En este artículo Horacio González afirma que es posible comprobar que la estratificación de las conversaciones cotidianas pueden ocupar el espacio de una preocupación universalista, de una advertencia geopolítica, o bien la más tranquilizadora de trazar un perímetro específicamente nacional, donde al ocurrir un acto electoral decisivo, se conversa sobre candidaturas evaluando las contingencias del presente o los peligros del futuro.
Por Horacio González*
(para La Tecl@ Eñe)
Algo que se hace evidente, es que hablar sobre un futuro catastrófico no es aludir necesariamente a una actualidad apabullante. Esa charla tiene una historia. La historia del pensar humano siempre contó con ese cálculo, esa premonición. Por supuesto, a primera vista el que enuncia unos tiempos de peste, guerra y disolución planetaria, parece que está hablando por primera vez. Y desde luego lo tenemos en cuenta. Mientras, para algunos es más fácil pensar que todo es para siempre, otros insisten sin necesidad de ser pesimistas, en una inevitable finitud de lo existente. Aunque por más que los lenguajes mesiánicos pueden a veces perturbarnos, siempre hay un estilo de advertencia sobre un porvenir de estrechamiento de las condiciones de vida universales (el comercio como guerra, el clima como amenaza a la vida humana).
Sentimos que en este tipo de conversación, se juega algo más que el simple intercambio de ideas, sino un sentimiento indefinible de impotencia sobre algo que sucederá si no se actúa rápido y de un modo original, nunca utilizado antes. El calentamiento del planeta hará desaparecer, se dice, las ciudades costeras -Buenos Aires, de algún modo lo es-, lo que introduce una cuota de alarma que resiste a su definición más clara. Nos lleva a un sentimiento difuso de miedo e incertidumbre, pues no se trata del “fin del mundo” sino de la desaparición de lo que conocemos como parte de un entorno cotidiano. La costanera, los colectivos que la surcan, el paciente pescador con su carnada y los viajes en taxi hasta el aeroparque. Que son formas de vida tan arraigadas en nuestra conciencia indeterminada y visual, que el hecho de que no estén más, provoca un vacío asombroso, que prontamente tratamos de apartar de nuestro foco inmediato de atención.
¿Pero si ahora fueran ciertas, estas visiones sobre la superación de los límites de tolerancia del espacio habitacional humano respecto a cómo vulneramos irremediablemente ese acogimiento tan amplio que por milenos esperamos de la naturaleza? Es evidente que siendo así debería cambiar el tono o el nivel de nuestras conversaciones políticas. El tema ya lo ensayan desde hace tiempo los aceleracionistas, que retoman un viejo tema -de Marx, de Lenin, de tantos otros-, respecto de que la infinitud del progreso técnico, ahora tecno-digital-, por el cual las tecnologías que operan sobre el lenguaje y el conocimiento originarán un nuevo “cognitariado” (trabajadores de una ciencia reticular de datos post capitalistas) que será un ámbito de nuevas libertades al margen de la reproducción del capital. Éste es el enemigo de las tecnologías, y en cuanto éstas se desarrollen aún más, cumplirán el vaticinio de que no pueden quedar encerradas en la malla de combinación financiera patronal, quedando así en manos de la humanidad, que se tornará en una sociedad de conocimiento emancipados, cuyo sostén sería la libre circulación y acumulación diversificada de datos.
No está claro porqué un cauce tecnológico con capacidad de generar una ética social sustitutiva de los anteriores humanismos, podrá autorregular sus acciones retomando precisamente los temas del sujeto racional valorativo, que desde a Descartes a Max Weber, fue privilegiado como un centro de convivencia y atracción de los vigorosos residuos arcaicos, simbólicos y carismáticos que se alojaban en planos más sigilosos de la acción humana. Si nadie que estudió el rumbo destructivo supuestamente racional del capitalismo lo quiso despojar de sus causas y consecuencias teológicas, tampoco dejaron de abundar los que querían extraer debajo de la túnica capitalista sus maquinarias encantadas para hacerlas servir a propósitos sociales de interés colectivo, “izquierdas más locomotoras”, “socialismo más electricidad”. Pero ninguna de estas perspectivas sospechó el evento prometeico -que sucedía al revés, la razón instrumental robando el fuego subjetivo de la conciencia del homo sapiens-, por el cual la sociedad se convertía en un humanoide que pasaba a desplegar conocimientos sostenidos por oscuras técnicas de información (“la sociedad de la información”), y de allí la crisis fundamental de las vetas del humanismo en la filosofía occidental.
