En el presente artículo, el politólogo Eduardo Medina analiza la relación obligada y necesaria entre la semiología y la construcción de legitimidad, tanto en la serie de Netflix The Crown, como en la actualidad política argentina. Ante un Gobierno Nacional ensimismado frente a la complejidad que plantea la comunicación en el presente, Medina propone una perspectiva que integre la gestión y el uso sistemático de los signos, en función de un proyecto popular que aún no ha dicho su última palabra.
Por Eduardo Medina*
(para La Tecl@ Eñe)
I. En la serie original de Netflix The Crown, la máxima que define las acciones de sus personajes principales se basa en la idea de que “la corona debe prevalecer”, que “la corona siempre debe ganar”. Dicha “corona” no es, desde luego, el objeto material, sino el signo de la corona, todo lo que ésta representa, es decir, personas, lugares, estilos, tiempos, momentos, historia, poder, ambiciones, movimientos, estéticas, miradas, etc., aquello que nombramos como “el mundo de la realeza”. Durante sus (hasta ahora) cuatro temporadas, la serie muestra aquello que en la realidad política y burocrática se debe ocultar: cómo se trazan estrategias simbólicas para pronunciar discursos o efectuar nombramientos, soslayar incordios tanto políticos como sentimentales o privados, enfrentar diversos aspectos de la opinión pública, dramas sociales, guerras, conflictos diplomáticos o hasta catástrofes naturales. En todo momento, lo que se tiene en claro es que hay un Otro que mira, que observa, que juzga, que define, que también actúa y que crea estrategias que pueden ser laterales, perpendiculares o bien frontales, es decir, que van al choque de las propias. La reina de la serie, Isabel II, interpretada brillantemente por Claire Foy y Olivia Colman, a diferencia del juego de ajedrez, no tiene gran capacidad de movimiento, no puede gestionar recursos ni atacar oponentes, y solo trabaja con las relaciones interpersonales y con las exposiciones públicas protocolares. En la corona se juega políticamente la idea de un equilibrio de estructuras de poder, a donde los conservadores y sus intereses pesan más de la cuenta y el grueso de la sociedad, representado en la “opinión pública”, empieza contrarrestar ese peso con el correr de los años.
En The Crown, las estrategias simbólicas están mayormente pensadas por los secretarios y amanuenses de la reina que, vale la aclaración, no son semiólogos ni analistas del discurso, sino más bien expertos en protocolos y producción de ceremonias, grandes conocedores de la historiografía de la realeza, atentos radioescuchas y astutos lectores de diarios. La anticipación a todo elemento discursivo que circule en la opinión pública y que toque a la corona es un recurso, un capital, que vale muchísimo en la planificación cotidiana de las actividades reales. De no contar con ese recurso, ante la inmediatez de los hechos, se debe trazar sobre la marcha un bosquejo de alternativas o caminos más beneficios. Siempre algo se debe ganar y la derrota, coyuntural, dramática por naturaleza en sus diferentes intensidades, es un precio a pagar si finalmente la corona va a seguir prevaleciendo.
En el trasfondo de esta atrapante serie, lo que está en juego es la legitimidad de la realeza para estar a donde está y para gozar del status del que goza en la sociedad británica. Esa legitimidad se mueve sinuosamente sobre dos problemas que la aquejan de forma constante: el presente y los cambios de época. El presente, la coyuntura, es un enemigo que bordea y hasta socava la legitimidad de la corona, pero no deja de ser una posibilidad o bien un problema manejable del que se puede sacar algún rédito. En tanto que los cambios de época son problemas que escapan a las posibilidades con las que los protagonistas cuentan y más bien son las organizaciones, los sistemas o, en este caso, es la realeza la que debe adaptarse o bien elegir las alternativas que, de muchas formas, pueden llevarla a su final. Esos espíritus de época con los que la corona se enfrenta, con los que lidia cada tantos años, van desgranando su recurso de acción más preciado, los usos simbólicos que sostienen su legitimidad. Hay allí lo que podríamos llamar como un punto de crisis terminal que siempre está latente en cualquier análisis y que podría estar representado por una manifestación popular del “pueblo” británico.
A la pérdida de Dios como factor determinante en el linaje real, se le suma la disgregación de los sentidos, el no-control en los efectos o en las recepciones de los mensajes; la autonomía de los destinatarios. La ciudadanía, el público, ahora puede leer, escuchar y ver a la reina, al príncipe, a sus hijos, los actos y actividades de éstos. A partir de ese momento, las distintas estrategias simbólicas deben sofisticarse cada vez más, trabajar con otros soportes, formatos, dimensiones de análisis. El viejo “gesto” de la política tradicional, rudimentario y poco estudiado, ahora debe completarse con otros artefactos para sostener los objetivos específicos y el gran objetivo general que es la preservación del status.
Las estrategias pasan de ser simbólicas a semiológicas a medida que el tiempo o los múltiples tiempos transcurren, pues es necesario que el símbolo se encuentre sustentado en un red o sistema que le confiera carácter, forma, verdad. Ese cruce o amplificación de saberes coincide temporalmente con aquello que por la década del ´60 también pasaba en las academias, principalmente en las francesas, que encontraban en la antropología de Levi Strauss sustento teórico y un trampolín para las diferentes corrientes que se fueron formando. Se tienen en cuenta el discurso, la imagen, la moda, las ubicaciones en los escenarios, las presencias, las ausencias, los títulos, los silencios, etc., todo esto asentado sobre la información o investigación, con una fuerte influencia del periodismo, serio y amarillista, que funge como fuente de datos y no como antagonista o enemigo. Todo el tiempo hay una visión trascendente de los hechos. Amén de cualquier señalamiento fortuito, la responsabilidad última en el acierto o error de las estrategias esta puesta en la corona, en motivos o falencias propias, pocas veces atribuidas a rivales o actores externos.
La retórica tiene un papel fundamental no solo en actos públicos sino también en reuniones privadas. La enunciación y el auditorio son tan o más importantes que las palabras, que el texto. No se busca nunca que la reina sobreactúe, sino que trabaje su posicionamiento natural y desde ese lugar ejecute lo planificado. Se trabaja el gesto, el tono, la predisposición, pero también el enojo, el reto, lo pedagógico. El saber en la estrategia simbólica o semiológica está cruzado con la predicción, con las posibilidades puestas en juego del futuro inmediato, sin que esto implique una determinación de hechos o acontecimientos. Cuando algo se ha dado por determinado, por resuelto de antemano, es cuando asoman los grandes problemas y la corona es puesta en jaque.
A medida que los capítulos avanzan, a los ojos del público británico, los actores de la realeza, contra su voluntad, se vuelven más humanos, más cercanos y más endebles a las turbulencias coyunturales. En ese marco, los estrategas van operando como pueden, a veces contra reloj, para dar respuestas a lo que la corona necesita para prevalecer y conservar su legitimidad cada vez más interrogada. ¿Por qué es necesario una reina? ¿Por qué gastar recursos escasos en palacios, viajes y lujos de personas que aportan poco y nada a la sociedad? En principio, en la serie se muestra que los súbditos aman a su reina y ven en la realeza un estilo de vida que ellos también quisieran tener, por lo que ambas instancias sostienen el status de la corona. Pero la llegada de nuevas generaciones, nuevos estilos de vida, renovados gustos, alejan al público del conservadurismo sobre el que descansa la corona y que es vital para su supervivencia. En varias escenas, los protagonistas se preguntan ¿qué quieren de nosotros? ¿qué quieren ver, leer o escuchar sobre nosotros? Es ahí a donde se produce una negociación entre ese conservadurismo, el status quo y lo que cada época pide. El resultado es que la corona prevalece, en la serie y en la vida real.
II. En la comunicación política actual, la de los gobiernos principalmente, se habla sin antes producir un sistema que sea capaz de generar en la ciudadanía creencia, verdad o verosimilitud, dependiendo los objetivos del discurso o de la gestión. El ciudadano no cree en el Gobierno, no cree en el presidente, no cree en los ministros ¿Por qué no cree? Porque no se busca una conexión entre lo que se enuncia y la realidad material de quienes fungen como (posibles) destinatarios. Se habla como si con la palabra sola bastara. Como mucho, se habla sobre una foto que muestra obras públicas, “escuelas”, “rutas”, sobre un gran “cheque” que se le otorga a un emprendedor, esperando que con esto el ciudadano desarrolle espontáneamente una aceptación tácita sobre el collage que se le propone. No hay nada más trillado que la imagen del “corte de cinta”, que no genera efectos en el resto de la opinión pública, salvo que un fragmento extrapolado de ese discurso confronte con actores externos al acto en función de un conflicto que está en agenda o puede estarlo.
Se dictan muchos cursos sobre “comunicación política” en la actualidad, incluso especializaciones, maestrías, en ámbitos públicos y privados. En los últimos años, hasta el propio Partido Justicialista ha incursionado en este saber para sus adentros, con algunos aficionados al tema. Por lo general, lo que se dan son programas enlatados, repetitivos, gastados, alejados de cualquier profundización en la temática. Muchas veces los gobiernos compran esos programas para su implementación suponiendo que con esto están dando un salto de calidad. Lo que en realidad mejoran es el packaging, los membretes, la tipografía, los encabezados, cierta estética gráfica, alguna que otra facilidad en el acceso a la información. Mientras las facturaciones mensuales de las “pymes” que venden estos blufs ascienden por las nubes, la cercanía y las adhesiones de los ciudadanos a los gobiernos caen por el piso.
