Diego Tatián nos ofrece un texto literario-autobiográfico que es también un texto político político.
Por Diego Tatián*
(para La Tecl@ Eñe)
La edición de El vino del estío de tapas moradas que acompañó mi vida como un objeto de lectura procastinada es la segunda edición en Minotauro, de 1967. La recuerdo desde que era niño en la biblioteca de mis padres, que sobrevivió sin daño las frecuentes mudanzas por casas alquiladas. Es raro que en esa época se hayan interesado en Bradbury; la literatura norteamericana era entonces poco frecuentada por comunistas, aunque en ese año ellos ya no lo eran. O si lo eran, ya no militaban. Presumo que fue adquirido por mi madre, quien un día -de datación incierta, tal vez ya en mi adolescencia- me lo indicó y dijo, con una vibración especial: “leélo, es hermoso”. Sin embargo, en ese momento no lo hice. Y después tampoco, hasta ahora. Me gusta imaginar que mi madre leyó este libro hace muchos años, que lo tuvo entre sus manos cuando aún era joven y que lo recordaba si sucedía que vacilaban sus ganas de vivir. Trato de leerlo ahora como quien sigue una huella abierta por otro o camina por donde otro ya lo hizo para ver qué vio y sentir qué sintió.
Bradbury publicó esta novela (en realidad un conjunto de relatos que forman una novela de fragmentos) en 1957, pero las historias transcurren durante el verano de 1928 en un pueblo ficticio del estado de Illinois. En cada página, una poética del verano busca preservar la alegría de vivir entre los cuencos de las manos -como quien atapa una luciérnaga y la mantiene allí un instante para enseguida dejarla ir-. También una poética de la infancia como relicario de momentos felices, o de desdichas encantadas cuyo recuerdo nos hará felices después. Douglas Spaulding, el niño de doce años que protagoniza ese verano, es el propio Bradbury. En el comienzo del libro, durante una caminata por el bosque con su padre y su hermano Tom, mientras recogen frutos, Douglas descubre que está vivo. Un descubrimiento que puede no suceder jamás -quizá, como ocurre con tantas cosas, mientras más pasa el tiempo más difícil es que suceda, aunque nadie, sea la que sea su edad, está exento de su posibilidad-. En ciertas páginas, una vitalidad whitmaniana hace aparecer los seres y las cosas bajo una especie de eternidad, pero una eternidad que no excluye el tiempo ni su transcurso sino que forma una única experiencia con él.
Durante los juegos, los trabajos y los días de Green Town (nombre del pueblo inventado en el que suceden las historias) ningún ser quiere ser sino quien es. Cada cosa ocupa su lugar. Nadie es una amenaza para nadie. Todos se aceptan entre sí como si cada uno fuera un hecho afortunado para el otro. Pero se deja sentir un desamparo pascaliano en ciernes, un rumor aún lejano de espacios infinitos y de oscuridades desconocidas, apenas vislumbradas a través de las hendijas de realidad por la que los niños se convierten en adultos. Cuando más tarde la adversidad arrecia -sobre las personas, también sobre los pueblos-, la memoria involuntaria de algo que se porta sin saberlo permite guarecerse, aunque se lo haga con dificultad, como si solo se tratase de una tempestad de la que ponerse a cubierto hasta que el tiempo escampe.
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El padre de William Saroyan tenía un viñedo. Los armenios profesan una gratitud casi religiosa por lo que crece de la tierra y da frutos. Quizá también él hacía el vino del estío, aunque aquí no estemos ya en Illinois sino en California. Luego de varios trabajos ocasionales, William desconfiguró su destino y se hizo escritor (no tengo noticias de que él y Bradbury hayan sido amigos, ni siquiera de que se hayan leído, aunque eran dos de los escritores más populares de los Estados Unidos). En 1940 escribió Me llamo Aram, que consta de catorce relatos sobre la vida de Aram Garoglhanian, un muchacho norteamericano de procedencia armenia cuya alegría de vivir -aunque no aquí la felicidad, que no siempre coincide con ella- se abre paso entre las historias familiares de los mayores que debieron abandonar su tierra para escapar de la muerte.
En esos relatos de prosa poética nada es obvio y nada se explicita del todo; basta narrar pequeñas situaciones para que el dolor se ilumine con una luz que cualquier descendiente de armenios de cualquier lugar de la diáspora siente íntima. Como las de El vino del estío, las historias que relatan estos cuentos carecen de intriga, buscan llegar a la intimidad de la vida que se escurre con la herencia del desarraigo como marca de los seres y una cierta dislocación las cosas, que parecen lidiar con un lugar que no es el suyo.
El último de esos relatos, “Un consejo para los descreídos”, narra una inolvidable lección vital sobre la creencia, que quizá es la mayor ofrenda de los armenios a la humanidad. Una confianza casi infantil, que impulsa a comenzar de nuevo, a “recreer”, a recrear. Tal vez gracias a una elemental predilección por las cosas y una sospecha de las abstracciones, el pueblo armenio ha sido siempre capaz de reponerse al daño. Es un antiguo pueblo niño. Un pueblo axolotl, si nos fuera permitida la travesura de ponerlo en cercanía con algo lejano que nombra la lengua náhuatl. Invocado en un memorable cuento de Julio Cortázar, originario de los lagos de Xochimilco en México, el axolotl es el único animal vertebrado dotado de capacidad para regenerar extremidades amputadas -así como órganos y tejidos-, restituyendo todos sus huesos, músculos y nervios en los lugares correspondientes. Incluso puede recomponer su médula espinal, cuando es dañada.
Ser otro sin dejar de ser el mismo es lo que permite una potencia arcaica que atesora el pueblo armenio; una potencia de lo arcaico que se abre paso a través de los destrozos de la historia. No lo hace sin una memoria, que sin embargo no sucumbe a la tenaz espectralidad de la destrucción que persigue a las víctimas para que nunca puedan ser otra cosa que eso; ni a la rumia del odio, que inexorablemente recae sobre sí.
Hace muchos años, siendo casi niño, mi hermano Marcos pintó este cuadro de su familia y de la mía, a partir de esta foto. Que pudo haber sido tomada en cualquier parte, pero la pintura no puede ser sino Córdoba, donde por azar o por destino, quienes están posando acababan de llegar.
Yo creo que hay en ese cuadro la misma extraña luz que en los relatos de Saroyan.
Tanto en la pintura como en la foto, lo importante son las manos de las mujeres. Los hombres, en tanto, no muestran las suyas.
Córdoba, 7 de septiembre de 2024.
*El autor es investigador del Conicet y docente de la UNSAM.
2 Comments
Con textos como el tuyo, Diego, recuerdos del presente, aprendemos que ni nosotros ni las cosas, nos quedamos solos. Gracias
Hermoso relato.
Gracias 🌹