No fue un racionalismo de dominación y desprecio a los pueblos de tecnología inferior -a los que se les imputó barbarie- lo que caracterizó exclusivamente el pensamiento del mundo moderno donde se expandían maquinarias movidas por nuevos combustibles y armas de fuego de largo alcance (también sostenidas en la racionalidad de la balística o del telescopio). Siempre hubo el contrapeso, hoy efectivamente desaparecido, de que los eventos que acontecen en el ámbito de lo humano colectivo, son históricos, tienen sentido y al mismo tiempo rechazan los recorridos lineales y las formas de presencia basadas en el absolutismo de la transparencia, esto es, en la visualización absoluta de sus apariciones por parte de los pueblos o multitudes. Resumimos esta postura, no sin recelo, en la expresión humanismo crítico y autorreflexivo, que mucho le debe a las tradiciones dialécticas, a los rodeos críticos sobre la noción de mito desprovisto de estereotipos y a los métodos de indagar y apelar al lenguaje que revise imaginativamente los estantes clásicos de saber retórico. Desde los más arcaicos a los que proceden de los actuales medios de comunicación.
Se le debe a la filosofía de la llamada dialéctica negativa o “en suspenso”, la crítica ocurrida hacia mediados del 40, de las industrias culturales y la reproducción de la obra artística bajo los mismos criterios de las producciones de creencias fundadas en criterios de plusvalía. Esta crítica recorrió mucho camino. No puede ser desechada ni aprobada en el estado original en que fue planteada. Pero tampoco puede ser abandonado el sentido de unicidad y goce intransferible de la obra, a los modos con que los medios de comunicación ejercen la facultad de juzgar y establecer criterios sobre espacio, tiempo, goce y inteligibilidad. Sin despreciar los esfuerzos que se han desarrollado bajo el nombre de epistemologías del sur, cultural sutudies o filosofía de la liberación, neofeminismos o cristianismo de liberación, no podemos menos que prever una grave extinción de la tradición clásica y de la obra de arte, pero una extinción que aparenta ser su salvación, al pasar a la revisión y actualización que hacen de ella los medios masivos y las redes invisiblemente interconectadas, sobre la base de un operador individual que es confirmado como tal por aceptar su lugar de inclusión en una sistema que previamente lo determina. Es cierto que desde el video art en adelante se quiso salvar al arte, al hacerlo con la materia reversible y criticada de las tecnologías visuales de masa. Pero los últimos que practicaron una contaminación creativa con el poder mecánico, al exaltarlo para en verdad mostrar sus ocultas reservas hacia él, fueron los futuristas.
El arte realmente crítico trata de borrar su culpa (ser objetivo en medio de la barbarie) y su resistencia puede mostrarse solo por la huellas secretas de ese borramiento. Así lo decía Adorno, por lo cual todo arte que pueda combinarse con una razón crítica y desligada de opresión y autoinhibición, puede actuar con su dimensión conservadora y su mundo implícito cuya interpretación crítica convierta la culpa conservadora del arte, en una pieza fuera de lugar. Por lo tanto ajena a la reproducción de las imágenes de felicidad teledirigida, como las propagandas de Uber, de las Bancos o de los usos de los desodorantes para el cuerpo o el hogar. Nada de esto difiere a lo que son las modalidades dominantes de la conversación política. Hay un plano superior pero no operativo, que es el del ecosistema planetario, donde sobresale la idea de peligro global, y con ella el llamado a una nueva clase política y científica que obre en nombre de la humanidad. Se trataría de bajar a niveles mínimos el uso de la energía convencional, tomar al sol nuevamente como factor originario del movimiento de las máquinas y no depredar más la naturaleza con perforaciones que destrozan rocas milenarias a tres mil metros de profundidad. La justificación para ello es clásica: dotar de combustible a la red energética universal, controlada por las grandes corporaciones financieras y petrolíferas. No es fácil hacerlo por lo menos sin determinar en qué lugar quedarían las otras conversaciones, que por lo visto tampoco cesan, a pesar de que parecerían revestir menor interés que el sesgo catastrófico que tienen las necesarias consideraciones sobre la gran mutación climática.
No ha desaparecido el concepto de soberanía de los Estados-Nación, aunque todos marchan a ser eventos conmemorativos, cuasi vacíos, que cada vez significan un lazo más débil de identidad comunitaria, medidos ante otras conmemoraciones de identidad más fuertes, las del fútbol global o el de las guerras comerciales, que lógicamente tienen su arduo sentido en proyecciones fantasmales del viejo estado nación. Pero ahora ceñidos por bloques cuyo pensamiento épico se refiere casi únicamente a lograr mejores ensambles para las tecnologías del “individuo en la red” y consiguientemente las acciones sobre tarifas, impuestos, tasas, cotizaciones a futuro, todo el implemento financiero capitalista recubriendo el viejo estatuto de las “economías con ventajas comparativas”, tal como se decía, vino por herramientas, o soja por software.
¿Cambió la situación respecto a los imperios del siglo XIX, donde las guerras eran también por territorios y materias primas? Decirlo así es simplificar un poco, pues siempre hubo una literatura que promovió la superioridad cultural o racial como horizonte de legitimidad para dominar, y de ahí, tendía un sórdido pretexto en dirección a la educación. La dominación creaba una pedagogía para nativos iletrados y los hacía entrar en el mundo de los símbolos, como episódicamente podía mostrarse con algún esclavo negro que educado por sus patrones terratenientes, terminaba escribiendo poemas a la manera de Baudelaire. El Inca Garcilaso, de todos modos, es el mayor y el más complejo de los ejemplos donde el conquistado se pone en igualdad de condiciones ante símbolos del conquistador, para refrendarlo y demuestra que éste fue eficaz, de persona a persona. En estos momentos, al igual que durante todo el siglo XIX, las guerras utilizan instrumentos financieros, comerciales, políticos, ideológicos, por lo que el concepto de guerra, sin excluir a los ejércitos y los armamentos conocidos, pasa a situarse más lejos de los acorazados que de la tecnología de la imagen, más cerca de la manipulación de las reglas aduaneras que de los misiles. Claro que éstos son la moneda en última instancia. No llama la atención que siempre exista un Fort Knox (escuela de tanquistas y acumulación de oro), pero la mundialización en curso, con su filosofías antiesencialistas y antisustancialistas (muy pobres si no se las justifica con más recursos conceptuales que los que hoy disponen las academias universitarias), crean sus propios artefactos de balance de poder, a través de tecnologías de usos múltiples, que tanto guían armas teledirigidas como controlan orientaciones del mercado y calculan el itinerario futuro de las tasa de interés.