La comunicación política es solo una unidad dentro de la estrategia general de un gobierno para sostener su legitimidad, pues ésta, vale la aclaración, no está dada por las elecciones ni por actos o hechos concretos, sino por una infinidad de elementos simbólicos que le dan cuerpo, sustento, en el día a día. En nuestra realidad, la legitimidad del gobierno es la que siempre debe ganar, la que debe prevalecer. El concepto de legitimidad engloba o interactúa con otros términos como son “autoridad”, “poder”, “dominación”, “hegemonía”, “consenso”, “control”, “autoridad”, “obediencia”. Cada uno de ellos sirve para pensar un plano específico de análisis, pero ninguno es absoluto o determinante para el sostenimiento de un gobierno. La politología tradicional, institucionalista, ha trabajado el concepto de legitimidad generalmente desde un punto de vista escueto, rígido, unidireccional, diríamos que a-histórico también, a partir de pensar solo en el origen o en momentos puntuales, siempre desde la óptica del poder. Pero la legitimidad es un concepto dinámico, complejo y que, como tal, solo puede pensarse interdisciplinariamente. En torno a este concepto se puede analizar un gobierno, un sistema o un régimen político, distintas instituciones, partidos políticos o bien el propio capitalismo, como en los ’70 lo hizo Habermas.
La legitimidad se construye tanto como una efectiva gestión de gobierno. El peronismo ha asociado ambas instancias en una sola, suponiendo que al efectivizar una acción de gobierno podría conseguir el beneplácito de los ciudadanos y un voto a futuro. Por supuesto, pandemia mediante, los resultados de gestión han sido deficientes y esto lo ha desacreditado de casi todas las maneras posibles frente a la sociedad. Ante este fracaso, su menguada estrategia comunicacional ha terminado por ser una alocada y desgastante batalla contra (otra vez) los medios de información predominantes y contra una entelequia polisémica que llama “Poder Judicial”, ambas confrontaciones alejadas de aquello sobre lo que la ciudadanía posa preocupadamente su mirada a diario: pobreza, marginalidad, inflación, desocupación, inseguridad, etc., etc.
En los últimos años, el peronismo ha anclado sus acciones simbólicas a un desfile de imágenes de power point, a la Marcha, a la constante rememoración de hechos y efemérides. El presente, su conquista, parece habérsele escapado, tanto como la calle y también como cierta parte de su identidad auto-afirmativa. No logra hacer trascender el mito. Su cruce con el kirchnerismo apenas si logra cierta actualización, cierta cercanía. El peronismo ya no interpela al individuo, no lo hace formar parte de nada, más no sea de una masa amorfa, desorientada, alejada de aquello que supo llamarse “campo nacional y popular”, que el kirchnerismo (2003-2015) por momentos reconstruyó, no sin cierta dificultad.
Cuando las derechas construyen sentido, trabajan imágenes, abrevan en la cultura para obtener datos, información, laboran la retórica, producen frases, slogans, hasta hay una lírica que puede conmover a sus adherentes. Han trabajado la idea de un consumo individual proselitista que puede hacerse colectivo. Con eso complementan su proyecto. En el libro No pienses en un elefante, George Lakoff detalla la inversión y el tiempo dedicado por los republicanos estadounidenses a este tipo de tecnologías lingüísticas que, en nuestro país, el duranbarbismo y ahora los libertarios parecen estar perfeccionando día tras día.
Los investigadores del campo semiológico en la academia argentina, parcelando sus saberes hasta la unidad mínima indispensable para la aprobación de sus papers, han puesto el foco en la recepción, en el análisis como destinatarios, desestimando la construcción de sistemas por cuestiones éticas, políticas o bien por practicidad y economía. También por el pudor que implica pensar en manipulaciones, intencionalidades espurias y comercialización de saberes. Entonces, la construcción de sistemas ha quedado en manos de tecnócratas financiados por las derechas, que ignoran toda ética y desechan cualquier conceptualización antropológica y, por ende, cultural. Provenientes de universidades e institutos privados, para estos tecnócratas la cultura esta constituida por el efímero presente, por la opinión mayoritaria y por las tendencias captadas en las redes sociales, influidas, desde luego, por la creciente inteligencia artificial. Hay allí presupuestos epistemológicos que les son efectivos, redituables, pero que no les permiten perdurar más allá de un triunfo electoral o alguna trifulca mediática de ocasión. Por ahora.
