Por Noé Jitrik*
(para La Tecl@ Eñe)
Aprobado por la Cámara de Diputados el proyecto de despenalización del aborto, los argumentos esgrimidos de un lado y otro me parece que dejan de lado una significación más trascendente. De alcance histórico diría: después de siglos durante los cuales el aborto fue considerado tan reprobable que quienes lo practicaban tenían su sitio en los códigos penales; la condena constituía una columna de la que se consideraba la civilización humana. Como otras, consagraba desigualdades, privilegios, prácticas degradantes como la esclavitud por ejemplo y ni hablar el derecho a la propiedad y a la monarquía. Todo eso junto era la civilización y, desde luego, muchas otras, sin éstas no habríamos podido ni siquiera llegar a dónde estamos. La despenalización del aborto, por lo tanto, supone no sólo una reivindicación, un derecho y todo lo que se dijo antes y después del debate y en los diarios, sino un giro en la civilización, un cambio que es como una bocanada de aire fresco en la atormentada humanidad.
Sobre todo en los primeros meses del 2020, cuando empezábamos a guardarnos, y los más cuidadosos y conscientes de lo que se avecinaba, recurríamos, no era infrecuente, todos los amigos lo decían, a películas de catástrofes en particular, por un movimiento inconsciente o un deseo de comprender lo que podría llegar a pasarle al planeta asediado por un virus al que en esos primeros momentos se denominaba, con lenguaje militar, “enemigo invisible”. Yo ví Sacrificio, de Tarkovsky: me conmovió, me impresionó, tanto más porque sabía que el autor estaba enfermo, murió poco después y porque la película se hizo después de Chernobyl, cuya explosión estuvo a punto de liquidar a media Europa. Desconcertante, dolorosa, en la primera escena un hombre maduro, un anciano se diría, planta un vástago en una tierra seca y le dice a un niño que no habla que debe regarla para que crezca. Luego, acompañado por un cartero llega a su casa a celebrar su cumpleaños, junto con otras personas queridas; en ese momento se anuncia una catástrofe atómica y a poco el hombre empieza pensar que se trata de un castigo divino y que él debe sacrificar lo que más quiere para que todo vuelva al orden precedente, tan grato y amable. Tan convencido está que incendia su casa ante el aterrado asombro de todos los que lo aman. Una ambulancia se lo lleva presuntamente al loquero, el riesgo se disipó y la película termina con el niño regando el árbol. La primera interpretación se centra en lo que se puede llamar “la proyección del miedo” pero no basta; enseguida en un resto de la tradición ascética y sacrificial del primitivo cristianismo. Hoy, 31 de marzo, no me explico por qué esas escenas regresan y pienso otra cosa, pienso en la “continuidad”, el fatal juego entre lo que se va y lo que llega; lo caduco, por la fuerza del tiempo y de la existencia social, y lo que va a crecer, el renuevo, el dorado árbol de la vida, como lo decía Goethe: el viejo envuelto en las brumas de sus creencias y el niño que recibe una herencia y la va a regar para un “llegar a ser” que permitirá, porque siempre ha sido así, estar más allá del desastre. Gran y profundo mensaje, no veo que haya otro en las actuales, interminables, confusas, trágicas, circunstancias.
Cuando empezó la pandemia, y se dieron a conocer los cuidados que había que tener para evitar el contagio, se implantó y se impuso el tapabocas: se trataba de evitar que los virus que podían estar alojados en los cuerpos emergieran de la respiración o de la exhalación propia del habla. Gran recurso, aceptado por millones y rechazado por algunos, tontamente a mi juicio porque algo de lo poco que se llegó a saber era que el bicho se transmitía por la respiración o la exhalación. Pero si bien la noción es indiscutible no es una novedad: en Los últimos días de Emmanuel Kant, publicado en 1827, Thomas de Quincey registra burlonamente las (aparentes) extravagancias del gran filósofo. Una de ellas, que se relaciona con lo que estoy diciendo, es que cuando hacía sus paseos por el jardín no quería que lo acompañaran porque si lo hacían él debería, por cortesía, responder a las preguntas y, en consecuencia, el aire que salía con cada emisión, suya o de sus acompañantes, podía ser peligrosa. Como habría dicho Macedonio Fernández, “El mundo nació viejo”, todo se sabe pero, no obstante…
Dos inocentes manías me han ayudado a soportar este tedioso tiempo del aislamiento; ambas pueden dar lugar a burlas o bromas pero no me importa, alguna consecuencia saco de ambas. La primera me promete cierto futuro: voy a un jardincito que está en una pequeña terraza, miro un limonero, le hablo y cuento los limones que están apuntando, en pocos meses tendré un montón, es eso y nada más; la segunda es de otra índole, memorizo algunos poemas y me los repito al despertar en medio de la noche o al levantarme de la protectora cama, ejercito de este modo mi memoria y vuelvo a expresar mi amor por los poetas que los concibieron; uno de esos poemas es un soneto nada menos que del Dante, no me meto con la densa Commedia, escrito, nada menos, a mediados del Siglo XIII, doble admiración, cómo puede ser tan perfecto y cómo fue posible realizarlo casi en el momento en el que esa forma había nacido juntamente con la lengua que poco después o ya entonces sería la italiana. En lo que me detengo ahora es en los verbos, hay solo cuatro indicativos (pressi, Messi, dare y saremmo), siete son subjuntivos: vorrei (quisiera), fossimi (fuéramos), andasse (anduviera), potesse (pudiera), crescesse (creciera), ponesse (pusiera), fosse (fuese). Por supuesto, esta profusión de subjuntivos crea una atmósfera conjetural pero, sobre todo, una musicalidad exquisita y, además, extrae recursos poco usuales de la lengua. Será, quizás, porque la lengua era en ese momento un objeto de descubrimiento de posibilidades y su riqueza objeto de búsqueda de esos exploradores que son los poetas, el hecho es que acercarse a esas líneas es deslumbrante, mágico, algo que nació hace casi ochocientos años que todavía nos (me) diga estas cosas.