El antiguo Estado Nación es el principal perjudicado, en los nudos clásicos de su existencia, por este modo de circulación de mercancías, dinero, informaciones y simulacros icónicos de vigilancia y entretenimiento, circulación que rodea el planeta como un anillo de custodia de comportamientos y consumos, mientras el efecto invernadero actúa en paralelo produciendo otro cerco planetario que actúa como las finanzas del cosmos, cobrando un fuerte interés a la naturaleza. ¿Pero hay una naturaleza transhistórica? Por cierto, queda un resto de ella, a su manera vengativo, que podemos considerar la naturaleza no hollada por la piqueta de Bulgheroni, de Exxon, Chevron o Gazprom. En todo lo demás, se cumple la profecía de que la sociedad no es otra cosa que el trabajo aplicado a transformar la naturaleza en bienes de producción y consumo, con la consiguiente invención de conciencias, según las edades de relación hombre-ambiente, desde la natura naturata de los teólogos medievales hasta la naturaleza marxista modificada necesariamente por el trabajo humano. El hombre, entonces, producido por la naturaleza a la que su vez le reclama los elementos para su subsistencia. Pero ese equilibro entre los hombres y la naturaleza habría sido quebrado. Solo quedaría acelerar el desarrollo de las economías materiales e inmateriales para superar por fin al capitalismo (o en su defecto hacerlo un “capitalismo serio”), o plantear el problema del colapso de la vida terrestre.
Esto último tiene refugio solo en las lenguas proféticas, mesiánicas, cosmogónicas. Su transferencia a la política es el resultado de grupos bienintencionados de personas que advierten sobre el descongelamiento de los hielos y el cese de la habitabilidad conocida en las grandes ciudades, con temperaturas a futuro nunca menores a los 100 grados centígrados. Como Trump cree que este es un mito chino o de los amantes de los atardeceres sobre la campiña, acusa en términos geopolíticos a China o a los partidarios recientes o antiguos de desarrollo cero. Estos, mostrando que la “huella ecológica” señala que ya no hay chances de sobrecargar el planeta con más población, más industrialismo y más desechos industriales, son por ahora escuchados por minorías.
No cabe duda de que mientras hay Estados naciones, y conocimientos del tipo de la geopolítica, que es un conocimiento plano, un juego de fuerzas mundiales todas siempre en un corte sobre el presente, habrá una humanidad que no saldrá, ni querrá salir y acaso no deberá salir del espacio cultural, intelectual y socio-sentimental de las naciones. Por más acuerdos de bloques y formación de conglomerados ocasionales o no (Mercado Común Europeo, Mercosur, Pacto de Pacífico, Alca, etc. -las naciones no solo parecen subsumirse en la gigantografía de esos marcos comerciales, sino que a veces estallan guerras para establecer reconocimientos de etnias que antes habían sido sumadas indiscriminadamente a imperios o países construidos luego de los acuerdos de guerra, como el Imperio Austrohúngaro o Yugoeslavia. De modo que tensiones sobre el Estado nación que amenazan con disgregarlo (Argentina es un ejemplo que nos toca de cerca) junto al resurgimiento de unidades nuevas centradas en el rescate de una fuerza étnica segregada, son las polaridades extremas del proyecto de partición del mundo en términos corporativos-económicos, mucho más que en términos histórico-culturales.
El macrismo es un ejemplo de la conversión de un país en una unidad de negocios con cambiantes y fláccidas fronteras, que son las que proporciona una nueva repartición territorial por parte de grandes conglomerados financieros, atentos a las riquezas naturales -agua o litio-, con lo que se interpreta que hay cierta libertad de negociación con los grandes paneles territoriales con unidad de mercado y fuertes tendencias expansionistas, China y EEUU, con los cuales puede otorgárseles una porción territorial a uno, Vaca Muerta, o a otro, un sistema de seguridad a través de cámaras especiales en Jujuy. El fin de las soberanías nacionales es visto con indiferencias por unos, y con angustia por otros.
Todo esto ocurre mientras sobrevive otro plano de la conversación. A los que tratamos hasta ahora, el profético y la reparación corporativa del suelo y subsuelo y atmósfera del planeta, se le suma el de la política nacional. Efectivamente, puede seguir haciéndose política nacional pues no deja de ser una singularidad afectada por todas las tendencias mundiales, aunque una fuerte convención escolar, pedagógica y sentimental, se atiene -por lo menos en una porción mayoritaria de la población-, a una identidad nacional. Es notorio que el macrismo la ignora, pero no la abandona del todo, por considerarla sub-sede de negocios que trazan otros perímetros territoriales de actuación. Se considera un gobierno que operaría haciendo de su propia historia, una subsección de la naturaleza, por eso no les molesta llamar Falkland a las Malvinas, pues esa es solo una temática mercantil o de exploración de minerales y pesca, y no un asunto de soberanías y meditación sobre los núcleos problemáticos de una nación.
