Por Christian Ferrer*
(para La Tecl@ Eñe)
Una apostilla etimológica.
A Raúl Veroni.
En otros tiempos, cuando dos barcos se topaban en alta mar y no lograban congeniar, era de cajón que se mostraran los dientes –castañeteaban cañones– y que una tripulación mandara a la otra lejos, muy lejos, “al carajo”. A su vez, la dotación opuesta también deseábanles –lo mismo–. No es que se mandaran al lugar real, verdaderamente distante, el archipiélago llamado “Cargados Carajos”, que incluye el îlot Siren –muy pequeño, mucha nativa hacinada–. Tampoco es que se mandaban literalmente hasta la punta del mástil, lugar inhóspito si los hay. Sólo se trataba de insultos manifestados libre y espontáneamente, sin necesidad de mutuo consentimiento. Pero era rutinario que un desafío tal diera inicio a las hostilidades. Con respecto al término en sí mismo, “carajo”, de índole náutica, hunde su origen en los hábitos de la marinería europea y designaba a un asientito de cuero o madera fijado al tope del palo mayor, un poco por encima de la verga cruzada, al cual los tripulantes que hubieran faltado a la subordinación eran enviados a pasar la noche. Considérese que, en ocasiones, la bruma ensombrecía la cubierta y el velamen, y tanto lo hacía que nadie, ni a medio metro de distancia, registraba la presencia de algún compañero –mucho menos el que estaba allá arriba–. No siempre amanecía el día para él.
Pero muy otro habría sido el origen del vocablo, según el eximio lexicógrafo Roque Barcia, hombre de rostro irregular por causa de una coz de caballo –abrupta–, asimismo motivo de su habla un tanto confusa. No obstante, este hombre era un experto en ubicar socialmente cada palabra del idioma –su lema: “quien da lo que se piensa, da lo que se habla”–, siendo, además, autor del Primer Diccionario Etimológico de la Lengua Española –no hubo antes uno tan completo–, pero al cual las malas lenguas de la actualidad han cancelado por atribuírsele desactualización y profusión de observaciones retrógradas. Pero quizás amonten –tales desprestigios– a exageración, aun teniendo en cuenta el siglo y medio transcurrido desde su primera edición. Diccionario “inconfiable” –dícese–. Cabe aceptar que, en ocasiones, los significados asignados por Barcia a ciertas palabras rondan el capricho, incluso el despropósito, y también es admisible la resta de crédito por falta de rejuvenecimiento en las expresiones bucales. Okay, pero tal es el destino de todo y de todos, incluso el de las naciones –decadencia, caducidad–. Ahora bien, ¿deshonrarlo por “retrógrado”? No se diría que la cosa de para tanto, porque Barcia era señor de avanzada. La propia Santa Iglesia lo excomulgó de su seno una punta de veces (él retrucó con su Teoría del Infierno) y a varios libros suyos les fue prohibida la circulación, o sea la venta pública, y esto sin siquiera mencionar los numerosos autos de prisión pasados por debajo de la puerta de su casa más una estadía en la Cárcel del Tocino. Entonces, ¡diccionario obsoleto y vetusto las pelotas! Se aprende mucho consultándolo –de vez en cuando–.
Sobresaltada fue la vida del andaluz Barcia –también durante sus años de exilio–. Nacido en las marismas de la isla Cristina, fue republicano liberal ardiente, por no decir exaltado. La cuestión es que las morales políticas de entonces valen poco y nada para las políticas de la moral de ahora, y ya hay demasiada gente –temperamento mercurial– diciendo que es posible ser persona republicana y antieclesiástica, pero a la vez un atrasado social en cuestiones que conciernen a la cientificidad de la etimología. ¿Personas como el lexicógrafo Barcia –que se la jugó en cinco tomos–? Tomazos, en verdad, porque no olvidó incluir el todo del todo. ¿Pero qué puede esperarse de señores y señoras –de capirote– que interpretan el pasado con las modas en boga de hoy en día? ¿No saben que son pasajeras –las modas–? Pero bueno, al arribar a la página 765 de su diccionario (y hay 5000 más por delante) aparece la palabrita o palabrota ¡Carajo! Así, tal cual, con enfáticos signos admirativos y en bastardilla. ¿Cómo conceptúa Barcia al vocablo? De esta manera: “Artículo masculino definido con declinación femenina también, siendo interjección familiar impropia del decoro, la cultura y la buena crianza”. Esto, en cuanto a su torpe uso social. Y con respecto a su raíz histórica, el autor nos la desenreda: “Hallándose en el año 1229 en el famoso cerco de Mallorca, Don Jaime I El Conquistador, Conde de Barcelona y propietario del Señorío Occitano de Montepellier, dispuso que una compañía de su gente fuera al campo enemigo con el único fin de traer ajos, que eran muy del gusto del monarca. La fortuna fue tan rigorosa y extremada con los enviados que no volvió ninguno de la expedición. Al tener Don Jaime noticia de lo desastroso de la empresa, exclamó, en lengua provenzal ¡car all! [caro-ajo], puesto que le había costado una entera compañía de hombres”. Y agrega Barcia: “Esta interjección de Don Jaime [“Jacme le Conquistaire”], inocente entonces, se empleó después a guisa de voto ó de conjuro, viniendo á ser palabra baja y obscena”. De modo que tal desahogo “bajo y obsceno” no evoca avance alguno de la libertad de la lengua suelta, sino una carísima decepción de índole monárquica.
En otros diccionarios, más del gusto de la gente actual, no se menciona esta anécdota y apenas sí se registra el uso de la palabra para designar a una tribu brasileña –los indios carajo, etnia tapuia– y a una vela cuadrada a la que recurren los pescadores de la Vera Cruz. Ahora bien, y ya habiendo asimilado las enseñanzas roquebarcianas, igual hay algo sospechoso en la definición, algo interdicto a la vista: “carall”, en catalán, quiere decir “pene”, y se traduce al castellano como “carajo”, de uso y abuso mayormente sicalípticos desde que comenzó a ser abundantemente mencionado en ese género portugués a veces juguetón llamado “cantigas de escarnio e maldizer” –de hace mil años–. La palabra también podría ser traducida, a fin de no incomodar a los custodios de tabúes que a todo le anteponen tres equis, como “caray”, que no suena tan fuerte pero tampoco es que asordina mucho. Ahora bien, este vocablo, si a él se recurre para mandar a alguien a sitio remoto, denota un intenso rechazo no exento de insolencia y desdén. Considérese que, en ciertos países, y por sustitución desacreditante, se recurre a dicha palabrita para referirse a cierta persona que no debe ser mencionada en la conversación –justamente, el tal “carajo”–. No obstante, el precavido Barcia se reservó un pie de página para dejar establecido que “si la voz del artículo carajo no tuviera el origen provenzal que hemos indicado, vendría seguramente de káraxos”. O sea, procedencia griega. Con tal palabra, en la Antigüedad, se aludía a un palo de madera más o menos firme que mantenía enhiesto al tronco de un naciente arbolillo mientras iba robusteciéndose en tamaño. Por lo demás, la lectura de este antojadizo y desigual diccionario, por más antigualla que sea, y por más que su autor fuera sordo, es un goce.
Sábado 16 de agosto de 2025.
*Sociólogo y ensayista. Profesor de filosofía de la técnica y pensamiento contemporáneo en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires.