Rocco Carbone reflexiona en este artículo sobre la violencia empresarial argentina que demuestra la emergencia de una racionalidad mafiosa presente en nuestra sociedad, y sostiene que la lucha por el bien común tiene un punto de apoyo sobre el que podemos empezar a amasar el futuro: la solidaridad.
Por Rocco Carbone*
(para La Tecl@ Eñe)
Para Pelusa
Italia es uno de los países europeos que está atravesando una de las experiencias más desoladoras a causa de la pandemia en los términos de la puesta en crisis de la vida. En días pasados hubo asaltos a supermercados, sobre todo en el sur del país, donde prima una economía en negro, porque hay muchas personas sin dinero y con trabajos precarios. Estamos hablando de unas cuatro millones de personas en estado (latente) de necesidad. Frente a esas situaciones un temor generalizado es la escalada de la criminalidad organizada que emerge cada vez que se manifiestan oportunidades de ganar dinero rápido que luego tienden a consolidar poder de hecho. La racionalidad mafiosa opera siempre sobre la base de la violencia, herramienta nuclear de su funcionamiento. Es un medio para obtener beneficios. Otro punto sobre el cual se apoyan las mafias es la corrupción, que de todos modos es un fenómeno cultural inherente al capitalismo. Al respecto, podemos suponer que hasta tanto haya capitalismo habrá corrupción. Quiero decir que es un fenómeno que existe independientemente de la presencia mafiosa en tal o cual territorio. Pero dado que la mafia es un catalizador del capitalismo, cuando se cruza con la corrupción a nivel estatal logra usarla para su provecho pues le abre la puerta para su penetración en el tejido institucional. Pero aquí no quiero reflexionar sobre la corrupción sino sobre la violencia empresarial argentina que demuestra la emergencia de una racionalidad mafiosa presente en nuestra sociedad.
Un Estado que no se da cuenta o que omite que el mercado debe ser gobernado favorece a las mafias. Éstas ofrecen fundamentalmente el servicio de gestión de la competencia y el gobierno de ciertos mercados, que son legales e ilegales al mismo tiempo. La competencia entre empresas no es un fenómeno natural. Si volvemos a Adam Smith vemos que esa competencia hay que fomentarla y defenderla. Ahí está una de las grandes enseñanzas de La riqueza de las naciones, un libro de 1776 que es considerado como el primer tratado moderno sobre economía. Pero la competencia en la Argentina de estos días se ha quebrado. Daniel Arroyo, responsable del Ministerio de Desarrollo Social, fue denunciado ante la Fiscalía Nacional de Investigaciones Administrativas por Silvina Martínez –abogada penalista, especialista en derecho societario, ex directora de la Inspección General de Justicia (IGJ), asesora de la ex diputada Margarita Stolbizer– por comprar alimentos de primera necesidad con “sobreprecios escandalosos” (https://www.youtube.com/watch?v=H5oTdfUgc2Y, 6 de abril). El ministro Arroyo explicó por medio de su cuenta de Twitter con un hilo de ese mismo 6 de abril que convocó a una “licitación para una compra extraordinaria de alimentos ante el aumento de personas que asisten a comedores y merenderos, donde la asistencia pasó de 8 a 11 millones de personas. En dos rubros (aceite por 1,5 litro; y azúcar por 1 kg) la oferta superó los precios testigos. Ante la necesidad de llegar a comedores y merenderos con esos productos que forman parte de la canasta básica, se decidió realizar la compra. Todas las compras fueron realizadas bajo la supervisión de la SIGEN, el Instituto Nacional de Alimentación y de acuerdo a las normativas realizadas por el decreto 260/2020 COVID-19” (@LicDanielArroyo).
Arroyo decidió pagar sobreprecios –de alimentos básicos como fideos, azúcar, lentejas, aceites, harina y leche en polvo– para no dejar a comedores y merenderos sin alimentos básicos en el medio de una pandemia feroz. Pues bien, optó por pagarle a ciertos proveedores más de lo debido. Sobre este hecho pueden aventurarse tres lecturas distintas. 1. Lo hizo sobre la base de la intervención de uno de sus funcionarios: Gonzalo Calvo, secretario de Articulación de la Política Social, a quien el ministro le solicitó la renuncia luego de los hechos (también renunciaron lxs funcionarixs que dependían de su secretaría). 2. Las compras en grandes cantidades y la velocidad de aprovisionamiento tienen su costo. No es lo mismo comprar un litro de aceite que mil litros de aceite. Pues un litro cada cual va a comprarlo al comercio de cercanía, pero para mil litros se necesita una logística más compleja, así como también un lugar de acopio. 3. Pero la decisión de pagar más de lo debido puede interpretarse también de otro modo: como un acto defensivo de la vida, en línea con las políticas generales explicitadas por el propio gobierno nacional.