Una gran porción de conciudadanos se ha lanzado a formar listas electorales, y otra porción no menor se halla envuelta en diversas especulaciones, cuyo tenor, para algunos es la absoluta necesidad de que se ponga fin a un sistema de degradaciones. Deterioro de la esfera pública, anexión del país de forma inerme a la reproducción de su deuda externa como palanca multiplicadora de su extinción como nación y su conversión en un hangar de minerales a ser extraídos, no como una colonia del siglo XIX sino como un departamento agro minero de los polos ordenadores de los flujos capitalistas, estos a su vez en pugna de tarifas de intercambio con modelos mundiales remozados de combate clausewitziano. Para otros, en cambio, tiene vigencia ese declarado colapso de la vida nacional, pasando a primer término un interés de corte biopolítico. Es decir, obtener mejor conectividad, más comodidad en los viajes en tren, lo que sea, todo lo cual un gobierno podría satisfacer bajo la consigna “transformamos tu forma de moverte”. El movimiento por las redes de la ciudad, controlados por un gobierno que actúan como un ojo repartido en miles de filmadoras. O mejor aún, un gobierno, que no sería otra cosa que esa forma de control que centellea displicente pero amenazante en casa esquina.
Para estas últimas personas, no sería cierto que se proponen deliberadamente abandonar el ámbito de su inscripción en un cuerpo nacional (con sus blasones e himnos, que al cantarse en partidos de fútbol internacionales, obliga a pensar en esa ligazón entre deporte y nación, un vínculo dramático aunque con intermitencias, pues no siempre se juegan partidos de esa índole), pero a pesar que no abandonan su pertenencia nacional (con excepción de los entusiasmos generados por momentos de identidad publicitaria ante el “otro”, que nos hace enorgullecer como inventores del asado, del buen uso del bandoneón, etc.) prodigan una evidente indiferencia a estas conceptos cuando se trata de una elección de autoridades. Este es un logro de la ciudad neoliberal, ciudad de bicisendas, peatonales y especulación encubierta en “ecosistemas”, que anulan el proceso social colectivo en nombre del transporte colectivo. Cuando este sucede, son individuos contados de uno en uno por los molinetes de acceso, prolongación animada de la tarjeta Sube, el modo neoliberal de transportar, donde luego la propaganda del gobierno afirma que en la ciudad fueron transportadas un millón y medio de personas. No se sabe a qué tipo de logro pertenece este hecho, “nunca ocurrido antes”. ¿Reírse es algo útil? No, todo esto puede hacerse de otra forma, no concibiendo a hombres y mujeres como continuidad de las tecno- maquinarias y tarjetas de crédito.
Compartimos que la fórmula electoral compuesta por un único nombre repartido en dos personas. Una súbita unicidad del nombre Fernández desdoblado en funciones diversas no asignadas a priori sino como ensayo original de gobierno, es lo que puede sacarnos de este pantano, que ha liquidado la institución política con un instrumental que no es nuevo pero que tuvo particular éxito, la creación de una sospecha de orden maléfico, dónde algunos stalkers han entrado burlando prohibiciones, y llegan a la zona interdicta buscando lo sagrado pero también la destrucción de la ilusión. Son los kirchneristas corruptos, cuerpos falsificados cuya perversión reside en su propio nombre. El capitalismo y el neoliberalismo desterritorializan y luego -al decir de Deleuze-, decodifican también el deseo, cuyos flujos se han vuelto abstractos, al punto que el capitalismo los ha liberado. Pero luego hace de su tarea secreta el poder ponerle límites (Anti Edipo). En verdad, hay que preguntarse por todas las zonas de exclusión del lenguaje -recordando a Tarkovsky y sus stalkers-, que han producido a las púas envenenadas de los medios de comunicación. Están los que el inusitado arbitrio de algunos jueces de Como Moro Py han hecho entrar; están los que temen entrar, y los que saben que esa vil maquinaria existe y no puede enfrentársela.
