En un país desgarrado por la crisis y la fragmentación, los discursos de odio capturan el malestar juvenil con promesas de libertad que ocultan soledad y violencia. Pero allí donde avanza el desarraigo, también florecen gestos de comunidad, escucha y reparación. Este texto es un llamado a tejer fraternidad como forma de resistencia política y ética.
Por Claudio Altamirano*
(para La Tecl@ Eñe)
La herida que no se mide en cifras
Argentina atraviesa una crisis social, política y económica que desgarra el tejido de la convivencia y desafía a las juventudes a encontrar nuevos sentidos y formas de vincularse. No se trata solo de indicadores o coyunturas: es una herida profunda que transforma la manera en que nos relacionamos, sentimos y construimos comunidad.
En ciertos rincones digitales donde circulan el resentimiento y la exclusión, una parte de la juventud canaliza su malestar a través de discursos de odio. Foros incel, canales libertarios, chats encriptados: allí se condensan bronca, soledad y desesperanza. La nevada tóxica libertaria no se ve, pero se siente. ¿Cómo podemos, desde la pedagogía crítica, la escucha y la comunidad, recuperar el vínculo y construir un “nosotros” donde hoy impera el sálvese quien pueda?
La ingeniería del odio
El odio no surge en el vacío. Como advierte Giuliano da Empoli en Los ingenieros del caos, la polarización no es una reacción espontánea al malestar social, sino un diseño estratégico cuidadosamente calibrado. Los algoritmos, lejos de ser neutrales, segmentan audiencias, amplifican emociones negativas y convierten el descontento en una herramienta de manipulación política. Lo que parece indignación genuina es, muchas veces, el resultado de un cálculo: una ingeniería algorítmica que transforma el miedo en identidad y la bronca en capital electoral. La fragmentación no es un efecto colateral, sino un objetivo deliberado.
La amenaza invisible
Al igual que en El Eternauta, la amenaza no siempre se reconoce de inmediato. La nevada mortal que cae sobre Buenos Aires parece, al principio, apenas una anomalía climática. Pero pronto revela su letalidad, operando como una metáfora de los peligros que se infiltran de forma silenciosa y sistemática. Los discursos de odio y las narrativas extremas siguen el mismo patrón: se instalan sin advertencia, disfrazados de libertad, autenticidad o rebeldía, hasta volverse parte del paisaje cotidiano.
No vienen con uniforme ni bandera; se camuflan en redes, se expanden en foros y seducen con lenguajes diseñados para atraer a quienes se sienten solos, marginados, desplazados. Así, el feminismo se vuelve culpable del dolor afectivo; el Estado, un enemigo; la militancia, una farsa.
Algoritmos del desencuentro
Las plataformas digitales no solo reflejan el malestar juvenil, sino que lo potencian. Las dinámicas algorítmicas amplifican el escándalo y la polarización, promoviendo una radicalización que construye identidades en torno al rechazo y la confrontación. En los discursos libertarios, la bronca se direcciona contra lo colectivo. El enemigo es siempre externo. La rabia se transforma en identidad. La soledad, en trinchera.
Mientras tanto, la escuela, la universidad y las comunidades organizadas luchan por sostener otra trama: la de la palabra, el pensamiento, el encuentro. Allí radica la resistencia. En espacios donde la escucha sustituye a la condena y el diálogo es el antídoto contra la fragmentación.
Una escena en Avellaneda
En una charla reciente en la Universidad Nacional de Avellaneda, en el marco de la Cátedra de Periodismo y Literatura a cargo del docente y periodista Conrado Yasenza, se vivió una de esas escenas que valen por un manifiesto. Un joven contó que había votado a Milei desde el enojo y la soledad, y que hoy se sentía arrepentido. Había sido víctima de bullying. No fue juzgado ni ridiculizado. Fue escuchado.
Noelia, una de sus compañeras, le dijo: “Gracias por animarte. Más allá de que pensemos distinto, pienso en conectar en lo humano. En esa humanidad que se está perdiendo. En cuidar, contener, estar con el otro.” Zoe, otra estudiante, sumó: “No hay que señalar al que piensa distinto. Hay que generar debates para pensar juntos.”
