Qué vincula el discurso político a intelectuales y filósofos de la talla de Platón, Martin Heidegger o José Ortega y Gasset, aunque también, en Argentina, haya unido al hijo de un gran filósofo con el macrismo; el filósofo que no pudo ser ni Platón, ni Heidegger ni Ortega y Gasset, aunque se aproximó a Duran Barba.
Por Noé Jitrik*
(para La Tecl@ Eñe)
No es ninguna novedad que lo que conocíamos como discurso político ha ido cambiando, tanto el que empleaban los políticos propiamente dichos como los diversos comentadores, periodismo de todo tipo y aun opinadores domésticos o vecinales: es como si hubiera perdido espesor o identidad. Salvo contados casos si se consideran sus efectos, podemos sentir que lo tiene pero eso tampoco parece importar demasiado, importan más las decisiones, de quienes tienen que tomarlas, y los propósitos, de quienes están a la caza de las declinaciones o puntos débiles que pueden tener sus enemigos. Pero, en cuanto a su definición, siempre ha sido así porque en ningún momento de su historia ese discurso tuvo una forma propia, siempre dependió de otros discursos que le daban sustento. En cierto momento se nutrió de teatralidad, también de “deportivismo”, en ocasiones, desdichadas, de militarismo, más recientemente de “economicismo” y por fin, pero eso no termina, de “comunicacionalidad”. Lo que observo ahora, muy parcialmente, es la aparición de palabras o expresiones que proceden de lugares diferentes pero que se emplean con gran convicción. No es mi objeto describir con la amplitud que lo merece esa invasión terminológica, me basta evocar algunas pocas palabras para llegar a lo que en este caso me interesa y que iré diciendo. Así, con toda soltura, abunda la expresión “asignatura pendiente”, de origen escolar, “marketing”, del comercio (importado), “mediático” de los medios de difusión, “digital”, de la informática, “las y los, ellas y ellos, todas y todos”, del feminismo, “tuits y/o facebook”, de la comunicación, “coachear”, del deporte, importado desde luego, “meritocracia”, y muchas más, sería fastidioso enumerarlas pero, entre ellas, una que me parece importante, es “modelo”.
Que, como se sabe, tiene una multiplicidad de sentidos aunque el predominante es el equivalente a ejemplo. No lo tomo en ese sentido sino en el del papel que desempeña en el discurso político: cuando los políticos se ponen serios lo emplean en esta solemne frase: “nuestro modelo de país”, que difiere, naturalmente del que dicen otros que dicen que lo tienen. Pero, ¿hay un modelo de país, o sea “modelado”, lo que querría decir “configurado” o “conformado” o, peor, un “país modelo”? Si quien lo dice tiene claro lo que quiere que sea el país es porque cree tener o tiene una idea de lo que debe ser, es decir que “todavía” no está conformado, lo cual no es algo que sea un ejemplo y, en consecuencia, no puede ser modelo de nada. Si me equivoco y estoy improvisando no habría nada que decir pero si no es así la palabra no tiene sentido y se emplea irresponsablemente, lo que no deja de ser importante porque es engañosa y eso, en política, tiene un costo.
En los comienzos del nazismo el ya célebre Heidegger creía, al parecer, en la oscura ensalada de imágenes que profería el ya delirante Hitler. ¿Creía? Si creía eso duró poco: fue expelido rápidamente del cargo que le habían asignado, Rector de la Universidad de Heidelberg, y se refugió en su cabaña de la Selva Negra, se supone que mascullando su decepción mientras caminaba, solitario, pensando, filosofando en su caso. No lo dejaron ser el filósofo de cabecera del nazismo, no le permitieron ser quien podría darle el verdadero sentido que él creía que tenía esa demencia, debe haber creído que en ese amasijo de amenazas que en forma de bramidos estaba seduciendo a gran parte de la población alemana residía una verdad trascendental: quiso ser como Platón, cuando aconsejaba a los tiranos, pero no resultó. No fue el único que tuvo parecida idea: a José Ortega y Gasset, otro filósofo, que no era Platón ni Heidegger, se le ocurrió lo mismo, creyó que podría convertirse en el cerebro de Franco convencido de que en el de Franco no había nada. Pero tampoco resultó. ¿Pensó lo mismo Alejandro Rozitchner, que no era Platón, ni Heidegger, ni Ortega y Gasset, pero había sido hijo de un filósofo, cuando se acercó a Macri? Tuvo un poco más de suerte: no salió expelido de esa vecindad pero tampoco su teoría de la felicidad tuvo un gran eco, pasó nomás y sólo le sirvió para perder amigos, cosa que también les había ocurrido a los nombres mencionados, en particular al alemán.