Sin dudas que un buen trabajo semiológico, integrado a una gestión de gobierno eficiente, tampoco es infalible frente a un mundo vertiginoso, peligroso, cambiante y a un abanico de adversarios que cuentan con incalculables recursos para crear sus propias estrategias. Pero no se puede dejar todo anudado a acuerdos superestructurales y a los vaivenes de la fortuna. Si algo debiesen saber los profesionales de la política actual, CEOs macristas mediante, es que las buenas intensiones no sirven de nada y que no tienen premio.
Las nuevas tecnologías permiten una mayor conectividad, o hiperconectividad, lo que crea un abanico enorme de posibilidades, tanto para los ciudadanos como partícipes, como para el gobierno en su intento por acercar un discurso que conlleve diferentes efectos de lectura. A la par, estas nuevas ventanas o accesos de ida y vuelta que crean las tecnologías disponibles van socavando los fundamentos de la política actual, a raíz de su desinstitucionalización, de su individuación, del desfasaje que se crea entre nuevas formas de vida y viejas normas o reglas de conducta, de la pérdida de prestigio, de status. Pero de eso se trata. No de ofrecer mensajes poco estudiados, evanescentes, pasados de moda, sino de trabajar un sistema de discursos integrado a las distintas plataformas, que a su vez llegue a la diversidad de ciudadanos o, al menos, a la mayor cantidad de ciudadanos posibles. Algo de todo esto pasó en las primeras semanas de la pandemia, a fines de marzo de 2020, cuando una combinación de épica, integración, unidad, etc., pusieron al presidente al frente de una batalla, de un barco, de un destino, lo que se vio reflejado luego en las encuestas, con una suba en la imagen positiva del Alberto Fernández. No hay que confundir. El kirchnerismo, durante sus gobiernos, hizo uso y abuso de la épica y finalmente solo logró terminar de convencer a los convencidos y alejar a los que ya estaban alejados. El macrismo, por su parte, trabajó una épica durante todo el 2015 en pos de un triunfo en las elecciones presidenciales. Lo obtuvo. Pero luego debió gobernar y el capital simbólico generado se fue derrumbando con el paso del tiempo, constatando que no se puede abusar de dicha épica, que no sirve para construir legitimidad, consensos, y menos si la gestión de gobierno es deficiente.
Las últimas semanas del gobierno del Frente de Todos han mostrado la más cruda y patética improvisación mediante cambios de ministros y secretarios de una misma área con pocos días de diferencia. La misma improvisación que pudimos ver en los últimos tiempos de la gestión macrista. Al fin de cuentas, son crisis de gobierno que pueden darse en cualquier país. Lo malo fue haber dejado que la prensa y la opinión pública urdieran todas y cada una de las elucubraciones y conspiraciones posibles en torno a estas modificaciones sin plantear, aunque más no sea, un texto o una entrevista que pudiera redireccionar la corriente comunicacional planteada. Las fotos y videos que la prensa generó en estas últimas semanas en torno a hechos espontáneos muestran un descuido total del trabajo de imagen, quizás la ausencia lisa y llana de un cuidado profesionalizado a la altura del Poder Ejecutivo Nacional. Frente a esto, y ante una sonrisa maliciosa de los sectores más reaccionarios, la tristeza e impotencia de una gran parte de la militancia que apoya a este gobierno se hizo sentir más en su desconcertado silencio que en sus expresiones concretas.
La llegada de Massa puede ser el principio o el final de todo. Es claro que representa una gran contradicción, por su procedencia y sus vaivenes ideológicos. Nunca es tarde para producir modificaciones, ajustes, contramarchas. El tiempo pasa rápido, como también lo hacen los distintos humores sociales y eso puede jugar a nuestro favor, si es que ciertas condicionales materiales mejoran para el conjunto en los próximos meses. Pero se percibe que estamos a las puertas de un cambio de época, que no necesariamente debe ser partidario, sino más bien de concepciones, de miradas amplias, sobre nuestra sociedad, la forma en la que convivimos, cómo nos representamos. Al fin y al cabo, la democracia y sus promesas alfonsinistas han fracaso rotundamente. A diferencia de la reina en la serie The Crown, nuestra capacidad de acción como sujetos colectivos es mayor y deberemos preguntarnos en algún momento si nos sirve sostener este presente tal como está, solo haciendo pequeños ajustes, obteniendo victorias pírricas, o bien debemos dar el paso y nosotros también transformarnos a la par de los nuevos tiempos.
Paraná, 22 de agosto de 2022
*Politólogo. Facultad de Trabajo Social. Universidad Nacional de Entre Ríos.