Una serie de imágenes en las que Van Gogh indaga el abatimiento humano, es evocada en un momento de enorme densidad histórica, cuando, en ascuas, la sociedad argentina se confronta a la necesidad de abandonar el letargo.
Por Diego Tatián*
(para La Tecl@ Eñe)
“Me parece que una de las pruebas más sólidas de la existencia de un Dios y de una eternidad, es la expresión conmovedora de un anciano como ese…”, le escribe Vincent a su hermano Theo en 1882. Ese año trabajó intensamente sobre la figura de un hombre viejo, sentado en una silla de madera, tomándose la cabeza con las manos. La dibujó decenas de veces (algunos dicen que más de cuarenta) hasta que finalmente, unas pocas semanas antes de morir en 1890, pintó lo que tantas veces había dibujado. Se trata de alguien sumido en el agobio, abrumado, atormentado, agotado, abatido por algo que no podrá revertirse. La expresión que usó Vincent en esa serie es inglesa: “worn out”, desgastado. Quien sirvió de modelo para algunos de estos dibujos y litografías fue Adrianus Jacobus Zuyderland, un hombre sencillo que había sido campesino y vivía en un hospital para ancianos de La Haya. ¿Por qué la expresión de ese hombre apesadumbrado sería una prueba de la existencia de Dios, e incluso de “una eternidad”? Es una idea inquietante, difícil de descifrar. Como sea, lo sentimos cercano.
Algunos significados del arte mitigan la soledad a la que destinan ciertas situaciones de adversidad que parecen sin salida. Además de pintar el mundo en estado de absoluto esplendor, en su trabajo y en su vida Van Gogh fue siempre sensible al infortunio de hombres y mujeres de pueblo, como Sien Hoornik, una costurera y prostituta a quien llevó a vivir con él (“abandonada por el hombre de quien estaba embarazada, deambulaba por las calles en invierno, se ganaba la vida ya se sabe cómo, estaba enferma y hambrienta”, le escribe a Theo), y a quien dibujó también muchas veces, al mismo tiempo que a Zuyderland. Pintó “Limosneros”, pintó “Comedores de papas”, pintó campesinos.
En la Argentina actual, quizá esa expresión, worn out, sea precisa para nombrar algo que no es fácil nombrar. No solamente la situación de miles de ancianos que miércoles tras miércoles se reúnen para que alguien escuche, en vez de quedarse sentados tapándose la cara. Cosa que tal vez hacen el resto de los días de la semana. Jubilados, pero también personas que trabajan sin reconocimiento, o que no trabajan porque no encuentran dónde, o fueron despojados del empleo con el que se ganaban la vida. O por sentir una falta de tranquilidad en todos los sentidos, y una inminencia de abismo. O por hallarse desguarnecidos frente a un punitivismo tanático que no cesa de crecer. Sucede que cuando no se organiza en una alternativa política capaz de revertirlo, el daño de las vidas busca compensación por otros medios. El deseo de castigo que cunde -que se castigue a quien sea, por lo que sea, para que alguien pague por ese daño, no importa mucho si ajeno a su responsabilidad-, es deliberadamente inoculado a modo de gratificación compensatoria, ese extraño goce que provee el espectáculo de la desgracia ajena, como si la propia fuera aminorada en algo con ello. Ninguna esperanza, apenas un deseo intenso de que el daño sea lo más extenso posible. Apenas placer por el dolor de los demás.
Durante años objeto de calumnias que acaban de desembocar en una condena que la saca de la escena política (o eso intenta), Cristina no se muestra desgastada ni, increíblemente, lo está. Más aún, pareciera casi ser la única que, en este país, no lo está. Pero ello no atenúa el desquicio en la vida cotidiana de tanta gente, que no es solo económico. Para que el cometido de lo que vinieron a hacer sea completo les falta lograr la irrupción de la violencia, que ojalá una sabiduría popular impida en favor de una conflictividad democrática sostenida y lúcida.
Algunos de los dibujos del hombre sentado en la silla (también existe la litografía de una mujer en igual posición), llevan escrita la anotación “En las puertas de la eternidad”, de puño y letra de Van Gogh. No creo que se trate de una expresión que quiera dar a entender una muerte cercana sino la apertura a algo distinto, que nunca podrán cerrar y permite empezar de nuevo cada vez. Los tiempos plurales de la historia son siempre inciertos, a veces incluso son destiempos y redundan en hallazgos de justicia no exentos de serendipia, pero dejan una enseñanza cierta: en algún momento los seres humanos dejan de taparse la cara y usan las manos para otra cosa. Nunca no pasó nada.
Córdoba, 14 de junio de 2025.
*El autor es investigador del Conicet y docente de la UNSAM.
1 Comment
Impecable como siempre Diego, esta reflexión a través de la observación o del estudio de la obra de este gran pintor, me hace pensar en la injusticia eterna a la que una y otra vez nos seguimos sometiendo.