Muchos intelectuales, filósofos o escritores y aun poetas tuvieron esa brillante idea que partía, naturalmente, de un prejuicio, el de que los políticos que llegan al poder son por lo general deficientes, o sólo astutos si no son simplemente dementes y que nada costaría soplarles en los oídos lo que tendrían que pensar o, al menos, aparentar que piensan. Omitían el hecho de que de una manera u otra, por pertenencia, por intuición, por presión, representaban pensamientos de otros, más fuertes, me refiero a intereses, la sucia economía quiero decir, cada día que pasa más robusta al mismo tiempo que más anónima, eso que llaman “capital transnacional”, o “monopolio” o, como se decía antes, “imperialismo”. Es como un sueño de poder esa creencia de ciertos intelectuales, no creo que hubiera tenido éxito alguna vez. Por lo general vuelven a casa heridos, despechados, despreciando más claramente que antes a quienes creían que eran seres inferiores, que no se daban cuenta de sus méritos, bastos, ignorantes o, en el mejor de los casos, corruptos. Y digo “en el mejor de los casos” porque al menos los corruptos tuvieron la habilidad de encontrar la ruta, “per la selva oscura”, como escribió Dante Alighieri, para encontrar el tesoro escondido. No creo que fuera el caso de Heidegger ni, por supuesto de Platón, ni de Durán Barba, creo, ni de Vasconcelos, ni de Rogelio Frigerio, creo, y menos del desgraciado Ezra Pound, que ni siquiera se debe haber acercado a Mussolini.
Quedarse encerrado en casa desde hace tantos meses, no sólo aquí –aquí muchos piensan que esta desgracia sólo a nosotros nos pasa- sino en el mundo entero, tiene dos aspectos que se conjugan: uno es estar solos y, en gran medida, incomunicados –no del todo porque tenemos teléfono, celulares, computadoras, televisión, que nos hacen creer que no lo estamos tanto-, el otro, que somos vulnerables, más que de ordinario. Los efectos de tal conjugación son variados: tendencia a deprimirse, fastidio, furia, dormir mal, empezar a tener síntomas de variado tipo y pensar que no será fácil conseguir médico que atienda, pero quienes conservan la calma responden sin amilanarse, siempre que llovió paró y esa sabiduría que tanto ayuda a conjurar los fantasmas. Todo eso se conoce hasta el hartazgo, no conduce a ninguna parte volver sobre esta estadística implacable.
Dar un paso al costado y pensar en términos categoriales a muchos los ofende, pero, inveterada costumbre, no puedo dejar de hacerlo y ahora pienso en el teléfono. Es cierto que no suena con la frecuencia de antaño, también lo es que uno lo extraña y espera los llamados y cuando los hace y no hay respuesta se produce una frustración. De ello se infiere que se establece un circuito de dos términos, espera y respuesta, que son dos dimensiones del hecho comunicativo. El primero, la espera, está vinculado directamente con la distancia, más lejana más tensa y deseada, que en lo personal equivale a ausencia; el segundo a la cercanía, que equivale a presencia. A partir de ahí brotan innumerables variantes. La espera puede ser ansiosa o calma, serena y resignada u obsesiva: la respuesta puede ser urgida y tranquila o exigente; en ambos casos, cuando no es comprendida y justificada, es motivo de reproche, en cambio produce una particular satisfacción cuando la espera concluye rápidamente y la respuesta es satisfactoria, cálida y restablecedora. Entre esos dos términos transcurre la vida social y detenerse en sus más y sus menos da lugar a dramáticas o a felicidades deseadas que de pronto resplandecen. En los tiempos que corren ambos términos están presentes, yo diría que en todas las casas pero también en el ámbito social y político: yo espero todos los días que disminuyan los contagios, otros que aumenten los salarios y no los precios, todos esperan que las próximas elecciones sean una respuesta a la pregunta implícita, qué va a pasar, el gobierno una confirmación, la oposición un fracaso. Y, por fin, de ello, un comportamiento, el gobierno, Cristina en particular, algunas propuestas políticas como respuesta a dificultades insólitas y a ataques grotescos, la oposición a obstinados ataques y a un despliegue de irracionalidad apurado, que hace de la espera un caldero y no la atención calma de quien podría cosechar algún fruto, comible por todos.
Buenos Aires, 6 de noviembre de 2021.
*Crítico literario, ensayista, poeta y narrador.