Allí donde podría haber habido condena, hubo palabras. Y en esas palabras, comunidad. La universidad se volvió espacio de reparación. Ramiro, el joven que inició la conversación, cerró: “Aprendí a escuchar al otro. Y algo que me sale decir sinceramente es que ser militante no es mala palabra.” Agustín, ayudante de la cátedra, lo resumió así: “Hoy no fuimos indiferentes. Escuchamos, aprendimos. Esto es lo que debe pasar siempre en la universidad.”
Fraternidad como política
Ante la expansión del odio y la fragmentación social, la respuesta no puede ser la burla ni el repudio moralista. Se trata de comprender los lenguajes del malestar sin reproducir sus lógicas, generando espacios donde las juventudes puedan expresarse sin quedar atrapadas en discursos destructivos. Comprender no es justificar: es crear condiciones para que emerja otra palabra.
Necesitamos, como dijo Oesterheld, una “heroicidad colectiva”. Una pedagogía que no subestime las heridas de época y que vuelva a proponer un “nosotros” allí donde la extrema derecha ha evangelizado con el sálvese quien pueda. Frente a nuevas formas de opresión, lo común también es una forma de resistencia. Y el lazo comunitario, una apuesta contra la bronca, la fragmentación y las falsas promesas del individualismo.
El odio como proyecto político
La fragmentación que atraviesan las juventudes no es ajena al discurso del poder. Bajo el gobierno de Javier Milei, la agresión se ha institucionalizado como estrategia comunicacional y política. No se trata solo de un estilo: la descalificación del otro, la ridiculización del adversario, la violencia verbal, son parte de una pedagogía que convierte la confrontación en identidad.
Desde el pensamiento de la derecha liberal o conservadora, la política y la economía no son solo modos de gestionar recursos, sino herramientas para transformar la mentalidad y los valores de la sociedad. En esta perspectiva, lo económico no se separa de lo moral: se busca instalar una nueva sensibilidad, una subjetividad acorde al mercado y la competencia. Margaret Thatcher lo expresó sin rodeos: “La finalidad es cambiar el corazón y el alma.”
La promesa trampa
En la Argentina de Javier Milei, esta lógica se traduce en el desmantelamiento de instituciones educativas, culturales y científicas, con el fin de desarticular los espacios donde aún circulan valores solidarios, comunitarios o críticos. El vaciamiento del Estado no es solo fiscal: es simbólico, afectivo y político.
El proyecto libertario no desmantela solo políticas públicas: busca reconfigurar el lazo social, quebrar la empatía y naturalizar la competencia como destino. En ese clima, las redes y los foros digitales no inventan el odio: lo amplifican. La crisis económica, la incertidumbre laboral, la demolición del Estado como garante de derechos, profundizan la sensación de abandono en amplios sectores juveniles. La bronca y la desesperanza encuentran en Milei no una salida, sino un espejo invertido que devuelve una falsa promesa: que, solos, aislados y competitivos, vamos a salvarnos.
Pero esa promesa es trampa. En nombre de la libertad, se desmantelan universidades, se persigue a la cultura, se desfinancia la ciencia y se demoniza la organización colectiva. Se arrasan los espacios donde aún es posible imaginar otra cosa. No es casual: destruir lo común —los vínculos, los lenguajes compartidos, los espacios de solidaridad y organización— no es un efecto colateral, sino el corazón del proyecto. Porque un pueblo sin comunidad es un pueblo sin defensa.
El nosotros como defensa
Frente a eso, recuperar el “nosotros” es un acto de resistencia. Oesterheld, desaparecido por la dictadura cívico-militar junto a sus hijas, lo dijo sin eufemismos: “El único héroe válido es el héroe colectivo.” Hoy, esa frase vuelve a tener una vigencia dolorosa. El discurso libertario nos quiere convencer de que el fracaso es personal y que el éxito es mérito propio. Que no hay otro, ni lazo, ni deuda con nadie. Pero esa es la narrativa del mercado, no la de la vida.
Frente al odio organizado desde el poder, nuestra respuesta es la fraternidad como acto político. Una insubordinación paciente, persistente y colectiva.
Buenos Aires, 6 de mayo de 2025.
*Educador, escritor y documentalista argentino.