estricto; nos han empujado a abandonar el concepto de sociedad para abrazar el de mercado!», vociferó el profeta en un momento para luego concluir con lo siguiente: «Y ahora nos metieron al demonio en la Casa de Gobierno para que termine de subsumir a nuestra gente en la más profunda de las miserias, rifando sus recursos, quitándole sus derechos, deshumanizándola hasta que ya no tenga fuerzas ni ganas para rebelarse e impedirlo». Los que no parecían tener ni fuerzas ni ganas para reaccionar a las alocuciones de este intrépido hombrecito eran los pasajeros del vagón en el cual yo me encontraba, pues un silencio insospechado sobrevino no bien Juan terminó con su homilía.
Quise acercarme al profeta para ver si podía sonsacarle algunos datos más de su persona y, de paso, decirle lo mucho que me había gustado su sermón, pero él se bajó enseguida, creo que en la estación Río de Janeiro. Nos miramos, no obstante, cuando el subte retomó su marcha: él, desde el andén; yo, desde el vagón que, minutos antes, le había servido de auditorio. Su rostro, esto sí lo recuerdo, irradiaba una dignidad a prueba de vilezas.
Hoy, mientras batallo con el riguroso bullicio de la lluvia, arribo a la conclusión de que la marcha antifascista del sábado, la tesis que terminé de corregir el domingo y el sermón del profeta que tuve la suerte de escuchar el lunes en el subte tienen varios puntos de contacto. Mencionaré solo dos. El primero (quizá, el más obvio) es su crítica a un estado de cosas que tiene en la figura de Milei su principal catalizador. El segundo es la falta de penetración en las mayorías que cada uno de estos hechos demostró o demostrará por separado. La marcha, como dijimos, fue multitudinaria, pero no creo que haya afectado demasiado a un Milei que hasta se dio el lujo de acusar de fascistas a los que la organizaron. La tesis, cuando se presente, quedará como un documento más que intenta explicar nuestro fatídico presente, aun cuando aporte teorías más que relevantes. El profeta de la línea A seguirá tratando de despertar conciencias con ese discurso que apela a la religión, pero en el que también se cuela lo político, aunque, por lo visto, sus tentativas estén condenadas al fracaso. De los tres hechos mencionados, debo reconocer que el último es al que más le tengo fe (ya que de cuestiones religiosas hablamos), en parte porque el discurso de Juan me recordó en algún punto al Koprotkin de La conquista del pan, en parte porque a un discurso mesiánico como el de Milei solo se le puede oponer otro de sentido inverso, como el de Juan. Pero la fe, por sí sola, ya no mueve montañas, así que los tres hechos (o, mejor dicho, sus naturales avatares) deberán fusionarse en un futuro si lo que se pretende es hacer mella en esa sólida coraza que el pueblo argentino le entregó a Milei con su voto antojadizo.
Llueve todavía. Llueve en Balvanera y en Belgrano, en San Nicolás y Villa Urquiza, en Retiro y Bajo Flores. Llueve, y ya comienzo a sentir los primeros síntomas de un resfrío inevitable, lo que seguramente hará que postergue la lectura del libro de Azorín por tiempo indefinido. Sí, llueve sobre Plaza de Mayo y sobre estación Primera Junta, sobre la cúpula del Congreso y sobre los techos que resguardan la cópula de algunos congresistas, sobre el gris empedrado del que hablan ciertos tangos que ya hemos dejado de escuchar. Llueve, y, como diría el clásico (aunque por razones muy distintas a las nuestras), «uno quisiera, sin embargo, que no acabara nunca de llover».
Buenos Aires, 22 de febrero de 2025.
*Escritor, docente, asesor lingüístico y literario