La cultura y el destino del pueblo judío no sólo atrajeron a Borges por razones éticas y humanas sino también por sus alicientes literarios. Las ideas mismas sobre el libro, la escritura, la lectura, cierta sacralidad de lo verbal, reconocen en la herencia judía, si no el aporte único, una fuente irremplazable para la formación de las concepciones borgianas.
Por Mario Goloboff*
(para La Tecl@ Eñe)
En abril de 1934, Borges firmaba una nota en la revista Megáfono con este título. Lo que constituía una valiente actitud para la época: aquí se vivían años de auge de un nacionalismo que, quizás por querer ser probadamente anti inglés, era pro nazi y, en los sectores dominantes, el gobierno, el clero, las fuerzas armadas, era moneda corriente el antisemitismo al que el escritor aborreció toda su vida.
El cuerpo del artículo expresaba, sin reticencias, su desazón por no ser judío. Y su pesar porque no fuera cierto el “halago” que acababa de hacerle la revista Crisol, que “ha querido halagar esa retrospectiva esperanza y habla de mi <ascendencia judía maliciosamente ocultada>”. Consecuente admirador de la cultura y del pueblo judíos, agregaba que, a pesar de sus interesadas búsquedas, sólo había dado, por el lado materno de los Acevedo, con antepasados “casi irreparablemente” españoles.
Otras veces sostuvo también que «lamentablemente no era judío», por lo que sólo podríamos hablar de su pro o filo judaísmo, es decir, de esa adhesión a una cultura y una tradición a las que no se pertenece, pero que, por diversas razones, se admiran, se estudian, se asimilan.
Ahora bien: ¿De qué judaísmo hablaba Borges, qué era para él “lo judío” que tanto elogiaba, de qué materia exacta decía haberse prendado en su profundo tránsito por la cultura y el pensamiento universales y en su elección del judaísmo como una cima de los mismos?
Por referencias precisas, extraídas de sus ficciones, de sus ensayos y de notas y comentarios sobre otros autores, pienso que uno de los rasgos fundamentales que admiraba del judaísmo era el de pertenecer al pueblo del Libro, un pueblo que funda su constitución como tal, y que la mantiene, en torno a una ley y a una tradición escritas: “A la noción de un Dios que habla con los hombres para ordenarles algo o prohibirles algo, se superpone la del Libro Absoluto, la de una Escritura Sagrada” (“Del culto de los libros”, en Otras inquisiciones).
De este hecho primordial se derivan otros que tienen mucho que ver con lo que hoy reconocemos como elementos característicos de su propio pensamiento: el valor de lo escrito, lo estimable de la lectura como actividad, la importancia de la interpretación de la letra y de su espíritu. E infinitas proyecciones más a las que nos acostumbró: la letra fundadora, el mundo como libro, el universo de la biblioteca…
El judío es, por lo tanto, un hombre que lee, un hombre que medita (en especial, sobre esas lecturas), y para quien tales actividades representan una suprema dicha. Cuando el protagonista nazi del cuento «Deutsches Requiem» recuerda, antes de morir condenado, que le remitieron a su campo desde Breslau “al insigne poeta David Jerusalem”, lo describe así: “Era éste un hombre de cincuenta años. Pobre de bienes de este mundo, perseguido, negado, vituperado, había consagrado su genio a cantar la felicidad”. Que es algo parecido a lo que dice de alguien a quien mucho admiró: “Creo que el primer gran escritor que conocí fue Rafael Cansinos-Asséns. Lo conocí en Madrid. Era un escritor sevillano que se convirtió al judaísmo, cosa muy rara. Él iba a ser clérigo y luego colgó los hábitos y se hizo judío. Era un hombre del que uno tenía la impresión de que lo sabía todo y que lo había leído todo/…/Cansinos me pareció/…/como el símbolo de toda la civilización, occidental y oriental” (Autobiographical Essay).
El judío es pues y sobre todo un ser afecto a lo espiritual, alguien para quien el conocimiento y la sabiduría completan la felicidad en la tierra. A ello podría sumarse que muchas veces también escribe y, cuando lo hace, llega a algunas de las cumbres que autores amados por Borges alcanzaron: Baruch Spinoza, Heinrich Heine, Franz Kafka.
Otro rasgo no menos importante que estimaba tiene que ver con el carácter (con el destino) extraterritorial del pueblo y la cultura judíos. Para Borges, esa cualidad en las que los judíos vivieron a lo largo de siglos, de estar a la vez dentro y fuera de las culturas nacionales, es la que les permite gozar de los contactos con un pensamiento universal y, simultáneamente, con uno nacional, y poder ser lúcidos y críticos respecto de ambos.