Estos son muros de gran fortaleza, los muros del Moro, aunque operen en lo imaginario. Es posible comprobar -lo que intentamos en esta nota-, que la estratificación de las conversaciones cotidianas pueden ocupar el espacio de una preocupación universalista (hacer de la política una lucha por la sobrevivencia humana en un suelo común universal), de una advertencia geopolítica (hay naciones expansivas ya sea en territorios que ocupan otras naciones, o en dimensiones que tienen otra característica, como la circulación mundial de bancos de datos por parte de sistemas administrados de gestión específica del conocimiento), o bien la más tranquilizadora, aunque un poco inocente, de trazar un perímetro específicamente nacional, donde al ocurrir un acto electoral decisivo, se conversa sobre candidaturas evaluando las contingencias del presente o los peligros del futuro.
No esperemos que no haya contradicciones entre todos estos sedimentos del habla política, ética o social. Es evidente que estas elecciones cruciales no solo no aconsejan, sino que no pueden (por falta de aprestos críticos más avanzados) hablar de todos estos temas, conjugándolos en una conceptualización armoniosa. Por ejemplo, recrear un humanismo crítico que supere no con el desconocimiento sino con la observación aguda, los pasos que ha dado la filosofía acontecimientista o estructuralista -de la cual la primera es consecuencia de la segunda-, para retomar los hilos de una “humaniora” sostenida en filosofías sin contornos rígidos, no necesariamente eclécticos, pero sustentada en un tipo de fundamentación “ocupada en preocuparse”. Aunque esto, sin borrar los diferentes planos del problema de lo que está en extinción y de lo que debe recobrarse de las memorias que aun machucadas al extremo, pugnan por resistir. Con ello -diré para no hacer tan largo este escrito-, se podría lograr en las tan difíciles circunstancias que atravesamos, algo que supere las negaciones autoimpuestas que evitan rozar la “zona” que trazaron con alambre electrificado las fuerzas políticas dominatrices que ya tienen codificados los accesos al Infierno según las palabras que se pronuncien.
Todos sabemos lo que está ocurriendo. Han creado una zona contaminada donde el ingreso no es posible ni con máscaras antigases. La profanación crea el contagio, nos llena de pestilencias. El tenor realista de una campaña cuida de no pronunciar esas palabras contaminantes, fruto de una explosión radiactiva que hace años infecta cuerpos y palabras. Como en la Peste, de Defoe, o de Camus, o la que asoló a Buenos Aires en 1871, las habladurías de los locutores que trabajan con los detritus más sórdidos de lo humano, nos anuncian a diario, sin saberlo, el atributo pestífero que tiene todo aquello que se parece a Macri. Es la fatídica invención de los que carecen de cualquier virtud. En cambio, los que no nos empeñamos en aplicar ningún método para serlo, y que por eso quizás lo somos, y que también por eso recorremos, con errores reconocibles, porqué no, las zonas interdictas por el poder de silenciamiento que tienen las máquinas ideológicas del poder financiero mundial, debemos reflexionar sobre cómo correr el límite sellado a lacre que han legislado los missi dominici togados del macrismo. Sean los furiosos diáconos televisivos. Sean los arciprestes judiciales. Que con sus bufidos asustadizos ya imaginan un fin de época.
Buenos Aires, 15 de julio de 2019
*Sociólogo, escritor y ensayista. Ex Director de la Biblioteca Nacional. Director de la filial argentina del Fondo de Cultura Económica.
1 Comment
¿De dónde salió este tipo? ¡Qué nota impresionante! Maravilloso ser contemporáneo de Horacio González.