Por comparación con la suerte que está corriendo la lengua en esos tiempos y con los usos constantes y cotidianos, no sé si en todas partes, pero sí en este país y en este momento. Varios peligros se ciernen sobre el castellano que en muchos momentos logró muy buenas cosas. Enumero sólo lo que me pasa por la mente ahora, un entendido debe conocer mucho más. En primer lugar, y porque hablaba de subjuntivos, para muchos es incomprensible y lo reemplazan por el potencial: suena como un trompetazo decir “si yo podría”; en otros casos, cuando corresponde, el potencial es reemplazado por otro subjuntivo: “si yo pudiera hacer lo que quiero pudiera darme todos los gustos”; por fin están los refinados, los que sospechan que en el ejemplo precedente algo no funciona y, por lo tanto, dicen “si yo pudiera…pudiese”, puesto que en las gramáticas aparece “pudiera/pudiese” como si fueran equivalentes. No hablemos de preposiciones y conjunciones, el “dequeísmo” perturba la mirada cuando se lo lee y perfora los oídos cuando se lo escucha, el mal trato que se les da al “por” que pasa a ser “para” sin recato ninguno. ¿Y la formación de verbos innecesariamente?: “concretizar” en lugar del modesto y conciso “concretar”, ¿por qué se dice “experticia” en lugar de “competencia”? Es un acarreo de expresiones de la burocracia anglófona que exporta aparentes neologismos, sería buenísimo que surgiera un Molière para burlarse de todas esas tentativas, de diferente carácter, tendientes a convertir la lengua y su potencia en un triste cadáver. Y, por fin, el uso de palabras terminadas en X o en @ o en la letra e, impronunciables y feas, cómo hacer poesía con eso, qué misterio pueden tener: veo y escucho los insoportables “chiques” e “hijes” y me estremezco, me parece estar frente a los primeros inmigrantes para quienes el castellano al que se asomaban era un potro indómito. ¿Qué necesidad, qué justificación, qué racionalización? En fin, la pregunta de fondo es esta: ¿por qué buscar la pobreza verbal como si no bastara con la pobreza física? ¿Qué tipo de suicidio es éste?
Buenos Aires, 17 de abril de 2021.
*Crítico literario, ensayista, poeta y narrador.
1 Comment
Me maravillan sus notas Noe, siempre las leo, y siento admiracion por su faena intelectual y literaria. . Recuerdo un debate que tengo impreso en la Revista Nuevos Aires, cuando egrese del Colegio Secundario año 1971, se titula INTELECTUALES Y REVOLUCION y debaten junto a Ud. Ricardo Piglia, Leon Rozitchner, Marcos Kaplan, Mauricio Meinares y Jose Vazeilles. Alli pude por primera vez acceder al pensamiento de Gramsci, con aquella division entre Intelectuales Organicos e Intelectuales Tradicionales. Recuerdo que yo recitaba en los encuentros juveniles en librerias o peñas, a Jorge L. Borges – El Hacedor- y recibia duras burlas y criticas por se aquel un escritor de la oligarquia y las dictaduras. Que riqueza conceptual tenia aquella vanguardia, acompañadas de casa editoras independientes que editaban libros baratos de calidad. Cuando uno ve este periodo pandemico desconcertante en la expresion de las ideas y en el uso patetico de las palabras del castellano, me pregunto como Ud. ¿ Que tipo de suicidio es este?