Acerca de Perfect Days, de Win Wenders.
No estamos predispuestos espontáneamente para buscar la felicidad. Ni por naturaleza, ni por historia, ya que vivir bajo el régimen del capital implica un antagonismo civilizatorio respecto a las condiciones de la felicidad.
Por Guillermo Ricca*
(para La Tecl@ Eñe)
Vi, dos veces, una en el cine, otra en la tele, Perfect Days de Win Wenders. Un amigo, el más cinéfilo de mis amigos, dice que la peli es un “manifiesto de la vida analógica”. Es verdad. Hirayama me recordó a varias personas que conocí en pueblos en los que viví. Un viudo que limpiaba su casa con la misma obsesión por el detalle con el que Hirayama limpia esos baños vanguardistas de Tokio. Mi tía Ileana que vive sola y es generosa y también colecciona objetos del pasado, pero sin dejar de estar plenamente en el presente, atenta y al tanto de todo lo que sucede a quienes viven en su pueblo. A Hirayama no se le escapa nada: ni el llanto de un niño que perdió a su mamá en el parque, ni el mendigo que hace Tai Chi por la ciudad, ni la tristeza de una chica que se identifica con Redondo Beach, de Patti Smith porque quizás, ella también, como tantos otros jóvenes en Japón y no sólo en Japón, está pensando en un dulce suicidio.
No hablar porque sí, y vivir solo, no es lo mismo que estar solo, en actitud de ácrata, de enemistad con los demás y consigo. Tener rutinas para cosas en las que la mayor parte de la gente del mundo se enreda absurdamente es, en realidad, una señal de sabiduría. Porque esas rutinas obsesivas -comer en el mismo lugar, bañarse a la misma hora, ir los sábados al mismo bar-, son las que permiten a un trabajador como Hirayama, tener libertad para leer a Faulkner o a Patricia Highsmith y escuchar a Lou Reed, The Animals, The Velvet Underground o a Nina Simone. Tener libertad para tratar serenamente su propio dolor.
Pero Hirayama es también el tipo que tiene liberados los ojos para buscar día tras día ese momento perfecto en que la luz y las sombras de los árboles dibujan el irrepetible komorebi, instante que él intenta captar con mayor o menor logro en una vieja Olimpus de rollo.
Días atrás, después de ver la película de Wenders, estuve leyendo Pintura, el concepto de diagrama, de Gilles Deleuze. Mi obsesión spnozista me hizo empezar por el final. En esa parte, Deleuze responde a una pregunta de un estudiante, en el paso del curso sobre Spinoza al curso sobre pintura. Claro, la pregunta es sobre el tercer género de conocimiento y la relación que puede haber entre la ciencia intuitiva, el amor Dei intellectualis y el arte. Deleuze sintetiza en su respuesta, de manera muy didáctica, cosas que ya había dicho en el memorable Spinoza y el problema de la expresión: todo el problema, no sólo del arte, sino de la vida, de la existencia misma, consiste en cómo formar nociones comunes o, dicho en el lenguaje de la calle, en cómo propiciar encuentros con los demás, con las cosas, con el mundo, que nos hagan vivir y no aquellos que nos envenenan la vida.
Claro que la producción de veneno suele comenzar casi siempre por uno mismo. Como el propio Deleuze señala en su curso: Spinoza no deja de recordarnos que las personas somos magistrales en el arte de envenenarnos la vida, de revolcarnos en la tristeza. Nacemos y crecemos en un ambiente que nos dota, sobre todo, para eso. No estamos predispuestos espontáneamente para buscar la felicidad. Ni por naturaleza, ni por historia, ya que vivir bajo el régimen del capital implica un antagonismo civilizatorio respecto a las condiciones de la felicidad, al menos para Spinoza quien ya detectaba críticamente cómo el dinero se había tornado la causa casi única de las alegrías buscadas y de las muchas desdichas no buscadas. Para Spinoza y no sólo para él: fue Lacan quien dijo que el amor y el capitalismo son antagónicos.
Hirayama, que viene de vivir algo muy traumático, quizás una deshonra familiar muy vergonzante – no lo sabemos- sin embargo se las arregla con su pequeña vida para seleccionar pasiones alegres: un día de sol, una canción del viejo rock de los setenta, un crucigrama jugado con un o una desconocida, un baño reparador en un yacuzzi público, una lectura antes de dormir, una fotografía que busca retratar el komorebi, un paseo en bicicleta por Tokio y dos o tres conversaciones en las que se caen consecuencias fundamentales: ahora es ahora; la próxima vez es la próxima vez […] en realidad, nada cambia…es una tontería (vivir esperando cambios exteriores es eso: una tontería). Y es que, como dice el propio Deleuze, y también Spinoza, claro, las nociones comunes, las autoafecciones a partir de las pasiones alegres, no son un saber teórico, ni abstracciones conceptuales, sino formas de saber práctico que, como en el caso personal del propio Spinoza y también de Hirayama, sólo están en condiciones de ser sabidas después de un quiebre, de una ruina o de una pérdida. Cuando ya no estamos más dispuestos ni al autoengaño ni a confundir cualquier invitación al placer con eso que indica la ciencia intuitiva: la dirección de un tipo de felicidad que Spinoza denomina Acquiescentia in se ipso, y también, beatitudo. Quizás Spinoza le llame así, precisamente, porque, como supo decir Charly García, no existe una escuela que enseñe a vivir. Es decir: ¿Qué sería un saber intuitivo, una ciencia intuitiva? Precisamente eso: un saber práctico que es el recubrimiento de las pasiones alegres por nociones comunes -buenos encuentros- hasta que eso se convierte en una certeza práctica o en una práctica cierta y determinada libre de miedo, libre de esperanza, libre de culpas, libre de cualquier otra tristeza, esas tristezas que brotan del fantasma. La ciencia intuitiva spinozista ¿es el atravesamiento y caída del fantasma, como suele decirse en psicoanálisis? Sí y no, porque la pasión no se esfuma, ni desaparece, tan sólo es determinada por buenos encuentros y estados de autoafección serena; pero lo es en tanto las pasiones ya no determinan; igual sucede con el nuevo anudamiento de lo imaginario, lo simbólico y lo real cuando la fantasía que mediaba la relación con los otros y con el mundo cae, dando lugar a otras experiencias de la instancia imaginaria, menos dolientes, más próximas a cierto estado de serenidad, equilibrio… acquiescentia, precisamente. Si todo esto resulta raro, ya el propio Spinoza lo advierte hacia el final de la Ética: “todo lo excelso es tan difícil como raro”. Sobre esta rareza, Pascal Quignard sostiene que significa disperso sobre la faz de la tierra. Hirayama, Spinoza, Williams Carlos Williams, Jhon Stoner, Juan L Ortiz…y vaya a saber cuántos más, desconocidos, pertenecerían a esa no menos rara comunidad sin comunidad, dispersa, que Borges imaginó en un gran poema[1].
Esas personas, que se ignoran, están salvando al mundo.
Referencias:
[1] Jorge Luis Borges, “Los Justos” en La cifra, Obras completas, 3, Buenos Aires, 2020, emecé, p.354.
Córdoba, 21 de enero de 2024.
*Licenciado en Filosofía. Dr. en Estudios Sociales de América Latina. Docente e investigador.
2 Comments
Un bellísimo texto.
Gracias.
Creo que era Sabater que decía: Cada día soy más Spinoziano. Y después Lacan… que casualidad, estoy leyendo «El triunfo de la religión».