En la célebre conferencia “El escritor argentino y la tradición” (pronunciada en los ’50 en el Colegio Libre de Estudios Superiores), sostenía que la cultura de los argentinos (y probablemente su identidad misma) debía compararse con la de los irlandeses y la de los judíos. Contra lo que era línea en la materia, al menos desde El payador de Leopoldo Lugones, Borges afirma que la gauchesca no constituye nuestra tradición sino que es un artificio literario más, con hallazgos importantes, pero, en definitiva, producto de escritores de la ciudad sobre lo que creían (y querían) que fueran nuestra campaña y sus habitantes. Pone, en cambio, como ejemplo al pueblo judío, para que los argentinos no sólo podamos “hablar de orillas y estancias” sino también del universo. Y refuerza, con trabajada ironía: “…es nueva y arbitraria la idea de que los escritores deben buscar temas de sus países./…/El culto argentino del color local es un reciente culto europeo que los nacionalistas deberían rechazar por foráneo”.
También por eso reivindica el carácter altamente argentino de los judíos. Y tiene el coraje de hacerlo fuera de una época de remanso liberal, en pleno nazismo (alemán y autóctono), tanto cuando escribe su “Definición del germanófilo” en la revista El hogar (13 de diciembre de 1940), como cuando prologa el libro de Carlos M. Grünberg, Mester de Judería, poemas que, según él, “declaran el honor y el dolor de ser judío en el perverso mundo increíble de 1940”: “Grünberg poeta es inconfundiblemente argentino. Lo anterior no quiere decir que trafique en nidos de cóndores o en ombúes ni que en su estrofa sea frecuente el general Rosas: melancólica imagen de la Patria. Quiere decir un vocabulario determinado, ciertas costumbres sintácticas y prosódicas, un modo explícito que no es el modo interjectivo, alarmado, de los poetas españoles de ayer y de hoy”. Todo esto, luego de decir que: “A pesar del patíbulo y de la horca, a pesar de la hoguera inquisitorial y del revólver nazi, a pesar de los crímenes que atesora una diligencia de siglos, el antisemitismo no se libra de ser ridículo./…/el antisemitismo argentino viene a ser un fascímil atolondrado que ignora lo étnico y lo histórico. En cierta nota del admirable estudio Rosas y su tiempo, Ramos Mejía ha enumerado los apellidos principales de la época. Fuera de los de origen vasco, son todos de cepa judeoportuguesa: Pereyra, Ramos, Cueto, Sáenz Valiente, Acevedo, Piñero, Fragueiro, Vidal, Gómez, Pintos, Pacheco, Pereda, Rocha”.
Éstos son algunos de los temas esenciales que vinculan a Borges con el judaísmo. Otros, tienen que ver con su temprano deslumbramiento intelectual (en la adolescencia ginebrina, ante algunos compañeros judíos del Liceo, o cuando leyó El golem de Gustav Meyrink, o cuando descubrió a los expresionistas “judeo alemanes”) así como con su posterior utilización estética. Me refiero a aquellas cuestiones relacionadas con la doctrina de la Kábala, y que han sido vastamente exploradas, urdidas y transformadas por él en cuentos como “La muerte y la brújula”, “El Aleph”, “La escritura del Dios” o “El milagro secreto”, en poemas diversos, y hasta en procedimientos anagramáticos y onomásticos.
La cultura y el destino del pueblo judío no sólo atrajeron a Borges por razones éticas y humanas sino también por sus alicientes literarios, de los que está abundantemente poblada su obra, puesto que, para un escritor, el valor estético de una tradición no es menor que, para otras personas, su valor social o antropológico. Es sabido que siempre supo servirse de los conocimientos para transformarlos en textos imaginativos, y muchos de aquellos elementos suscitaron en él ricas lucubraciones y numerosas ficciones intensas e inigualables. Las ideas mismas sobre el libro, la escritura, la lectura, cierta sacralidad de lo verbal, reconocen en la herencia judía, si no el aporte único, una fuente irremplazable para la formación de las concepciones borgianas. Su vocación lingüística se confunde con la de una cultura que ha conferido a la palabra nada menos que el origen del universo, y a la letra su fundamento. Y hasta parece lógico y casi necesario, a la luz de la obra ya cumplida de Borges, que exista una tan estrecha relación entre “el hombre del libro” del siglo XX y el inmemorial pueblo de la Escritura.
Buenos Aires, 16 de junio de 2023.
*El autor es escritor y docente universitario.