Pero hay más y sobre los puntos que siguen quiero detenerme un poco porque nos demuestran la emergencia de una racionalidad mafiosa presente en nuestra sociedad. Arroyo explicó que las empresas productoras de alimentos de primera necesidad y lácteos, 11 en total, “se le plantaron”. Dicho de otro modo: apelaron a una forma de la violencia (creyendo además que el poder es de ellos). Sofisticada, por cierto. Sobre esa acción de “plantarse” quiero reflexionar. “Plantarse” tiene el sentido y la forma de la violencia que emerge a la hora de no estar dispuestos a negociar –que finalmente quiere decir flexibilizar la propia posición sobre el tal o cual asunto en tratamiento– de parte de los proveedores de alimentos. Esa forma de violencia nada encubierta apuntó a aprovecharse de una crisis humanitario-sanitaria de la cual nadie está a salvo; tampoco los productores de alimentos, por más que lo ignoren. Se trata de una forma de violencia inherente a la lógica mafiosa (que se solapa con la capitalista) de la cartelización. Lo que pasó con el Ministerio de Desarrollo Social nos habla de la cartelización del mercado alimentario pero en términos más generales concierne a la cartelización de la economía y la promoción de los monopolios. Estamos en presencia de una cartelización cuando distintas empresas –nacionales o internacionales– acuerdan un precio para tal o cual mercadería y a partir de ese acuerdo apuntan a obtener un beneficio mayor respecto de aquel que habrían logrado compitiendo entre ellas. Se trata de una forma de coalición de empresas del mismo ramo y por medio de ese acuerdo deciden suspender la competencia recíproca por un tiempo (que en este caso no es cualquier tiempo, sino el tiempo pandémico). Todo acto humano implica una moral. Es decir, todo acto humano –a través de ciertas mediaciones– presupone una visión del mundo y una ideología o en todo caso ciertas lógicas, que redundan en ciertas formas de pensar y actuar. Las 11 empresas han develado las propias, que quisieron imponer con la lógica de la violencia: la negativa a negociar aprovechando un momento en el que vieron la posibilidad de explotar un rédito máximo. El sector de la producción de alimentos –sobre todo si está integrado por un número limitado de firmas– es un sector relativamente fácil para monopolizar. Desde el punto de vista teórico, se podría abrir el mercado para que hubiera competencia real entre empresas y garantizar el pluralismo de los actores comprometidos y entonces asegurar la correcta adjudicación a tal o cual empresa para la adquisición de tal o cual producto de parte del Estado. Es la solución capitalista por la cual se ha inclinado el gobierno nacional, pues luego del tema de los sobreprecios el Ministerio de Desarrollo Social abrirá un nuevo proceso licitatorio. La cuestión de los (sobre)precios es una calamidad y para soslayarla también es posible apelar a otra solución: menos capitalista que estatalista. Esto es: crear una única empresa del Estado que se ocupe de compra, venta, distribución y comercialización de productos alimentarios. Hay más: como indica Ricardo Aronskind, el Estado “tendrá que ocuparse de la producción. Para que haya empleo para todxs, tendrá que pensar en grandes planes productivos de bienes y servicios, sin esperar ningún liderazgo privado” (https://www.elcohetealaluna.com/autoridad-y-autoritarismo/, 5/4).
Por estos días, conversando con Esteban De Gori sobre estas cuestiones, vía Whatsapp, él aportó la metáfora de la sangre para expresar una relación con el Estado. Y dijo: “Todos deben donar sangre al Estado. Nosotrxs (lxs que estamos encerradxs, por más que sea perturbador) donamos nuestra libertad de circulación, los empresarios que donen rentabilidad”. Un Estado que interviene ahí –para que algunxs renuncien a un tajito de su rentabilidad– repone un sentido amplio de la lucha de clases; también repone la idea de que el mercado debe ser gobernado y que de no hacerlo favorecería lógicas que pueden ser calificadas de mafiosas (por más que los sujetos que las expliciten no lo sean stricto sensu). Con eso o algo de eso se cuidan y se salvan vidas. Después de eso se ubica la reflexión por el sentido de la acumulación, del individualismo, de la meritocracia. Que confluyen en el enriquecimiento desorbitado a nivel global de unxs pocxs a expensas de la explotación de muchxs. Estoy hablando del sistema que articula la mayor radicalización de la desigualdad: que mientras por un lado concentra, por el otro, excluye, humilla e indignifica. Eso concentra el sentido de obligar a una renuncia momentánea. Después de eso tendremos imperiosamente que redefinir los modos de acción política que den vuelta los (des)equilibros en la Argentina –y si lo logramos, será nuestro gran legado a América Latina y el mundo. Lo que hay después de eso para algunxs se llama socialismo, para otrxs, nuevo humanismo, en otros casos se llama democracia radical. Las categorías que usamos para decir son menos importantes que la lucha –que es lo que hemos hecho siempre– en defensa de lo común para que ahí se sitúe una nueva chispa que produzca los despojos definitivos de un sistema económico y financiero internacional incapaz de ofrecer nada y que además demuestra su enorme fragilidad puesto que es sacudido por un otro invisible pero muy concreto. Esa lucha tiene un punto de apoyo acaso minúsculo pero sobre el que podemos empezar a amasar el futuro. Alberto Fernández no se exime de mencionarlo con la fuerza de una obsesión: solidaridad.
Con un Estado que funciona bajo los preceptos culturales y económicos del capitalismo, este llamado a la solidaridad –que el presidente relaciona con la matriz de pensamiento cristiano-católico pero que también tiene un profundo anclaje en las tradiciones de las izquierdas revolucionarias– es un eslogan esperanzador, pero chirriante, hasta tanto se haga pie en el beneficio (soportando los negocios de las minorías) en vez de luchar por una transformación de la sociedad en dirección de la igualdad de todxs lxs ciudadanxs sobre el plano económico, social, jurídico y cultural.
Buenos Aires, 9 de abril de 2020
*Universidad Nacional de General Sarmiento/CONICET
2 Comments
Gracias, Rocco, por compartir una convicción. Una convicción es, en la producción de valor capitalista, un tesoro. Gracias por provocar la esperanza, por dejar descansar el escepticismo alenos por un tiempo.
«Todo acto humano implica una moral. Es decir, todo acto humano –a través de ciertas mediaciones– presupone una visión del mundo y una ideología o en todo caso ciertas lógicas, que redundan en ciertas formas de pensar y actuar.»
“Todos deben donar sangre al Estado. Nosotrxs (lxs que estamos encerradxs, por más que sea perturbador) donamos nuestra libertad de circulación, los empresarios que donen rentabilidad”.
Grazie Rocco!