El filósofo Roque Farrán reflexiona sobre el asesinato de Lucio Dupuy y nos invita a meditar sobre qué es ser padres/madres, cómo eso nos afecta, desde una concepción spinoziana de la vida; sostiene que no importan la orientación sexual o ideológica de las asesinas; no importa la polarización mediática; importa pensar y sensibilizarnos con el caso.
Por Roque Farrán*
(para La Tecl@ Eñe)
Matan a un niño. Esta frase no es la construcción de un fantasma, no es un dato estadístico, no es una noticia. Matan a un niño cuyo nombre es Lucio. Lo asesinan su madre y su pareja, quienes abusaban de él y lo maltrataban asiduamente, ante la indiferencia del medio social, hasta el brutal desenlace. No importan la orientación sexual o ideológica de las asesinas; no importa la polarización mediática; no importan las estadísticas. Importa pensar y sensibilizarnos con el caso. El no poder hacerlo es parte de la violencia imperante y su reproducción incesante. El caso no remite solo a una historia familiar particular, responde a la singularidad de un ser aniquilado cuyo nombre cae como un mazazo. Resuena en cercanía. El caso es lo que cae literalmente, nos encuentra desprevenidos y nos afecta: nos obliga a pensar nuestra implicación con lo que acontece. Encontrar la causa próxima de lo que nos entristece, sin redundar en horrores y contextualizaciones históricas, porque la causa de la tristeza es bien concreta y porta su historicidad en acto: un ser singular, único, ha sido asesinado por su progenitora y su pareja.
Para sensibilizarse, pensar y escribir al respecto no hace falta ser padres, por supuesto, pero sí encontrar la causa singular de eso que nos afecta. Ser padre o madre no es un dato biológico ni una simple construcción social, no se trata de un instinto primordial, ni de un rol o una función construidos; hay algo irreductible en esa relación de cuidado y amor que pasa por la potencia ontológica de existir, de perseverar en el ser y aumentar la potencia de obrar junto a otros. Nada tiene que ver con las libertades que imagina el individuo masificado, ni con las responsabilidades que le han sido otorgadas por las condiciones sociales. Como no hay un programa instintivo fijo que diga qué hacer. La potencia de existir se va desplegando en cada gesto de amor, descubierto entre dudas e incertidumbres, despejando los mandatos sobre lo que es o debería ser. Devenir padres resulta una invención que se va tramando entre la selva de significantes heredados y las pulsiones sociales que ordenan gozar como locos, idiotas o criminales. No se es buen/a o mal/a padre/madre según las valoraciones sociales, como la salud mental tampoco se encuentra definida en un manual psicopatológico; en cada caso es un proceso delicado de devenir en composiciones con otros existentes, a partir de asumir un modo único de existencia. Mientras ello no se encuentre ni cultive con cuidado las pasiones sociales, cual sea el signo ideológico o la calificación moral supuestas, podrán arrastrarnos hacia lo peor.
Cuando transcurría el juicio por el asesinato de Lucio leí un relato de Leila Guerriero donde cuenta qué le habían enseñado sus padres, luego de haber escuchado en la calle a una madre insultando a su hija: “¡Caminá, pelotuda! ¡Idiota! ¡Caminá!”. Y me hizo repasar mi propia historia: tampoco mis padres me maltrataron, ni fueron condescendientes conmigo, me enseñaron algunas cosas esenciales (el amor por la lectura, el deseo de saber, la solidaridad y la crítica) y dejaron algunas cargas ideales (casi seguro sin saberlo); pero no se trata de reponer historias particulares de crianza, de trazar comparaciones y diseñar el tipo ideal. Tampoco de conformarse con el mal menor, como sugiere Guerriero: evitar la “promesa aniquilación”. Cada tanto sueño con mi padre; la última vez había cambiado bastante, él que se jactaba de ser siempre igual, aunque pude reconocerlo. Mi madre sigue transformándose, ejercitándose y contándonos sus sueños. Seguimos relacionándonos con nuestros padres, incluso después de muertos, como a través de la relación de cuidado que tenemos con nuestros hijos y otros seres existentes. Seguimos aprendiendo sobre lo que aumenta o disminuye nuestra potencia de obrar y el enigma irrevocable del deseo, la perseverancia en el ser que nos constituye. Los padres también enseñan sin saber ese hueco donde alojarnos e inventarnos a nosotros mismos. Pero quienes más nos fuerzan a transformarnos son nuestros hijos.
El caso cae como un mazazo porque atraviesa todas las mediaciones y determinaciones sociales, ninguna podría prevenir o morigerar el dolor que sentimos por la muerte de Lucio; no hay dispositivo jurídico ni explicación estadística que lo aplaquen; solo nos queda la escritura como modo de conjurarlo y elaborarlo convocando otros modos de existencia. Si no tuviésemos a la verdadera filosofía, como única compañera en esta desolación epocal, no sería posible pensarnos con la implicación necesaria y la distancia justa del caso para no ser aplastados por la brutalidad imperante. Por eso insisto, pese a todo, en no callar y transmitir a riesgo del malentendido el hueco donado, ese ombligo del deseo que no cesa de escribirse.
Córdoba, 21 de febrero de 2023.
*Filósofo. Investigador Independiente (CONICET)